Rolando —El Rolo— quien demuestra que comer pan con frijoles cuando arrecia el hambre no es tan desequilibrado como yo pensaba, tenía la receta contra las llagas muy clara: luego de la jabonadura, un chorro de vinagre en el enjuague y dejar que el cuerpo se seque apenas con el viento.
Una vez en casa, corro a abrir el refrigerador. Vacío 750 ml de agua, finalmente, potable. En el espejo chequeo los daños, por momentos habré rechazado el frasco de bloqueador solar que me brindara con insistencia una mujer con un moretón en el muslo. De mi tabique nasal cuelgan viejas pieles, tela escamosa de lagartija doméstica que también se ha desprendido del hélix de la oreja como una envoltura rota. Veo que, al tirar de ellas, se despegan igual que vendas sucias.
Dentro de cuarenta y ocho horas, además, voy a padecer de retortijones y de diarreas constantes.
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La playa de Guanabo está en la zona del Este de La Habana, después de una carretera a la que se agregan algunas filas de vallas. Las vallas en Cuba no son para invitar al consumo. La mayoría de sus mensajes son políticos, de la clase que anuncia que «El Bloqueo estadounidense es el genocidio más largo de la historia», pero el diseño que comparten es de tan mala elaboración que tienden a desbarrar.
Uno de los errores acumulativos del socialismo y de las instituciones cubanas ha sido el gusto por el mal gusto, desatender los vínculos con los receptores soltándoles el vómito rojo, el hijo malformado del constructivismo. La sombra de los brazos fornidos que persiste.
Las Playas del Este tampoco se anuncian en la avenida con imágenes sugestivas. Uno se entera de que va rumbo a Guanabo si está siendo víctima de las vallas y las áreas que alcanza a ver son menos urbanas que las del centro. Los efectos empeoran si el viaje se hace por la ruta número 400 del transporte público. En verano una guagua 400, cuyo pasaje tiene un costo de cuarenta centavos cubanos, suele cargar más de cincuenta personas, cada una devorando el oxígeno del prójimo, empujando con el codo durante más de veinte kilómetros. En 2015 a la Unidad Empresarial de Base (UEB) de Transporte Urbano terminal Guanabo, se le otorgó por decimoquinta vez la condición de Colectivo Vanguardia Nacional. Desde el cierre del 2014 transportó entre 70 mil y 85 mil pasajeros en 582 viajes diarios.
Es de tal agresividad el resultado del desplazamiento que la timorata Guía Turística de la Ciudad de La Habana en internet advierte que «El transporte público en moneda nacional no es recomendable por la cogestión de personas en los ómnibus y las demoras que esto ocasiona», antes de explicar que las Playas del Este «son todas playas de muy buena calidad, con arenas blancas, aguas verde-azules transparentes y arrecifes coralinos cercanos a la costa -en el borde de la plataforma- que se prestan para el snokerling y el buceo» o que «tienen, además, buena infraestructura de alojamiento y gastronómica y una marina en Tarará donde se pueden practicar todo tipo de deportes náuticos.»
«Playas del Este son, sin dudas, una magnífica opción para quien quiera visitar la ciudad de La Habana y disfrutar también de algunos días de playa», abunda la guía entre sus redundancias.
Sin embargo, se conoce que el plan más lúcido en la hora pico no es andar actuando de turista bohemio, sino irse a la Términal de Trenes de La Habana, y ahí pagarle veinte c.u.p a un botero que haga la tirada.
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Primero escucho a un intermediario, y como lo escucho me fijo en él. Grosso modo, es retaco, con un sortijón en el anular derecho. Se trata de un gestor de pasajes al que se conoce popularmente como buquenque, que se encarga de decir desde el diafragma cuántos asientos quedan disponibles en el carro que va de salida.
Un Willys del año 55, azul, con los asientos forrados en vinilo marrón y tres hombres abstraídos que escuchan música con audífonos.
