El abogado de Arrás, el ciclo inútil y los muchachos del otro lado
Dice Slavoj Žižek, ese señor que escribe sobre tantas cosas, que Maximilien Robespierre era «una persona amable y cortés que ocultaba una cruel determinación, fría como el hielo, que solo asomaba a sus ojos verdes». (Cuando leí esta última subordinada recordé el elogio de Roland Barthes a «los bellos ojos» de Ignacio de Loyola). El pensador esloveno, tan dado a bandejear teorías como se ofrecen langostinos y dados de queso azul en una recepción de caché, no puede ocultar su admiración por el abogado nacido en Arrás que propulsó el uso de la guillotina.
Žižek critica que quienes sostienen (sostenemos) una actitud liberal se quieran quedar con 1789 pero no con 1793; con esa Revolución sí, pero con el Terror no, con las reivindicaciones esenciales de ese fenómeno político y social sí, pero no con «el modelo estatalista-revolucionario inaugurado por los jacobinos». Es de los tantos que no ven nada malo en las miles de cabezas cortadas en apenas dos años. Para ello ha escrito su libro Robespierre. Virtud y terror, una evocación del líder francés que busca revalorizar lo que llama «violencia divina», en dos palabras, la reacción agresiva de los pobres contra los ricos, sea cuando la multitud asaltó la Bastilla y colgó las cabezas del marqués de Launay, gobernador de la Bastilla, y de Jacques de Flesselles, el preboste de los mercaderes de París, en sendas picas, que cuando no hace tanto una muchedumbre bajó de las favelas de Río de Janeiro y se lanzó a saquear e incendiar supermercados, «como la langosta bíblica, castigo divino por los pecados de la humanidad». Al hombre le gustan las parábolas, que no haya duda alguna.
A Žižek le molesta que hasta la izquierda radical se avergüence del legado jacobino, le agrada que el principal impulsor de la guillotina sea un sujeto intachable, insobornable, no por gusto llamado «el incorruptible» —especie de tatarabuelo francés del Che Guevara—, y sobre todo dedica buena parte de su ensayo a equiparar las acciones sangrientas de los revolucionarios con la aplicación de la justicia burguesa. «Los pueblos no juzgan como los tribunales; no formulan por escrito sus sentencias; lanzan rayos; no condenan a los reyes, los vuelven a hundir en la nada; y esa justicia vale tanto como la de los tribunales». La cita proviene del discurso de Robespierre en el que fundamenta el no-juicio a Luis XVI y su condena expedita al patíbulo.
No habrá aquí debido proceso ni presunción de inocencia ni defensa ni atenuantes ni derecho a apelación. Lo que Robespierre consigue es anular cualquier procedimiento del derecho romano para conducir al encartado a una muerte que consideraba necesaria para que la Revolución se consolidara. Para ello, una vez más, acude la figura efectista, utilitaria y resbalosa de «el pueblo». «Aquí no se trata de llevar a cabo ningún juicio. Luis no es un acusado; vosotros no sois jueces; no sois y no podéis ser otra cosa que hombres de Estado y representantes de la Nación. No tenéis que dictar sentencia a favor o en contra de un hombre, sino tomar una medida de salud pública y ejercer un acto de providencia nacional». ¿Te suena, lector?
La Patria en peligro echa por tierra cualquier simulacro de justicia tradicional. El pueblo y la Revolución están por encima de todo lo demás. «El terror no es otra cosa que la justicia rápida, severa e inflexible; emana, por lo tanto, de la virtud», palabras del astro del jacobinismo que Žižek cita a placer. Así que el muerto al hoyo y el vivo al pollo. El futuro será, pues, luminoso.
Pero el filósofo esloveno no ha sido el primero ni será el último en dejar en claro su admiración por Maximilien Robespierre. Es aquí donde el asunto se nos vuelve cercano. Tras la aventura del cuartel Moncada (iba a escribir «la gesta»; así de anclados están los clichés grandilocuentes del lenguaje), Fidel Castro cumple su condena (iba a escribir «pena», pero «penar» es un verbo rococó) en el presidio Modelo de Isla de Pinos. Allí lee a Romain Rolland, Maurois, Turguénev, Thackeray; estudia a fondo El Capital, se adentra en la biografía de Shakespeare escrita por Víctor Hugo, devora casi todo Dostoievski, entra en Freud y en la Crítica a la razón pura, de Kant; se entrega a Napoleón, quien le fascina («Qué grande con sus enemigos», apunta); lee El Estado y la Revolución, de Lenin, Vidas paralelas, de Plutarco, las cartas de Antonio Maceo… Lo que nos llega de él tras concluir Diario de la revolución cubana, de Carlos Franqui, es un Castro más calculador que levantisco, más intelectual que aquel que muchos conocimos durante décadas.
