La continuidad dakota

    Al pie de la carretera había un arbolito de almendras de fronda tupida y debajo tres hombres blancos que rondaban los 50 años. Dos estaban sentados sobre piedras y uno, acaso el dueño de una casa rústica de madera que se veía a pocos metros de allí, apoyaba el trasero y la espalda en una silla de hierro cuyas finas patas posteriores parecían enterrarse lentamente en la tierra. Los tres llevaban sus respectivos nasobucos tumbados sobre el cuello, y estaban sin camisa en la vía pública. Tenían cierto aire de taberneras desnudas con pajarita. Y la ligera inclinación del hombre en la silla que se enterraba, cayendo sin caer hacia atrás, transmitía al Periodista esa inquietud ontológica o maniática que nos invade al descubrir algo fuera de equilibrio, zafado, desatornillado, a punto de desmoronarse. Uno de los sujetos tenía las piernas extendidas, y a unos centímetros de sus pies había una mano de plátanos burros, plátanos rebosantes, un par de ellos maduros, bien gozados, como si les hubiesen metido guata dentro. El Periodista les puso el ojo encima, los clasificó e hizo algunos clics gastronómicos y afectivos… pero los dejó pasar. Entonces, un motorista negro, también de unos 50 años, que venía en una MZ como a 60 kilómetros por hora, se detuvo y preguntó cuánto valía la mano. Durante el lapso bastante largo y absurdo en que el ruido de la moto no dejaba al hombre oír que la mano de plátanos burros no estaba en venta, al Periodista se juzgó severamente: por qué él no había inquirido antes por aquel producto alimenticio.

    Fue ahí cuando empezó a percibir algo. Y ese algo era que su cuestionamiento vibraba, como si fuera embajada o fantasma de un territorio que no conocía. Comprendió que aquello, en su interior, provocaba gravedad, colisión, resonancia. Vibraba como si se tratase de una pregunta muy vieja, una pregunta arquetipo rebotando elásticamente contra las paredes de una cueva o de un recipiente, buscando salir. Entonces se dio a la tarea de vestir tal resonancia, tal vibración, tal mensaje, y se dijo, tomando todos los riesgos, como quien mira una nube y ve un conejo igual que vería un caimán, que se trataba de la misma pregunta que se habría hecho un hombre dakota en el XVII luego de no haber atacado el primero a algún bisonte que encontró pastando solitario. Pongamos que aquel bisonte, en aquel invierno de hace 400 años, descuerado y descuartizado, habría servido de abrigo y de sostén alimentario a la familia del guerrero que sí tuvo la buena chispa de saltar enseguida sobre la presa y asestarle un bruto golpe mortal. El Periodista estaba seguro de que ahora había pensado como un dakota, pero como un mal dakota. Se juzgaba por no haber preguntado el precio de aquella mano de plátanos burros antes que el motorista, y esto, aun siendo un hombre del siglo XXI, al Periodista le pegó… Era como si algo lo lanzara —lo expulsara más bien— a vivir en el mito, o sea, en el pasado, y no en la realidad, en el presente. Y el Periodista quería vivir en el presente, no en el mito. ¿Se bien explica?, pregunta el Periodista.

    ***

    El plátano burro, o fongo, a saber, es una variante de plátano resistente a la sequía que en Cuba, antes de 1993, se usaba mayormente para consumo animal. Eso decían sus padres en 1993, aunque él también podría confirmar que en sus recuerdos el fongo formaba parte de un kit que incluía, digamos, la cáscara del propio fongo, hervida y aderezada con vinagre, como ensalada; la manteca de coco por manteca de cerdo o aceite vegetal; el congrí de maní; la verdolaga hervida en vinagre (también como ensalada), y ciertos plátanos enanos genéticamente modificados con sabor a desinfectante, así como desodorantes formulados a partir de jabones de donación humanitaria y detergente hecho a base de las cenizas del fogón de leña.

    A ese kit pertenecía el fongo, que sancochado no es tan consistente como el plátano macho ni como el platanito convencional, y cuya baja densidad nutritiva lo hace ideal, por ejemplo, para enfermos a quienes no conviene mucho el potasio (uno de los valores predominantes en la idea nutricional clásica del plátano). A quienes tienen problemas renales, de creatinina baja, y necesitan bajar la demanda de procesamiento de sus riñones, los médicos les dicen, si no encuentran qué comer para evitar o reducir el potasio, pues que coman plátano burro. El plátano burro hervido en la olla reina durante el tiempo que corresponde a la «Sopa» obtiene un sabor y una densidad cercanos a los del plátano macho. Se debe extraer inmediatamente porque si se cocina un poco más, en el agua todavía caliente tras apagar la olla, comienza a ponerse rojizo, oscuro, y gana un raro sabor a resina, a hiel, a cosa excretada, como si el plátano burro, pese a su férrea resistencia externa, fuera por dentro el más frágil de la familia, el de espíritu más sensible, ese a quien basta un empujoncito para matar.

