No puedo echar de menos lo desconocido

    El 25 de julio de 2024, durante mi penúltima noche en Cuba, cuando disfrutaba en Matanzas de la pieza teatral «El Baracutey», del grupo El Portazo, recibí un mensaje de texto. Anunciaba lo que mi cabeza había anticipado hacía años. Mi padre biológico, finalmente, había muerto. Si recreaba la posibilidad, pensaba, sobre todo, en cómo reaccionaría a la noticia. Ese señor había abandonado a mi madre con pocos meses de embarazo y se había marchado del país cuando yo tenía 11 años.

    Si llevo su apellido en mis documentos cubanos es porque mi madre, tres años después de haberme dado a luz, lo llevó a un proceso conocido como «juicio de filiación» en el que, sin muchas complicaciones, demostró que él era mi padre biológico y que, por lo tanto, yo debía tener su patronímico. Antes de eso, nada. Después de eso, 30 pesos mensuales que mi madre puso en una cuenta de ahorros para cuando yo creciera.

    En 1988, un día antes de marcharse del país, unos oficiales de migración —previa consulta con mi madre, quien debía firmar algunos documentos con los cuales asumía el 100 por ciento de mi patria potestad—, me llevaron a la oficina donde él iría a recoger su pasaporte y permiso de salida y allí le preguntaron si no se despediría de la hija que dejaba atrás. Él respondió: «un día de estos», y la oficial, en absoluta complicidad con mi madre, le dijo que ese día había llegado. Me hizo pasar y me sentó a su lado. Él nunca me había visto y tampoco tenía intención de hacerlo. La oficial arremetió: «¿no besa a su hija?» Él se volvió hacia mí en modo autómata, cumplió la orden (del otro lado de la mesa lo esperaban sus documentos para dar el portazo de Noro, el mal padre) y preguntó si podía largarse.

    Mi madre me mandó a la cita con una caja de chocolates polacos que llamaban — muchos años después lo aprendí— «bombones rellenos de leche de pájaro». Esperé, con mi caja blanca y sellada y con un gorrión de papel, las muchas horas que tardó en llegar el señor que luego no me miraría. Un gorrión regordete de papel, sí, era perfectamente metonímico. Mi madre no reconocía el símbolo, no lo había hecho a propósito, pero cada pieza encajaba en aquella tarde de abril.

    ***

    Veintidós años después ya estoy en Nueva York, haciendo mi doctorado y dando clases de español al menos en cuatro instituciones distintas. Así sobrevivo y mando dinero a mi abuela, a mi madre, a mis tías. Uno de esos días, en plena vorágine, recibo la llamada de una de mis primas paternas (siempre tuve relación con mis tías y primos paternos) donde me dice que mi padre, quien residía en Miami desde el beso forzado y gélido de 1988, quiere contactarme.

    Le pido unos días a mi prima para pensarlo y termino por responder que sí. Mi prima ha insistido en que cada historia tiene dos versiones y que debo escuchar la suya. Le digo a mi prima que estoy de acuerdo y pongo una sola condición para el encuentro, que sea en un lugar público. Que sea en Books&Books, en Coral Gables, uno de mis sitios favoritos de Miami. Mi país de libros. Uno del cual no pudo desterrarme el abandono de mi padre; más bien me catapultó a él. Uno donde él pudiera sentirse incómodo y extranjero.

    Pasan las semanas que deben pasar para que yo pueda viajar hasta la Florida y finalmente llego al adorable patio de Books&Books. Tomo un libro, veo letras sin leer nada. Pido una limonada. Quisiera tener bombones rellenos de leche de pájaro, pero la limonada acompaña igual. En definitiva, ahora tengo casi 33 años y nada puede dañarme. No al menos como en 1988. O eso cree saber quien nada sabe.

    Él llega, se acerca casi eufórico, me besa (¡me besa voluntariamente!) y me dice que soy bella, que soy su hija, que soy idéntica a sus hermanas. Lo de bella lo desecho, lo de ser su hija hace que me muerda ya en la punta de la lengua un «manda pinga el tipo este», y lo de idéntica a mis tías —especialmente a una, la que más me amó— lo he sabido desde siempre.

    Nos sentamos y espero a que inicie su diatriba. Espero los varios perdones que debería pedir: uno con 33 años de retraso (nacimiento y categoría de bastarda adjudicada de inmediato), otro con 30 (juicio de filiación en el que negó rotundamente su paternidad y pagó a falsos testigos para que dijeran que habían tenido relaciones sexuales con mi madre en el mismo período que él), otro más con 22 (aquel beso que humilló a la niñita de la caja de bombones más que su ausencia plena). Pero no sucede.

