Se me terminó la mermelada de higos. Hoy desayuné una tostada con aceite de oliva y una taza de té. La actividad de los gimnastas en la azotea de enfrente indica que tienen mejores provisiones que nosotros. Si esto fuera una película apocalíptica yo habría empezado a pensar hoy en cómo asaltarlos y quedarme todo lo suyo. Pero no conviene que olvidemos que todavía, por jodido que sea esto, Amazon Now, Mercadona y otros supermercados sirven pedidos a domicilio. Con retrasos, pero los sirven. Nuestro confinamiento en el mundo próspero y eficiente es, en ese aspecto, bastante llevadero. ¿Que eso podrá cambiar? Pues, claro. Y de ello he de ser consciente tanto yo como lo han de ser ellos, los que tienen mejor comida, ventanas de vidrio y momentos de descuido.
Porque nunca se sabe cuándo y cuánto podrán hundirse nuestro bienestar, nuestra seguridad y nuestra confianza.
Cuando HBO comenzó a emitir Chernobyl, la serie de Craig Mazin, en mayo pasado, me sentí conmovido hasta el tuétano por unas cuantas razones. Ninguna de ellas fue que imaginara que menos de un año después nos fuéramos a ver todos encerrados en el abrazo de oso de esta peste que mata día tras día y ha convertido a la raza humana en una subespecie de los tálpidos, taciturnas criaturas que viven bajo tierra. Tampoco alcancé a imaginar que yo iba a padecer el miedo que conocí de adolescente en el Moscú de principios de los 80, cuando parecía que un hongo atómico acabaría recortándose sobre el Kremlin e íbamos a morir todos. O cuando en 1986 reventó el reactor 4 de la estación nuclear de Chernóbil y nos fuimos enterando a cuentagotas de que aquello podía ser el fin. Al final, solo fue el fin de aquello.
Y pensé, naturalmente, en Svetlana Aleksiévich, la extraordinaria periodista bielorrusa, cronista excepcional del mundo soviético y postsoviético y autora de La plegaria de Chernóbil. Crónica del futuro. Ese libro fundamental, que inspiró a Mazin, llegó a la lengua española de manos de dos amigos muy queridos, Ricardo San Vicente, que lo tradujo, e Iván de la Nuez, que lo propuso a Casiopea. Años después a mí me tocaría encargarme de la traducción de El fin del “homo sovieticus”, el gran fresco de la transición entre dos mundos que publicó Acantilado y que va por su décima edición.
Después del fricasé de pollo que M. puso en la mesa esta tarde del que se enorgullecería el MoMA tanto como lo hice yo, me puse a hojear el libro de Svetlana sobre Chernóbil y recordé la pasión con que nos habló de él a Arcadi Espada y a mí cuando fuimos a visitarla a Berlín un frío invierno de hace dos años. La emoción con la que nos contó la manera en que le tocó enfrentar el reto de buscar una lengua que le sirviera para narrar algo que no había sucedido jamás. Por ahí anda la entrevista que le hicimos entonces. Y aunque no sea ese el caso ahora con la pandemia, porque sí hay precedentes de relatos desde la peste y estos días los repiten los diarios estupefactos: Boccaccio, Defoe, Mann, Camus…, la envergadura de la pandemia y la manera en que incidirá en la geopolítica, la economía y la sociabilidad futuras también nos pedirán una lengua en la que hablarle y hablarnos. Me estremece pensar que la hecatombe ha llegado en este momento preciso, en medio de guerras culturales por el patrimonio de la ñoñería y con la política de medio mundo envilecida por los populismos de derechas e izquierdas, ambos emulando en zafiedad y antiintelectualismo. Cabe preguntarse desde ya por el influjo que todo ello tendrá en los años que seguirán a este apocalipsis. Pero lo que te tocó, te tocó, ya se sabe, y habrá que salir de esto bien tosidos intelectual y moralmente para que ningún idiota nos venga a toser después su argumentario de quedada, mítin o asamblea celebrados bajo el paraguas populista.
Hace un año, cuando HBO embelesó al mundo con su relato de lo sucedido en Chernóbil y una parte del planeta aquellos días terribles de 1986, llamé a Svetlana a su apartamento de Minsk para hablar sobre su percepción de la serie. Al término de la conversación que publicó Fashion and Arts Magazine le pregunté, aún incapaz de prever lo que sobrevendría tan pronto: “¿Cómo podemos aprovechar este súbito y global interés en Chernóbil?” A lo que ella, con esa voz profunda que solo puedo adjetivar como soviética, me respondió: “Cuando pensamos en Chernóbil nos situamos más allá del bien y del mal, está más allá del Holocausto o la guerra, porque es algo con lo que tendremos que convivir durante millones de años. Seguramente necesitaremos una nueva escala de valores, una nueva relación del hombre con la naturaleza, con la inteligencia artificial. Alcanzar un equilibrio entre nuestro potencial tecnológico y nuestras normas morales. Es una tarea para filósofos, sociólogos, artistas…”
La pandemia es un problema de sanidad pública, principal y urgentemente. Pero su cola será más larga que la del más grande de los dragones chinos (no pun intended!) y habrá que ponerse a pensarla desde ya , antes de que también se pierda esa batalla, la de la razón. Como habrá que ponerse a hacer gimnasia, que no será fácil saquear las casas de esas recias mujeres y esos tipos vitaminados que se ejercitan ahí enfrente con sus despensas llenas de tofu, que les dejaré magnánimo, y jamón de bellota, que les arrancaré de sus manos implorantes y ojalá que bien lavadas con jabón.
L. llamó ahora para decirnos las ganas que tiene de que nos sentemos juntos a fumarnos un porro. Nunca le perdonaremos este encierro a la pandemia. ¡Nunca!