Después del Túnel de la Bahía, el chofer pisa el acelerador y en los baches del camino se nos pega el cráneo al hierro del techo, el chofer ya había realizado lo que se diría su buena acción de la jornada y no debíamos esperar que sobrecumpliera: Ha puesto en el reproductor Un-break my heart (Regresa a mí), de Diane Warren, interpretado por los tenores de Il Divo. Podía haber sido peor.
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Más que «una magnífica opción», Playas del Este viene siendo la opción del verano y las vacaciones. Ir a Guanabo se ha convertido en uno de los pocos paliativos —el más recurrente— que le ha dejado la diosa Fortuna a los cubanos.
Nunca el socialismo de Fidel Castro contempló que sostener los espacios de ocio era preciso casi tanto como el manejo de un AK-47, y no la táctica caprichosa de un sistema de enajenación para embobecer a las familias.
Había que cuidar del ocio y, con antelación al ocio, atender las prácticas mismas del ocio. La necesidad es incluso paradójica: Trabajar el ocio, moldearlo. El concepto de recreación sana que propuso el gobierno es un enredo y un fracaso. Tanta importancia ha de tener para el socialismo la pitanza básica del pueblo como su entretenimiento, porque donde el ocio falla se crea un caos, un daño irreparable. Por este motivo, la Revolución —un amasijo de oportunismo que nadie es capaz de definir per se sin caer ineludiblemente en el concepto del Comandante en Jefe— debió olvidar que un país es virtuoso cuanto más sepa enriquecer su tiempo libre. O que un resbalón educacional en un terreno propenso a la vulgaridad, terminaría implantando la moda de la vulgaridad.
En los comienzos, Celia Sánchez levantó la heladería Coppelia, después llegaría el Parque Lenin, el Zoológico Nacional, los campismos populares, todos venidos a menos por el haz de males que nos roerían, en especial, desde que los soviéticos retiraran el hombro al que apoyarnos.
Nos habituamos tanto a los líderes constreñidos que cuando Barack Obama compartió en la televisión con el humorista Pánfilo (ahora conocemos que el presidente estadounidense dio al cubano una bofetada en materia de comunicación política) nos bandeamos entre la risa, el pasmo y el insulto. Tal vez uno de los momentos más light de nuestros adalides ocurrió con el juego de béisbol de los Barbudos que convenientemente ayudaría a grabar en la memoria colectiva una máxima de Camilo Cienfuegos: “Yo no estoy contra Fidel ni en un juego de pelota”.
El régimen de Fidel había prohibido, en medio de sus yerros, la entrada de los cubanos a los hoteles de su propio país, mientras los oficiales de alto rango disfrutaban de sus vacaciones en las dunas sedosas de Varadero, como lo haría el ex director del Órgano Oficial del Partido Comunista de Cuba, el diario Granma, Lázaro Barredo, en tiempos de la Batalla de Ideas.
La asunción del poder por Raúl Castro —menos campechano que su hermano— no ha significado un cambio legítimo de orientación; con permitir el acceso de los cubanos a las instalaciones hoteleras, el nuevo presidente mataba dos pájaros de un tiro, por un lado, serenaba la diatriba a nivel internacional, por otro, le demostraba en crudo a los cubanos que su sueldo no bastaba ni para hospedarse en el Villa Panamericana, y que armar berrinches frente a Ricardo Alarcón no valía la pena.
Mientras que en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba y en el ICAIC las salas privadas de cines 3D producían urticaria, sucedía la eliminación de lo que el gobierno llamaba gratuidades, esto era el cataclismo, verbigracia, la conclusión de una serie de estímulos que se le concedían a algunos obreros destacados en sus labores; con todo, Raúl Castro de continuo llamaba a elevar la producción en los distintos sectores.
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Guanabo, entretanto, mantenía gratis su auge. Porque siempre está, aunque haya apagones o las carteleras tengan cada vez menos líneas, o concluyan los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro, o venga otro Período Especial a intentar secar las reservas de alegría.
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—Si me das tres semanas en Cayo Santa María al año, del palo me vuelvo comunista, por cosas semejantes, Fidel es comunista— dice El Rolo.