    Cuando decide decir algo al margen de mi falsa belleza, su paternidad biológica admitida y nuestros parecidos, dice que él siempre le explicó a mi madre que no quería hijos y que él era una persona casada, lo cual no fue un obstáculo para sostener con mi madre una larga relación de más de tres años. Lo miro sin apartar la vista de su rostro ni por un segundo. Lo reto, le doy una respuesta condescendiente, intelectual, grosera. Una respuesta para adolescentes que aún no han leído El hombre y la mujer en la intimidad, de Siegfried Schnabl. Le explico, en fin, dónde poner la savia de la procreación cuando no se desea continuar la estirpe.

    Se ríe y de inmediato pasa a contarme sobre sus nuevas amantes. En ese momento es un hombre de 67 años, sigue casado con la misma señora a quien engañó con mi madre y con tantas otras. No ha crecido nada, no ha aprendido nada, no ha sido responsable de nada, ni siquiera del dolor de 260 libras que tiene enfrente. Nos despedimos en algún punto de la tarde en la que solo habló de su maravillosa vida recargando vending machines en Miami y de sus novias jóvenes y de cómo seguía siendo un cabrón (sus palabras de gloria y no de vergüenza). Yo regresé a Nueva York con su contacto guardado en el teléfono como «Padre».

    Al estéril encuentro siguió una serie de esporádicas llamadas en las que cada vez se repetía el siguiente ritual: «hola, soy yo, tu papá, ¿por qué no me has llamado?». Frente a la misma pregunta absurda, generé una respuesta mecánica, defensiva, presa del esfuerzo por ocultar mi rabia: «mira, estoy estudiando y trabajando mucho. Además, ¿no crees que bien pudieras compensar 33 años de ausencia con la iniciativa de tus llamadas?» Silencio suyo y posterior contrataque: «mira, te paso a mi esposa para que la saludes».

    Yo saludaba. Fin de la tortura.

    Así pasaron algunos meses en los que nunca lo llamé, pero comencé a ordenarme pizzas a las 11 de la noche y a tener pesadillas y a ganar peso, mucho más peso. Así llegó el verano de 2009 y también una epidemia de fiebre porcina a New York y todo bien cáustico en las noticias nacionales y el contacto «Padre» que no aparecía en la pantalla del teléfono. Hasta que semanas después, a fines de agosto, reclamó por qué no lo había llamado en su cumpleaños. Ese día no quise hablar de Siegfried Schnabl, ni de las fiebres que no cuidó, ni de las mentiras que hube de decir en las escuelas primarias, secundarias y hasta en el preuniversitario cuando tuve que llenar los datos del padre o avisar para que se presentara en las reuniones.

    No anudó las pañoletas; la roja, la azul. No puso el monograma de la vocacional, no estuvo cuando me entregaron el diploma de «pionera modelo», u otros por ganar concursos de Historia, de Español, de Inglés, de Literatura. No le dije que no cargó mis maletas de palo para las escuelas al campo ni tampoco que no limpió las botas fangosas los domingos en la visita. No le dije cómo, ridículamente, le eché de menos aquel día del verano de 1994 cuando mis amigos y yo, luego de meses de estudio infatigable, fuimos a ver las carreras universitarias que nos habían asignado y yo obtenía el concurso para Letras, mi primera y bien competitiva opción. Algunos de mis amigos fueron con sus padres. Yo fui sola y sola marché a mi casa para compartirlo con una manada de cinco mujeres que dieron saltos de alegría y temor por mi futura vida en La Habana. Suya era, en realidad, esa pequeña victoria.

    Nada. No dije nada. Solo sentí un vapor en el rostro, un vapor de 33 años de orfandad y le grité: «¡ni te llamé ni te llamaré jamás!» Tiré el teléfono y eso fue todo, hasta el 25 de julio de 2024.

    ***

    Estoy disfrutando una obra de teatro a la que me han acompañado mis tías, dos de la manada de cinco. En el intermedio, les digo: «Ha muerto O.».  Mis tías no saben qué deben hacer. Yo tampoco sé. Les digo que voy al baño y me pierdo rumbo a los camerinos. Cuando me doy cuenta, ellas han aparecido a mi lado y cada una me toma una mano. Estoy llorando, pero no es dolor. Es rabia. La rabia de agosto de 2009 o de abril de 1988 o de una fecha anterior a mi propia existencia.

    Les digo a mis tías que estoy bien. Que solo quiero ir al baño y sus ojos delatan mi incertidumbre. La ausencia de manuales que enseñen qué sentir en estos casos. La respuesta, sin embargo, me la había dado un amigo durante el primer año de la carrera. Un día, llorando, le conté de mi orfandad y respondió: «¿cómo puedes echar de menos lo desconocido?»

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