    Todo lo antes dicho viene a ser el clic gastronómico que experimentó el Periodista en la viñeta anterior, mientras observaba la mano de plátanos burro a los pies de aquel buen hombre. El clic afectivo tenía que ver con aquellos tiempos de 1993, cuando su madre estaba viva y dirigía la siembra, apuntaba ciclos en una libreta rayada, vigilaba la luna menguante; cuando cultivaban la tierra; cuando por las noches un quinqué los iluminaba y hacían historias sobre un pasado de abundancia. El Periodista recordaba aquellos tiempos con afecto. La familia unida en aquellas noches sin futuro. La familia escuchándose a sí misma, como una familia dakota oyendo a sus muertos, salvándose con ripios de recuerdos que llegaban como amagos, como sombras en las sombras que temblaban en las paredes de la vivienda.

    ***

    Una amiga de la familia llamó por teléfono al Periodista y le preguntó si había estado usando la aplicación Transfermóvil. El Periodista dijo que sí, claro. Y ella que si entonces había usado ya TuEnvío para la compra virtual de productos en tiendas cubanas. El Periodista dijo que no. Que él no creía en la Empresa Estatal Socialista (EES). Que ese era un encargo que deberían dejar para los privados, al menos la transportación, porque no se librarían del robo de partes y piezas, del robo de combustible, incluso del robo de artículos comprados por los clientes, aunque en todo caso al Periodista le encantaría que la EES lograra algo así por primera vez. Sería mucho más barato, en todo caso. Ella asentía con varios «Uhmmm» hasta que dijo, bueno, que ella había encargado varios paquetes y que algunos habían llegado ya, que tardaban entre 10 y 15 días, y que de esa forma se ahorraba las colas. Todas las mañanas desde la cama —imaginó el Periodista—, ella revisaba TuEnvío para saber si había llegado pollo, si había llegado picadillo, si había llegado jabón. El Periodista le interrumpió y le dijo que, por favor, avisara si llegaba pollo. Ella le dijo que sí, y prosiguió. La última vez, contó, ella había comprado un paquete grande de detergente…, y de esa forma, insistió, se libraba de salir y contagiarse de coronavirus. Ella tenía que cuidarse por su edad, por su diabetes.

    El Periodista le dio la razón en todo, incluso fue más allá: evocó, gracias su memoria afectiva, ese momento en que llega algo inesperado a casa, un paquete de suministros, o de regalos, y admitió que eso representaría cierta alegría para él mismo. El Periodista se dio cuenta de que, en ese instante, imaginaba la alegría como un producto más. Con esa bolsa a comprar también compraría alegría…, por lo tanto, el Periodista concluyó que, sin saberlo, la mayoría del tiempo es un hombre triste, aunque se crea un hombre alegre. Anotó esa idea para un futuro desarrollo en la ficción o en la no ficción. Imaginó otra vez esa alegría. No solo no hacer colas, sino que te traigan la compra a la casa. En un país como Cuba algo así aún tiene sentido, esa alegría, porque es algo que sucede por primera vez.

    Foto: El Estornudo

    Poco antes él había invertido seis horas en buscar y comprar un paquete de culeros, y se había deprimido pensando en el futuro. Y ahora el futuro podría ser ese, una EES fortalecida, veloz, confiable. El Periodista colgó el teléfono. Abrió TuEnvío, creó una cuenta. Puso «culeros», pero no apareció nada; puso «pañales» y apareció un paquete para la primera etapa del bebé. No servían. Comenzó a pensar en productos que estaban acabándose en casa. Puso «pasta dental», nada; puso «dentífrico», nada. Concluyó que no había de eso. Puso «aceite» y aparecieron varios productos, desde aceite de oliva y aceite de soja hasta sardinas en aceite. Compró sardinas y aceite de cocina. Escribió «jabón»; compró jabones de baño y de lavar. Hacía esto llevado por un impulso; podía haber estado un buen tiempo cargando productos virtualmente, pero la página web solo permitía dos unidades por artículo. Buscó pollo y picadillo; solo encontró picadillo.