Y es gracias a las cartas que cruzó con Naty Revuelta, con quien luego tendría una breve relación y una hija, que nos enteramos de su rutina, de las charlas políticas con sus compañeros, de los dos baños que se daba al día, del jamón que su hermano Ramón le envió desde Santiago de Cuba, con el que se preparó un bisté con jalea de guayaba; sabemos del potecito con ruedas de piña en almíbar que le regalaron sus seguidores, de los espaguetis con calamares rellenos que se preparaba, del café caliente en un termo que le mandaban «los muchachos del otro lado» y de los tabacos H. Upmann que le hizo llegar el Dr. Miró Cardona. El olor a cesarismo empieza a coger cuerpo. Solo le falta consignar que dispone de una vajilla alegre para completar el relato de aquella pachanguita pinera que, a partir de 1959, no les permitirá a sus opositores.
La comunicación con Naty es profusa. Ella le envía las obras de Erasmo de Rotterdam, las biografías escritas por Stefan Zweig y quiere mandarle un tocadiscos; él le pide las obras completas de Martí. Ella le incluye recortes de prensa dentro de sus cartas y él le habla del más conocido de los revolucionarios franceses.
«Robespierre fue idealista y honrado hasta su muerte —escribe el 23 de marzo de 1954—. La revolución en peligro, las fronteras rodeadas de enemigos por todas partes, los traidores con el puñal levantado a la espalda, los vacilantes obstruyendo la marcha; era necesario ser duro, inflexible, severo; pecar por exceso, jamás por defecto cuando en él puede estar la perdición. Eran necesarios unos meses de terror para acabar con un terror que había durado siglos. En Cuba hacen falta muchos Robespierre».
Aquí anticipamos el culto macho a la intransigencia al que me referí en Letras Libres tras las protestas del 11 de julio de 2021, que en breve cumplirán su primer número redondo. Antonio Maceo, Maximilien Robespierre y la intransigencia como atributos revolucionarios. Poco más de un año después de la expresión contundente «En Cuba hacen falta muchos Robespierre», Fidel Castro es amnistiado y anuncia que prepara las maletas para marcharse de la isla. «De viajes como este no se regresa —advierte—, y si se regresa es con la tiranía decapitada a mis pies».
La estela del relato projacobino es extensa en el líder de la Revolución cubana. No tenía todavía 30 años en el momento en el que escribió aquel elogio a Robespierre y cinco décadas después, casi en el final de su vida, conservaba su admiración. «[Eduardo] Chibás parecía más bien una especie de Robespierre que chocaba sinceramente con la corrupción y los vicios reinantes en el país», le dice a la periodista Katiuska Blanco en el segundo tomo del libro Fidel Castro, Guerrillero del tiempo.
Uno de los tantos puntos que unen a ambos abogados —además de la pasión por los discursos y la juventud con la que comenzaron a castigar a sus enemigos— es el descreimiento total en la justicia y la política tradicionales. Justo cuando por fin se decreta el derrocamiento de la monarquía de Luis XVI, el 10 de agosto de 1792, surge el dilema de decidir la suerte del rey. Como era de esperar, muchos proponen que se le abra un juicio, pero Robespierre se opone con el argumento de que Capeto está condenado de antemano. «No tenéis que dictar sentencia a favor o en contra de un hombre, sino tomar una medida de salud pública y ejercer un acto de providencia nacional», asegura en su célebre discurso del 3 de diciembre de ese año. Se imponen el cuidado de la salud y el peso de la providencia. Es más, Robespierre dice sentir vergüenza de que en la Convención haya debate por culpa de «argucias constitucionales».
«Luis debe morir para que la patria viva», sentencia.
Con el mismo tono se pronuncia Fidel Castro cuando le relata a Katiuska Blanco las horas posteriores a la muerte de Eduardo Chibás en 1951. Consciente del valor mediático de la multitud que se aglomeraría en el sepelio, el joven propone a los líderes ortodoxos conducir el féretro desde la escalinata de la Universidad de La Habana hasta el Palacio Presidencial, donde la multitud se haría notar de manera violenta y provocaría el derrocamiento del Gobierno. Pero su propuesta de nueva toma de la Bastilla no tiene éxito; según Castro, sus interlocutores creían que era una locura. «Pensaban seguir la rutina: convocar unas elecciones y después otras, y así, interminablemente, continuar el mismo ciclo inútil, por ambiciones presidenciales y otros intereses a mil leguas de la realidad».