Pero antes de que El Rolo lo dijera estamos a veintinueve de julio, más de 72 horas después de que se celebrara otro aniversario —el 63— del asalto a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes. Estoy, además, en un Willys de 1955 cociéndome bajo un fuego de 32 grados Celsius, en la localidad sobre la cual Ecured, la alternativa de la Isla al enfoque hegemónico y primermundista de Wikipedia, escribe que en 1803 se le conoce por el nombre de Santa Ana de Guanabo, y que posee actualmente una superficie total de 32 kilómetros cuadrados y supera los 15 mil habitantes.
Por estas fechas el calentamiento de las tardes suele congregar la lana ceñuda de la tormenta, atraer a las descargas eléctricas que revientan como un chasquido luciferino en los ventanales habaneros.
El veintinueve de julio no llueve. A las siete de la tarde, después de que el taxi se marche, la calle 474 es una plancha menos caústica que empieza a motearse de las parejas, las familias y amistades que han pasado el día a salvo de las quemaduras, y los cangrejos que se atreven a salir de sus cuevas cuando no hay moros en la costa. Al margen de las aceras, a veces se forman incrustaciones de arena al pie de los muros, donde algún niño juega a escarbar con sus dedos. Los grupos emanan de las viviendas de los alrededores o los hostales que alquilan a cubanos y extranjeros que compran sombreros de paja y bolsas de panes para el refrigerio. El pellejo cuanto más caucásico resulta es lacerado de un modo más salvaje. Un rojo de camarón hervido cubre las partes expuestas y el efecto de bronceado natural a lo Rambo excreta más falacia que de ordinario.
En general el viernes en Guanabo, previamente a la puesta del sol, transcurre en tranquilidad según El Rolo. El Rolo se ha rasurado las piernas y las axilas para la ocasión, una semana en una casa en la playa donde corre agua salobre por los caños, cerca del hostal Las terrazas de Teresa, que es el único punto de referencia que me ha dado para no extraviarme. El Rolo es introvertido y huraño, medio misántropo, pero a finales de julio le brota un raro cervecero afectuoso y las ganas de aligerarse que lleva adentro, y ahí acude al amparo de Guanabo, si no fuera por esto, El Rolo que acostumbra ser impenetrable no se diferenciara mucho de los cangrejos que se cuentan por decenas en el ocaso.
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La hermana de Rolando se llama Amalia. Amalia camina con vanidad acentuando el traslado con las caderas, los ijares se aprietan y le otorgan una sensualidad de mujercita. Amalia frisa los trece de edad.
El Rolo la sigue con su ojo protector hasta que desaparece del portal de la casa en busca de la cocina, el desarrollo la ha equipado con un apetito de hámster, el viernes luego de la comida va por un pan, le unta la mayonesa del fondo de un tarro y vuelve con los abazones llenos.
—Tengo que andar vigilándola, por la noche se reúne con una amiga que tiene novio en el parque Zapya, y allí yo no sé.
—¿El parque Zapya?
—Ya que por este mundo no hay Wi Fi, los muchachitos de aquí van al parque de la avenida y se conectan por Zapya.
Zapya es una de las aplicaciones de Android de telefonía móvil más populares hoy en Cuba. La desconexión que abunda en el país hizo que una generación que se nutre de las nuevas tecnologías echara mano del primer recurso que encontrara a su alcance y lo explotara al máximo. En esencia, Zapya se usa para compartir contenidos, aunque provee un chat.
A las diez de la noche he convencido a El Rolo de irnos con Amalia al parque. El Rolo lo aprueba sin chistar. El ojo protector puede seguir con sus labores en directo mientras hago mis apuntes. Todos ganamos, pero Amalia se opone principiando unos pucheros graciosos.
Amalia no desea la compañía de unos aguafiestas.
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En quinta avenida entre 472 y 474, la animación de Guanabo no ha cesado en lo que El Rolo, Amalia y un montón de muchachos alrededor llama el parque Zapya.