    La amiga de la familia había contado al Periodista que cuando sacan pollo se corre la voz; que ella misma sale al portal y comienza a dar voces a fulana, a mengana… Grita que sacaron pollo, y todo el mundo corre a comprar… Y ella se había dado cuenta de que le faltaba alguien; ese «alguien» éramos nosotros, se dijo el Periodista. Y fue por eso, se dijo, que nos llamó, para preguntarnos si estábamos usando TuEnvío. 

    ***

    El Periodista estaba tratando de que todas las luces, las cacofonías, las sensaciones se apagaran, y que solo una luz los iluminara a él y a Hegel. Pero leer en la cola de una tienda Panamericana no es fácil, y la realidad lo expulsaba a menudo de El espíritu del cristianismo y su destino, uno de los llamados textos de juventud de Hegel. Entrarle a Hegel, escuchar a Hegel, colocar sus soldados sobre la mesa y ver cómo jugaban entre sí dentro y fuera de su propio sistema (en las calles, en las calles de Santiago, en Cuba, en los otros países y en las ideas que había visitado) le estaba costando un mundo. No por la dificultad del texto en sí, sino porque antes de entender aquello tendría que superar algunas pruebas. La prueba de la cola: había llegado a las 9:40 am, luego de la repartición de tickets. Entonces debía estar pendiente de que no se marcharan quienes le antecedían sin dejarle una referencia clara. Para que eso no sucediera dedicó, antes de seguir con la lectura, unos minutos a adivinar quiénes eran, entre sus predecesores, los que no abandonarían el barco.

    Foto: El Estornudo
    Foto: El Estornudo

    Estaba el chico mulato y lisiado de 28 años a quien le lloraban los ojos al hablar; estaba el señor de 60, de camiseta y gorra azules; estaba el señor de 80 años, mestizo, de rasgos asiáticos. Se enfocó en esos tres. Estaban de alguna manera fijos, tenían un halo, un aura; parecían decididos como él a comprar lo que sea que hubiere que comprar. Quienes cruzaban la calle buscando los bancos y la sombra de los framboyanes amarillos frente a los cinco edificios 18 plantas de la Avenida Garzón, iban desertando, evaporándose a cada momento. No tenían la voluntad necesaria para permanecer; no tenían acaso esa vieja pulsión que persevera en el minuto que empuja a otro minuto, diciéndole a uno que, si llegó hasta aquí, si sufrió hasta aquí, por qué no llegar hasta allá, hasta el final, no importa cuán incierto, abstracto o vaporoso sea el final.

    Después de cuatro horas de pie el Periodista decidió cruzar la avenida vacía y encontró un triángulo de sombra bajo un gajo de un framboyán. Levantó la vista y calculó cuán breve sería esa sombra: desaparecería en menos de siete minutos, aventuró. ¿Cuánto tiempo más resistiría bajo el sol que llegaría después de esos siete minutos? Se sentó y sus piernas se aliviaron. Se inclinó hacia delante y al colocar la cabeza sobre sus brazos le alcanzó el sol en la nuca. Sobre la piel, no obstante, sintió un sol lechoso, enfermo, que no quemaba, que estaba en cama, aletargado, como el mundo entero, o en todo caso era un sol que quemaba menos que todo lo demás, como si la enfermedad fuese la medida remota de todas las cosas. Cerró los ojos y durmió hasta que un sobresalto eléctrico —esa especie de fuga eléctrica que despierta a los perros y los caballos— lo despertó. Vio que la cola se movía; cruzó la calle corriendo y ya no se sentó más. 

    Luchar contra la pulsión de encontrarle sentido a todo era otra prueba que debía superar el Periodista antes de poder quedarse a solas con Hegel. Aquella misma espera de pie durante seis horas, debía tener algún sentido. En un fragmento que releía una y otra vez porque se le escapaba, Hegel explica que «el principio de toda la legislación era el espíritu heredado de sus antepasados; el objeto infinito, la suma de toda verdad y de todas las relaciones». El espíritu era infinito, el hombre no. El espíritu, lo infinito, asignaba sentido. Los hombres —se refería por hombres al pueblo judío, a quienes no daba cuartel, con látigo shakespeariano, y al resto de los pueblos que los rodeaban— carecían de «contenido propio: son vacíos, sin vida; ni siquiera son algo muerto —son una nada—: son algo únicamente si el objeto infinito hace que sean algo; es decir, son algo hecho, no algo que es; son algo que no tiene ni vida, ni derechos, ni amor por sí mismo». El hombre inicialmente era… o a priori el hombre es… una cosa sin espíritu, una especie de caja vacía, un animal, una nada que no es. Esa nada, esa caja vacía, necesita un soplo, una especie de plantilla con límites, una ideología con cielo y con tierra, algo que le inyecte formato para ser, y a partir de ahí amar, sufrir, ser feliz, encogerse o expandirse. Esto a su vez quiere decir que el hombre no viene configurado, y que es en sociedad donde va asimilando misiones, fines, etc. El Periodista, en consecuencia, trataba de aplicarle plantilla y fin a su entorno. Iba del libro a la realidad, del libro al espíritu, como si aquella cola ofreciera necesariamente un ejemplo vivo, inmediato, excepcional que confirmaba su lectura. El Periodista recordó también un verso de Julio Cortázar que le gustaba: «Cuando la rosa que nos mueve cifre los términos del viaje».