Durante décadas Fidel Castro dio todo tipo de muestras de su rechazo al «ciclo inútil» de la democracia, las elecciones y la justicia. «Me dije: cuando el momento llegue hay que barrer a toda esta gente y tomar el poder, pero hacerlo con las masas, revolucionariamente, no constitucionalmente».
Entre esta idea del descreimiento de los mejores valores de Occidente y la que justifica guillotinas y paredones, cacerías y largas condenas porque el país está acechado por un enemigo exterior, se tejen las alianzas entre los dos abogados que llegaron muy jóvenes al poder e impusieron sus convicciones y su mano dura.
Lo otro es la cantidad de intelectuales que han sucumbido al relato projacobino, como si la opción radical fuera el único pilar de la Revolución francesa, y que todavía justifican el terror como reacción al peligro que viene de afuera.
Ahí están historiadores como Albert Soboul, quien ve el régimen de excepción, los tribunales populares, las requisas por el bien colectivo, la pena de muerte a los acaparadores, la autoridad del Estado y el Terror como «un instrumento de defensa nacional y revolucionaria contra los rebeldes y traidores». O Peter McPhee, otro de sus biógrafos, quien asegura que al abogado «le espantaba matar» y lanza una pregunta que él ha respondido en las entrelíneas de su libro: «¿Fueron las restricciones de las libertades individuales y las detenciones y ejecuciones masivas (…) el precio que hubo que pagar para salvar la Revolución?» También está Jeremy Popkin, quien estima que, tras ser guillotinado, Robespierre se transformó en el dictador que nunca había sido. En esa cuerda está Slavoj Žižek.
Todos han querido ignorar que Robespierre no soportaba que nadie difiriera de su manera de pensar, que depuró las filas de los jacobinos con el pretexto de que atentaban desde adentro con la Revolución; que terminó por configurar el Tribunal Revolucionario a su medida, que se deshizo poco a poco, no solo de sus rivales políticos, sino de sus más destacados compañeros de lucha. Asesinado Marat por mano de Charlotte Corday, cayeron Danton, Desmoulins, Hébert y otros tantos para que el líder colocara a su lado, como sostiene G. Lenotre, a una hornada de corrompidos, exagerados e indulgentes, quienes son, a fin de cuenta, los tres tipos de sujetos que sostienen a cualquier revolución devenida Estado totalitario. «Quería a su alrededor subalternos; iguales, no, y no tenía un solo amigo», leemos.
Concluyo esta turra con un regreso al ensayo hagiográfico de Slavoj Žižek. Cambian las tornas, la oposición moderada se crece y Maximilien Robespierre intuye que le llegó la hora. La máquina que tanto alimentó se apresta a recibirlo, a él y a los más notables de sus turiferarios. Según Žižek, el líder está sereno porque no le tiene miedo a la muerte. Goloso de referencias textuales, el esloveno sucumbe a la idea que, desde que Jesús fue crucificado, necesitamos hacernos del héroe y de su entereza moral. Así, cita las supuestas palabras del más grande de los jacobinos: «¿Qué me importa el peligro? Mi vida pertenece a la Patria; mi corazón está libre de miedo y si debo morir lo haré sin reproche y sin ignominia».
Pathos a granel. Pero Slavoj no termina ahí y compara la firmeza y la intransigencia para consigo de Robespierre con la reacción enérgica de Mao Zedong ante la amenaza atómica de EE. UU. en 1955, así como con la actitud de Ernesto Guevara cuando llamaba a todos a no amilanarse en plena Crisis de los Misiles, cuando cabía la posibilidad de que Cuba fuera borrada del mapa al inicio de una nueva guerra mundial. Ante esos orgasmos sucumbe Slavoj Žižek, un adorador de extremistas que aplaude la necesidad de «despreciar la particularidad estúpida de la propia existencia», que no es más que el menosprecio al valor de la vida del otro.