Es medianoche. Hay una mujer loca que pasa sosteniendo un teléfono que arrastra su cable por la tierra. La loca, que en la primera impresión parece un personaje que hubiera creado Dr. Seuss, imagina que habla con otra persona por el tubo del auricular. Oye, está igual, igual, le grita.
Al parque solo lo alumbran los conos de algunas bombillas separadas por grandes áreas oscuras, en las que los pequeños entrelazamientos de jóvenes que huelen a lociones y a gel tienen las caras rectangularmente iluminadas por las pantallas de sus celulares.
El procedimiento del parque Zapya es el siguiente: Plantarse en las aceras, parlotear durante horas, oír a todo volumen música desde Ay, mi Dios de Yandel, Pitbull y Chacal hasta el Born Villain de Marilyn Manson, ejecutar la aplicación del móvil, esperar que alguien con un nickname cualquiera —como puede ser Yomil y el Dany— cree un grupo y unirse a ese grupo. Después revisar lo que tenga uno o varios de los usuarios y descargarlo para tu teléfono.
Encontramos en los grupos a los que nos conectamos una guía de cortes de cabellos que incluye el Jhon Kerry; los jóvenes cubanos llaman Jhon Kerry a un corte que quita de los laterales de la cabeza y deja el pelo más abundante en la parte superior, peinado habitualmente hacia atrás. Encontramos muchos juegos, entre ellos, el Cheating Tom 2, con un protagonista que debe evitar que sus profesores lo detecten mientras comete fraude en los exámenes y así, de nivel a nivel, conseguir graduarse. Encontramos lo peor, las fotos de una niña completamente desnuda o con parte de su uniforme de escuela secundaria mostrando su sexo en poses pornográficas; en una de estas, introduciéndose unas bolas chinas en su vagina aireándose sobre una tumbona en la playa. El Rolo con sus veintitrés de edad, la mira. Se inclina y la mira con sorna. Como en una lectura.
Amalia viene y se sienta al lado suyo. Ocurre un secreteo, más o menos breve, y El Rolo empieza a encenderse como si avivara un rescoldo. A negar con brusquedad. Amalia ha ido a pedirle permiso a su hermano porque un muchacho de diecinueve se ha conectado por el chat con ella, invitándola a quedarse con él a solas en el parque. En unos diez minutos de alegatos El Rolo no ceja, agarra a Amalia por el brazo, caminan y se detienen antes de cruzar 474, esperando por mí, que me tomaba un tiempo para otear al muchacho. No ha apartado la vista de su teléfono, tiene las piernas estiradas y fuma dando caladas con humos de gánster, la cara es larga y aguda, no lleva el Jhon Kerry sino otro con moño alto, similar al de Gareth Bale, que debe llamarse Gareth Bale.
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Betty
Que quieres? dime donde estas q estoy pa to
Jaca
Yo estoy
Debajo del farol y tu?
Alex
Y la de la foto de verda q eres tu?
Betty
Si
Jaca
En q trabajas?
Betty
Gastronómica
Aquí en Guanabo.
(Reproducción de uno de los chats del parque Zapya)
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El sábado 30 el sol vuelve a desplegar su cólera como la gente sus ganas de comerse la playa, chorros incontenibles de familias y de amigos que culebrean y bullen en las calles, reprendiendo a los niños que se lanzan guijarros mientras los cangrejos conocedores de lo que se avecina ponen patas en polvorosa; chorros de familias y de amigos examinando los pertrechos en los bolsos, neveras portátiles atiborradas de cerveza, desfiles de bikinis y trikinis y ostentación de nalgas. Nalgas arrogantes o deprimidas que se apresuran ante el toque de un claxon. Padres que le brindan tragos de alcohol a los niños.
En vacaciones Guanabo no es un esparcimiento más, es un pedazo de identidad que se nos queda al desnudo, un pedazo de la nacionalidad, demostrando cuán simples, vulgares, desentendidos y felices podemos llegar a ser los cubanos. Demostrando cuán simples, vulgares, desentendidos y felices somos.