     ***

    El Periodista recortó la punta del pomo de aceite y la colocó en la boca del molinillo de carne. Comenzó a darle a la manivela apretando la masa sobre la boca del molinillo con una cuchara de postre y funcionó: la masa salía hecha un cilindro compacto. Si usaba un cuchillo de mesa dejando crecer la masa unos 10 centímetros tenía una croqueta. Se emocionó. Llamó a su hija, a su mujer, a su papá, a su vecina; también llamó por teléfono a la amiga de la familia que le había recomendado comprar mediante TuEnvío, y esta dijo que le mandara una foto por WhatsApp. Esa misma foto la envió a un grupo que tiene con sus hermanos, quienes viven, la mayoría, fuera de Cuba. Uno de ellos —profesor de una universidad extranjera, pero que hizo dinero en Cuba vendiendo croquetas antes de decidir que aquello no era lo suyo— le dijo que las croquetas deben estar bien duras para que gasten menos grasa al freírlas, y se burló del invento diciendo que él solía hacer mil croquetas diarias en tiempos de carnavales sin usar ese accesorio.

    El Periodista había comprado cinco libras de masa de croquetas en un puesto de venta de la cafetería del estadio de béisbol «Guillermón Moncada». Estaban vendiendo el producto sobre una mesa escolar situada en la acera de la Avenida de las Américas. La mayoría de las personas se aproximaban y, cuando veían la pinta, pasaban de largo. El color de la masa era gris cadáver y no parecía tener carne, ni sabor. El Periodista le preguntó al vendedor si la masa era de pescado de agua dulce, y el vendedor dijo que no. Preguntó si se podría mezclar con sardinas y el vendedor dijo que era de pollo; su compañero de venta hundió su mano enguantada en la masa y sacó un hueso de pollo desnudo, como los huesos que se hallan en excavaciones arqueológicas. El Periodista miró la masa y vio también trozos de cuero de puerco. Asumió que mientras no fuera pescado de agua dulce aquello tendría arreglo. El vendedor dijo que la masa de croqueta aguantaba cualquier cosa. Tenía razón. Ya en casa el Periodista vertió una lata de sardinas en la masa, preparó un sofrito, y con la punta de la botella de aceite, adjunta a la boca del molino, logró extraer las croquetas ya amasadas, aunque no duras como decía su hermano experto en croquetas.

    Durante la crisis de los noventa su hermano ingeniero dejó el trabajo en la construcción de hoteles y se dedicó a hacer croquetas de yuca. El Periodista iba a su casa a comerlas porque sabían bien; eran reales, consistentes, parecían lo único firme y consistente en aquel universo que se desmoronaba. Su hermano era un sólido e imbatible tanque de guerra a quien todos querían arrimarse; junto a él se tenía la sensación de que se prosperaba: sus pulsiones eran contagiosas, o algo así. Un día, mientras vertía las croquetas sobre una sartén de malla, la grasa recibió un hilo de agua y chisporroteó y cayó en su barriga provocándole ardor, dolor, y enseguida un ataque de furia que no conocíamos. Esa furia que sorprende a quienes no conocen a fondo la vida más íntima de alguien y, por tanto, les cuesta hacer coincidir al sujeto alegre, ingenioso, con la bestia enloquecida que agarró lo primero que encontró —que por suerte fue un tablón— y le entró a golpes a todo lo demás: al fogón de keroseno, al recipiente que saltó derramando la grasa ardiente, a las bandejas de croquetas, a las macetas, a las paredes de la cocina. Todos miraban sin decir palabra, como se mira a un pequeño dios. El dios que sostenía el sistema en que gravitaban todos, y que ahora había perdido su propia órbita. Era también como uno de esos caballos enloquecidos a los que hay que dejar agotarse porque solo de ese modo vuelven en sí un rato después. El adolescente que era entonces el Periodista miró a quienes todavía observaban: la mujer del hermano; su suegra; el otro hermano, que masticaba una croqueta; su hija de cuatro o cinco años… (Alguien apagó la grabadora, o la grabadora se apagó sola). Y todos ellos parecían sentirse culpables, y parecían querer desaparecer poco a poco, transparentarse para que el hermano mayor del Periodista no sintiera vergüenza.