Aquí acaban las disquisiciones y empieza la Novela. Žižek relata la escena de la ejecución de Robespierre: poco antes de ser colocado en la guillotina, el verdugo se da cuenta de que su cabeza no entrará como se debe en el cepo y le retira las vendas que cubrían las heridas en su mandíbula. Maximilien emite un enorme grito de dolor que mantuvo hasta que la cuchilla le cercenó el cuello. A Žižek le incomoda que esta escena haya sido vista durante más de dos siglos como el aullido del cuerpo de un hombre simple cuando las fuerzas del mal terminan por abandonarlo, segundos antes de la muerte. Le da rabia que, con esta humanización de Robespierre, pierda fuelle «la encarnación de la virtud revolucionaria que representaba», por lo que el líder del sanedrín revolucionario francés se convierte, dice, en «un miserable ser humano aterrorizado».
Sin embargo, de lo que Žižek no ha querido hablar es de que antes de esas vendas Robespierre se había disparado, según varios historiadores que se oponen a la versión de que recibió un disparo de uno de los gendarmes que le dieron caza. De acuerdo con G. Lenotre, al enterarse de que el Ayuntamiento de París había sido tomado por sus perseguidores —su hermano se ha lanzado al vacío desde una ventana y Saint-Just se ha entregado—, Robespierre se descerraja un tiro que le perfora la mandíbula pero que no lo mata. Así permanece durante toda la madrugada, tendido sobre una tabla, como en el cuadro del ruso Valery Jacobi, rodeado por algunos de sus amigos, también caídos en desgracia, y por sus carceleros, «sus aduladores de ayer», quienes no paran de increparlo. A la mañana siguiente, un par de médicos lo lavan, lo revisan, extraen un fragmento de hueso y varios dientes, pero no hallan la salida de la bala. No podía hablar. Dicen que, al llegar a la Consergerie, pidió un pedazo de papel, pero no se lo entregaron. La historia está plagada de confesiones que nunca llegaron a escribirse.
Poco después, él y sus 21 compañeros fueron conducidos en tres carretas al cadalso en la plaza de la Revolución. El populacho estaba exultante. «En todas las ventanas abiertas había cabezas risueñas», apunta Lenotre. El historiador no se separa mucho de la versión clásica de la entrada de Robespierre en la guillotina. «Cuando, para descubrirle la nuca, los verdugos arrancaron el vendaje que le envolvía toda la cabeza, se oyó un rugido de dolor tan estridente que aterró incluso a quienes se hallaban situados en los extremos de la plaza, y Robespierre apareció por última vez, cubierto de sangre, con la boca abierta y la mandíbula colgando».
El dolor de ese aullido espantoso proviene de la herida que vino después de su intento de suicidio. Pero de esto Slavoj Žižek no ha querido acordarse. Los tipos duros ni lloran ni se quitan la vida.
Bonus Track:
Hablando de revoluciones, hace unos meses, de visita en Guadalajara, descubrí a 200 metros de distancia una cabeza enorme plantada en medio de una calle. Parecía como si emergiera de un pantano o de una charca en calma. Quizá por eso, a pesar de que tiene los ojos cerrados, no me transmitía paz.
Así y todo me acerqué. Por un momento pensé que se trataba de una de las conocidas cabezas de bronce del catalán Jaume Plensa. La sorpresa llegó cuando supe que su autor, José Fors, para mí desconocido, nació en La Habana, pero huyó de la isla con su familia en 1960 cuando apenas tenía tres años. El exilio es también una revolución, un modo de vivir después de haber sido, de cierta manera, guillotinado.
Palpé la textura de aquella pieza con la yema de los dedos, le di la vuelta, descubrí una escalera y subí, no sin miedo, sus cuatro o cinco escalones. Arriba encontré un arbolito plantado y un par de niños que habían subido por la novelería del explorador. A mí, sin embargo, me dio la sensación de que me hallaba sobre un podio, en un atrio, ante unos micrófonos, presto a soltar un discurso sobre la virtud y el sacrificio. Pero si nunca me he subido a una tarima a arengarle a la masa inflamada, tampoco creo que a estas alturas lo haga.
Por suerte los niños se aburrieron y me dejaron solo. Yo solo dentro una cabeza destazada, solo con mis pensamientos, aunque apenas un rato, que tampoco hay que exagerar.
Entonces regresé a pie de calle y seguí viviendo. Fue ahí que recordé un hermoso verso de Reinaldo García Ramos: «y será mi descenso más agudo / que la angustia de un decapitado».
Excelente artículo, Gerardo. Muy interesantes las conexiones que estableces entre Robespierre y personajes de nuestra historia, no solo de la más reciente, sino de las guerras de independencia de la isla. Cuba ha sido nido de caudillos desde entonces. ¡Ojalá Dios y nosotros podamos librarnos algún día de ese mal!
Muchas gracias, Sergio, por tu lectura. Un abrazo.