La invasión ocurre a un ritmo trepidante. El área de poca profundidad donde prefiere conservar su lugar Amalia rebosa de gente y, entre ellas, adolescentes que guerrean en pandillas tirándose amasijos de arena, por lo que El Rolo le ordena a su hermana que retroceda y mejor les vaya cediendo terreno.
A las diez de la mañana, por la ubicación en que desciende y fenece 474, que en una de sus intersecciones presenta un charco hondo con concentraciones de una espuma cetrina en la superficie, un hombre discute con una mujer y se lían a golpes. Un policía interviene expedito y reduce al hombre. So maricón, le dice la mujer luego, como victoriosa.
Otros hombres observan y otros hacen mofa. De ellos, unos cuantos que exhiben el Ireme tatuado en la espalda, el diablito que los identifica como ñáñigos. La época de playa es también una ocasión para que un hombre exteriorice que pertenece a una sociedad secreta Abakuá.
Después de que siento que he nadado bastante, solo trato de relajarme y flotar, pero tengo precipitadamente que evitar a una bicicleta acuática que alquilara una familia completa y que se lanzaba pedaleando hacia las demás personas. En la cubierta de la bicicleta, un mulato de carnes flojas se acuesta encima de una mulata y simulan que se aparean, el hombre realiza algunos embates y se detiene, y vuelve, muchas veces. Braceo hacia aguas más bajas, en dirección a El Rolo y Amalia. Los hermanos vigilan las proximidades como si se cuidaran de avistar la aleta de un tiburón que los acorrala. El recelo es, considerando el caso, una reacción muy natural. Una flotilla de heces navega a la deriva a algo más de un metro. Hay una mujer mayor y gruesa con una gran papada que a la sazón nos sonríe. Para Amalia, era muy elemental, aquella señora no hacía más que confesar su culpa.
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A las dos de la tarde hemos coincidido en que ha sido suficiente la dosis acuática y salimos a recorrer el otro enorme segmento sociocultural en que se divide la playa: la arena. Colosales extensiones de rocas que han sido desintegradas en minúsculos granitos por el ímpetu oceánico, y que ahora son el remanso de un sinnúmero de seres que de alguna forma también se están desintegrando por el ímpetu del tiempo y las circunstancias. Todo parece agitación, podredumbre, violencia.
En Guanabo la gente compra a los vendedores de meriendas y echa los desperdicios en la arena. Termina el almuerzo y echa los desperdicios en la arena. Hace el amor y echa los desperdicios en la arena. Pesca y echa los desperdicios en la arena. Una cabeza de tortuga carey —cuya captura está prohibida y sancionada por las leyes del país[1]— reposa en la arena. Los restos de una gallina degollada en algún rito yoruba reposan en la arena. Restos que se entremezclan y se fusionan con más restos infinitamente.
Hemos recorrido más de cien metros cuando nos encontramos con un altar en la arena decorado para un casamiento. Toda la pompa afectada. Todo el ritual cursi y medio sentencioso que puede acontecer de un momento a otro se disuelve en los funambulescos alrededores. Un policía le dice a un subordinado: Aquí, hay una boda aquí, hay que darle aseguramiento aquí.
Más lejos hay una increíble aglomeración, la mayoría hombres y mujeres negros que se abultan confusamente. Los que ven a distancia el desorden empiezan a inferir una bronca o un ahogado. Tirado en la arena, panza arriba, hay un negro cuarentón que tira patadas y puñetazos al aire cuando un oficial y un puñado de la multitud se le arriman. Como en otra latitud, como en Honolulu, un hombre usando un short con la bandera de Estados Unidos baila con un par de hembras que parecen muñecas inflables y que se menean sin misericordia, oyendo reguetón ante la desaprobación de las demás mujeres. Excepto de la loca de Dr. Seuss que entonces pasa repitiendo por el auricular una cosa que ella, su única interlocutora y más nadie, entienden y comparten.
[1] En el inciso B del artículo 51 que pertenece al Decreto Ley 164, indican que la captura o comercialización del carey, puede sancionarse con multas desde 400 hasta 4 000 pesos.