    ***

    El chico lisiado, que iba en chancletas, también estuvo cinco horas y media de pie. Sus extremidades superiores eran normales; todo en él, incluso su rostro común, ni feo ni atractivo, parecía elástico: una especie de contorsionista social capaz de entrar y salir de una guagua sin usar las puertas ni las ventanas. Esto parecía hasta que un cambio de posición o un reacomodo de su cuerpo evidenció algo especial, extraño, desequilibrado. Tenía la pierna izquierda unos ocho centímetros más corta que la derecha y en el extremo un pie desnudo, arqueado hacia dentro, como intentando pisotear algo. Durante aquellas horas de espera en la cola, mientras iban acabándose los productos en la tienda, el chico había usado brevemente la pierna izquierda para alternar la carga que solía llevar la derecha. El Periodista de alguna manera sentía en sus sienes la carga de aquella pierna… Hasta que un rato antes de entrar comenzó, definitivamente, a sentir un dolor de cabeza y la sensación de que su estómago se devoraba a sí mismo, y no pudo leer más.  

    El primer producto en agotarse fue el aceite de soja; luego, el jabón, y más tarde, media hora antes de entrar el Periodista, el desodorante. Esto último causó el mayor impacto. Un cadete del Ministerio del Interior salió de la tienda y dijo, con cierto aire de triunfo, de triunfo amargo —el triunfo amargo de un cosaco que dispara en la sien de su caballo cojo—, que se había acabado el desodorante. Y tras esta noticia se fueron el chico lisiado y el señor de 80 años. El Periodista había estado revisando las diferentes motivaciones que hacían permanecer allí a aquellas personas. La suya propia eran dos paquetes marca Pequeñín de culeros de Tercer Periodo de 15 unidades cada uno. Para su bebé. Pero en algún momento hacer una cola tan grande por 30 culeros le había parecido un exceso que podría acabar con él, con su carácter, con su tiempo productivo, con su interés por Hegel y el conocimiento en general. En la cuerda de ese exceso comenzó a proyectar un futuro de excesos similares, un país volcado a dedicar horas y horas no a su desarrollo sino a unir las puntas de una larga soga, una larga soga que se podría llamar «resistencia», «resistencia al enemigo», «resistencia, incluso, al enemigo íntimo». Una épica, empero, que no estaba precisamente en función de nociones vitales como la noción de hambre: el hambre mata, el hambre ciega, debilita, enferma y hace caer los dientes. No era esa la épica. En la tienda quedaban latas de sardinas y de atún, y la gente no las compraban. Era otra forma de épica, que le costaba identificar al Periodista. Y la incapacidad de comprender se le acumulaba dentro, tanto como las seis horas de espera, la pierna corta del chico, los 80 años del viejo, la dificultad de Hegel, la lenta resolución del futuro.

    El Periodista, derrotado, desmoralizado, abandonó la cola y se fue caminando unas cuadras hasta que algo lo detuvo, y este algo, huelga decir, era esa noción indescriptible que —comprendió— era la razón real, el denominador común de aquella cola. Logró, como un gran buque movido por mareas y corrientes profundas, volverse y regresar lentamente hacia allí. Hacia la cola.

    En efecto, cuando compró los culeros, junto con algunas latas de sardinas y de atún, confirmó que aquel no había sido su objetivo. Su objetivo era invisible, y estaba en otra parte. El tiempo empleado en la cola era un lazo que se arrojaba sobre alguna bestia imaginaria que cada quien se llevaría a casa y luego descuartizaría y despellejaría para tener carne y abrigo durante el invierno. Aquella gente tallaba una figura hecha básicamente de tiempo. Ese fin constructor, profundamente creativo, apostaría el Periodista, es el principio de todas las colas en su remoto país. Cuando vio al anciano de 80 años retirarse sin sus dos desodorantes, luego de una jornada entera en que ni siquiera almorzó, en que apenas pudo sentarse un rato, no leyó precisamente fracaso sino tranquilidad. Aquel señor acaso encontraría más adelante una cola donde proseguir la talla del Gran Monumento. Dígase torre, dígase oso totémico, dígase continuidad dakota.  

    ***

    Días después de su compra en TuEnvío el Periodista siguió intentando encontrar pollo a través del teléfono móvil. El jabón de lavar, importante para los pañales de su hijo, se había agotado. Buscó pasta dental, desodorante, pañales de la tercera y cuarta etapa. No había. Todavía no llegaba el encargo pagado anteriormente, pero quería asegurar el próximo ciclo de consumo. Comprar desde casa, usando un móvil, se repitió, poseía un extraño atractivo que superaba la gratificación de ahorrarse colas. Le gustaba pensar que podía hacer compras con su mando a distancia; era un poco la realización del viejo sueño de dominar el mundo. Miraba TuEnvío sintiendo ese raro movimiento: una especie de Vía Láctea, con sus lunas remotas, toda en función de él. La emoción radicaba acaso en sentirse muy pequeño ante aquel movimiento tan amplio.

     ***

    Lo que sucedió no debió durar más de dos minutos. A unos metros de la tienda Panamericana, más allá de la cola de las mujeres, el Periodista vio un viejo Chevrolet privado, de caseta destartalada y cama trasera oxidada, con cerca de una tonelada de huevos encima. Un par de hombres inyectados de… encendidos de… descargaba el suministro en ágiles viajes de ida y vuelta de unos 30 segundos cada uno. Lucían reconcentrados, activos. Tal energía, según el Periodista, podía estar ocasionada por un juego de figuras motivacionales, a saber:

    a) aliviar a la población en la actual crisis de abastecimiento: sentimiento de solidaridad que suele embargar a las personas en situaciones de causa mayor, como desastres naturales, etc.;

    b) obtener mejor remuneración (esos trabajadores recibían suministros de materias primas y ahora producirían quizá más de lo habitual), según las últimas resoluciones salariales que establecen una relación supuestamente estimulante entre generación de utilidades y salario;

    c) librarse de una cesantía gracias a la existencia de suministros;

    d) vender huevos por la izquierda, y ganarse algo extra con el desvío de recursos;

    e) y, por qué no, esa compleja resonancia semiótica que siempre genera un producto nuevo, y escaso, al proyectar simultáneamente un semillero de posibilidades y combinaciones virtuales entre las que se incluyen los incisos a, b, c, d.

    Entre dicho desgrane de posibilidades y figuras hubo algunas que el Periodista descartó desde el pozo de sus prejuicios y experiencias acumulados a lo largo de 41 años, y se concentró en el inciso d, que implicaba llamar a uno de los estibadores y proponerle comprar de trasmano al menos un cartón de huevos.

    Nada más pensar esto, se desplegó en la mente del Periodista una curiosa tropa imaginaria de policías que, de hecho, lo paralizó y lo hizo mirar hacia todas partes, a ver si en realidad alguien lo observaba e intentaba leer sus pensamientos.

    El sitio en cuestión tenía, además de condiciones favorables para la vigilancia, ciertas implicaciones alegóricas: se trataba de los alrededores del antiguo Cuartel Moncada. Los edificios que rodean la fábrica de panqués La Coronela, incrustada como cueva de hormigas en una cuadra de edificios adosados, son: al noreste, las cinco torres prefabricadas de 18 plantas de la Avenida Garzón, donde se podría instalar/desplegar cualquier tipo de observador electrónico o humano; en la acera del frente, el círculo infantil «Ana de Quesada», de una sola planta, con jardines, y ahora cerrado preventivamente por medidas anti-pandemia; al sur, las antiguas viviendas de madera que solían habitar oficiales del ejército en tiempos de Fulgencio Batista, donde ahora vive gente común potencialmente inclinada a la denuncia (por cualquiera de las motivaciones nobles o mezquinas que impulsan a dar parte a las autoridades de una venta o receptación ilegal), y detrás, el muro del Centro Escolar 26 de julio (Cuartel Moncada), con sus torreones y almenas desde las cuales cualquier vigilante podría dar la voz de aviso sin ser visto u oído por el Periodista.

    ***

    Humberto López tiene alrededor de 30 años, entre 1.65 y 1.70 metros de estatura, cierto aire de cautela muda (una especie de topo que sale, habla y se entierra), cierta actitud engolada que comienza en su voz y termina en una postura erecta, enérgica, de sota de cartas españolas. No está mal para alguien que divulga contenidos abstractos, poco divertidos y laberínticos como son las leyes y las normas que rigen el comportamiento de los ciudadanos. Es conductor y director del programa «Hacemos Cuba». Resulta bastante raro ser ambas cosas a la vez en la televisión estatal cubana, donde los conductores suelen ser rigurosos aparatos parlantes.

    Humberto López no divaga, no es cariñoso. Su sonrisa dura apenas tres segundos las pocas veces que sonríe, y esto puede ser descorazonador, como son la justicia misma, los salones desnudos y descoloridos de los tribunales, las togas mortuorias y apolilladas de los fiscales, los abogados y los jueces; como son los impersonales Ministerios, las impersonales Torres, el impersonal Infinito.

    Pero Humberto no se da cuartel, se esfuerza, se corrige, se aferra a esta oportunidad que le ha abierto la buenaventura, y eso acaso es lo único que no es descorazonador en su programa de TV nacional. En ocasiones hace preguntas herejes, incluso liberales, que despiertan la curiosidad liberal del espectador. En el programa del 6 mayo del 2020, por ejemplo, le preguntó con dinamismo de entrenador de aeróbicos a la vicefiscal de la República de Cuba, Alina Montesinos Li, que si no era contradictorio que la Fiscalía de la República de Cuba fuera a un tiempo juez y parte. Y Montesinos Li respondió que, aparentemente, sí.

    El Periodista cree que Humberto ha debutado como buen conductor de programas sobre temas jurídicos, y que muestra el acervo y la amable agresividad que debe tener un conductor para no parecer solo una cabeza parlante. Pero aun así se trata de un programa difícil de ver. No sana, precisamente, ni robustece, ni repara el espíritu, cree el Periodista. Su hipótesis es que hace falta alguna neurosis aguda o alguna otra causa específica para conectar con semejante narrativa. Y que todo el que no soporte ver este programa no debería cuestionarse tal incapacidad; en cambio, tendría que felicitarse, porque una persona sana, en paz consigo misma, no debería tener el más mínimo interés en él.

    Además de un estado neurótico grave, los motivos para interesarse por «Hacemos Cuba» estarían vinculados con la amenaza o la persecución del televidente por parte de algún vector de ley (estatal-escrita, popular-consuetudinaria), o con algún litigio entre personas naturales, o algún rollo de ocasión. Entonces vale preguntarse: ¿por qué «Hacemos Cuba» es ahora mismo un programa de alta prioridad? Lo cierto es que hay un rollo de ocasión: la epidemia de Covid-19, y el control estatal que la situación implica.

    Didier Cruz. Serie La Esperanza.
    Foto: Didier Cruz. Serie La Esperanza.

    La vicepresidenta del Tribunal Supremo Popular, Maricela Sosa, dijo en ese espacio que «se han realizado hasta la fecha mil 252 juicios orales, fundamentalmente, por el delito de propagación de epidemia; actividades económicas ilícitas; el delito de receptación, y otros asociados al irrespeto a la autoridad, como son el desacato y la resistencia». Y que de esas personas juzgadas un 82 por ciento han aceptado sus condenas sin establecer recursos de apelación, y que solo 14 personas han resultado absueltas por falta de pruebas.

    La campaña de persuasión punitiva que por estos días comienza con ciertos reportajes que pasan en los diversos noticiarios de la TV y termina en un programa como «Hacemos Cuba», hizo que el Periodista renunciara a proponerle una transacción deshonesta al estibador de huevos de la fábrica de panqués La Coronela. Por una extraordinaria alquimia, tosca pero efectiva, la intención de comprarle un cartón de huevos a aquellos hombres hizo pensar al Periodista, antes que en tortillas, revoltillos y flanes, en esos reportajes donde se multa y se encarcela a pobres diablos, en Humberto López y en «Hacemos Cuba».

    ***

    Hace apenas dos días, llegó la mortadella normada, racionada, a la casilla, y a propósito de ello el Periodista se sintió alegre, abstractamente feliz y reparado, pero al mismo tiempo sintió pudor de sí, sintió que estaba siendo domesticado por las circunstancias. No debería sentirse alegre por eso, sino indignado.

    Y conversó sobre ello con su esposa: «¿Te has fijado cómo es necesario ser infeliz, o no tanto como eso, sino ser nada, ser un mojón de calle, para de pronto… ¡tuff!… ser feliz y ser algo más que un mojón de calle, al grado de que de golpe sientes que coges color, un color que se irá apagando hasta que otro hecho te vuelva a colorear…, y que lo que cuenta es eso, ese momento de coloreo?» Ella asintió. El Periodista se puso de pie y prosiguió con ardor de tirano: «Si estuviésemos coloreados todo el tiempo seríamos infelices, y para tener color entonces demandaríamos de algo más fuerte, como las drogas fuertes o un viaje al cosmos». Su esposa asintió con algo de dudas; algo no le cuajaba, tal vez era una idea muy fuerte, la clase de ideas fuertes que dicen los idiotas o los emprendedores o los nuevos ricos, y comentó que a ella se le había olvidado que la mortadella existía, pero que esta caía ahora como un gol, porque ya se habían acabado los huevos, que era precisamente lo que estaban comiendo ese mediodía. El Periodista dijo que a él también se le había olvidado que la mortadella existía. «Qué fácil se olvida la mortedadella, ¿no?» Sí, volvió a asentir su esposa, y dijo: «Como que hay una especie de sistema nervioso central que te piensa, una especie de membrana que parece estar capacitada para mandarte un rescate».

    Y esa idea le gustó al Periodista, y se la robó para este texto. Y pensó nuevamente en aquel señor de 80 años que se alejaba para hacer nuevas colas, y que sin saber tejía, con su resignación, con su felicidad, una gran figura en otra parte, en otra dimensión. 

    ***

    A las cuatro de la tarde la mujer del Periodista salió el baño desnuda, plateada, con una toalla enrollada en el cabello, para avisarle que alguien lo llamaba por Amílcar desde la calle. Que fuera a ver. Ambos sabían que los únicos que suelen llamarlo Amílcar son los oficiales de la Seguridad del Estado. Habían venido por él. El Periodista comenzó a dar vueltas en la habitación. Algo le sucedía en el pecho. Una especie de calor, como si le bajara vinagre pero no cayera en el paladar sino directamente en las paredes de un estómago que estuviera a la altura del pecho. Al Periodista le cuesta llegar a las coordenadas de ese dolor y describirlo; es el mismo que sentía cuando se aproximaba un examen en la escuela primaria: su vida parecía depender de ello y se volvía leve, ingrávida, como si no le perteneciese a él, sino a los maestros, a los cirujanos, a los oficiales.

    Se puso una camisa y las chancletas. Hacía calor. Se fijó en algo que ponían en la televisión: el regreso de epidemiólogos e intensivistas y demás médicos cubanos desde Lombardía. Le pareció que su hija, vidente, lo miraba a los ojos y encontraba algo, una especie de piedra, y trataba de relacionarla con el nerviosismo que notaba en su padre. Le dijo por lo bajo que un hombre lo llamaba, y lo siguió con la vista. El Periodista dijo que sí, que a eso iba, mientras se abotonaba la camisa sin apuro. Entonces su padre entró y le dijo que pedían su carnet, y el Periodista reconoció que sí, que era evidente que necesitaban el carnet. Regresó a su habitación y recogió el carnet pensando que quizá sería bueno hacerle un breve repaso a la Ley de Procedimiento Penal y a los artículos referentes a las citaciones de las autoridades. No lo hizo. Le dio vértigo hacer esperar al oficial. No odiaba a los oficiales de la Seguridad del Estado. El Periodista recuerda haber pensado: «No odio a esta gente ni esta gente me odia a mí», y que era otra cosa, oscura, alta como una torre, como un monumento, la que los agarraba y los convertía en antagonistas.

    Conocía el artículo clave que siempre violaban y que esta vez ellos volverían a violar en nombre de la torre, del monumento. Cuando llegó a la puerta vio a un hombre alto, rubio, con nasobuco verde, vestido con un pulóver rojo y un pantalón verde Bangladesh. El verde le pareció obvio, pero no el Bangladesh. El oficial tenía unas hojas en la mano que al Periodista Independiente le parecieron una larga citación que debería firmar para luego presentarse en la oficina indicada. Había unos bultos en el piso.

    El oficial no era oficial sino un empleado de Tiendas Panamericanas; los bultos en el piso eran las compras hechas por TuEnvío. El Periodista se sintió feliz; lo mismo su padre, su hija y su mujer.  

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    Carlos Melián
    Carlos Melián
    Vive en Santiago de Cuba. Las congas lo hacen llorar. No tiene pasión por ningún deporte, pero es fan a Savón, a Rigondeaux (a quien una vez le picó un cigarro), y a Gabriel Pierre el gran pelotero. Cree que el verdaro cronista de la música cubana es Candido Fabré y no Juan Formell. Y que Cuba se divide en esos dos bandos, los de Fabré y los de Formell. A él le gusta más Formell porque tiene tendencias pequeñoburguesas, pero eso no quita que el tipo sea Fabré. Fabré forever. No fuma, pero es picador fula de cigarros. Le da ansiedad ver a una gente fumando, no es que sea un estafador, o que no se le pare.

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