Algunas reflexiones en torno al sapo común

    Antes de la golondrina, antes del narciso y no mucho después de la campanilla de invierno, el sapo común saluda la llegada de la primavera a su estilo, que consiste en emerger de un agujero bajo el suelo, en el que ha estado enterrado desde el otoño anterior, y arrastrarse tan rápido como pueda hasta el charco más próximo. Algo —algún tipo de vibración en la tierra, o quizá simplemente un aumento de unos pocos grados en la temperatura— le ha dicho que es hora de despertarse. Aun así, parece que algunos sapos se quedan dormidos y se saltan un año de vez en cuando; al menos yo he desenterrado alguno más de una vez, vivo y aparentemente bien, en mitad del verano.

    En este período, después de su largo ayuno, el sapo tiene un aspecto muy espiritual, como un anglocatólico estricto hacia el final de la Cuaresma. Sus movimientos son lánguidos pero decididos, tiene el cuerpo encogido y, por el contrario, sus ojos son anormalmente grandes. Esto nos permite reparar en algo que no nos sería posible en otro momento: que el sapo tiene los ojos más hermosos que pueda tener una criatura viva. Son como oro o, más exactamente, como esa piedra dorada semipreciosa que vemos a veces en los anillos de sello, y que creo que se llama crisoberilo.

    Durante algunos días, después de meterse en el agua, el sapo se concentra en fortalecerse comiendo pequeños insectos. Al cabo de poco ya se ha hinchado hasta volver a su tamaño normal, y entonces entra en una fase de intensa excitación sexual. Lo único que sabe, al menos si es un macho, es que quiere tener algo entre los brazos, y si le ofrecemos un palo, o incluso el dedo, se aferra a él con una fuerza sorprendente y tarda bastante en darse cuenta de que no es una hembra. A menudo nos topamos con masas amorfas de diez o veinte sapos, revolcándose sin parar en el agua, agarrados los unos a los otros sin distinción de sexo. Gradualmente, sin embargo, se van ordenando en parejas, y el macho se sienta como es debido a espaldas de la hembra. Ahora podemos diferenciar a las hembras de los machos, ya que estos son más pequeños y oscuros y se colocan arriba, con los brazos estrechando fuertemente el cuello de la hembra. Después de un día o dos, ponen las huevas en forma de largos cordones que serpentean entre los juncos y que pronto se vuelven invisibles. Al cabo de unas pocas semanas más, el agua bulle de vida con masas de diminutos renacuajos que, rápidamente, crecen, echan patas traseras, luego delanteras y, a continuación, se deshacen de sus colas; por último, a mediados del verano, la nueva generación de sapos, más pequeños que la uña del pulgar pero perfectos en cada detalle, salen arrastrándose del agua para que empiece de nuevo el ciclo.

    Menciono el desove del sapo porque es el fenómeno de la primavera que me atrae más intensamente, y porque el sapo, a diferencia de la alondra y la prímula, no ha recibido demasiada atención por parte de los poetas. Con todo, soy consciente de que a mucha gente no le gustan los reptiles ni los anfibios, y no estoy sugiriendo que para disfrutar de la primavera uno tenga que interesarse por los sapos. Tenemos también el crocus, el zorzal charlo, el cuco, el endrino, etcétera. La clave es que los placeres de la primavera están al alcance de todos, y no cuestan nada. Incluso en la calle más sórdida, la llegada de la primavera se hace notar mediante una señal u otra, ni que sea por un azul más brillante entre las chimeneas o por el verde intenso de un brote de hierba de San Gerardo en un edificio bombardeado. Ciertamente, es extraordinario cómo la naturaleza sigue existiendo de manera extraoficial, por así decirlo, en el mismo corazón de Londres. He visto un halcón sobrevolando la fábrica de gas de Deptford y he oído una actuación de primera categoría a cargo de un mirlo en Euston Road. Debe de haber cientos de miles, si no millones, de pájaros viviendo dentro de este radio de seis kilómetros, y es bastante agradable pensar que ninguno de ellos paga un penique de alquiler.

    En cuanto a la primavera, ni siquiera las calles estrechas y lúgubres que rodean al Banco de Inglaterra son del todo capaces de excluirla. Llega colándose por todas partes, como uno de esos gases venenosos modernos que atraviesan todos los filtros. Es habitual referirse a la primavera como «un milagro», y a lo largo de los cinco o seis últimos años esta gastada figura retórica ha cobrado nueva vida. Después del tipo de inviernos que hemos tenido que soportar últimamente, la primavera parece sin duda milagrosa, porque se ha vuelto cada vez más difícil que en efecto vaya a aparecer. Desde 1940, cada febrero me descubro pensando que esta vez el invierno va a ser permanente. Pero Perséfone, como los sapos, se alza siempre de entre los muertos más o menos en el mismo momento. De pronto, hacia finales de marzo, ocurre el milagro, y el barrio ruinoso en el que vivo se transfigura. Abajo, en la plaza, los setos cubiertos de hollín se vuelven de un verde brillante, los castaños se espesan, los narcisos asoman, los alhelíes echan brotes, la guerrera del policía reluce con un agradable tono de azul, el pescadero recibe a los clientes con una sonrisa, e incluso los gorriones tienen un color completamente diferente, ya que al sentir la calidez del aire han tenido el arrojo de darse un baño, el primero desde septiembre.

    ¿Está mal deleitarse con la primavera y con otros cambios estacionales? O, por decirlo de un modo más preciso, ¿es políticamente censurable, mientras andamos todos asfixiados —o al menos deberíamos estarlo— por los grilletes del sistema capitalista, señalar que, a menudo, la vida merece más la pena gracias al canto de un mirlo, a un olmo amarillo en octubre o a algún otro fenómeno natural que no cuesta dinero y que carece de eso que los directores de los periódicos de izquierdas denominan «enfoque de clase»? No cabe duda de que mucha gente pensaría que así es. Sé por experiencia que una referencia favorable a la «naturaleza» en uno de mis artículos puede reportarme fácilmente cartas insultantes, y aunque la palabra clave en estas cartas suele ser «sentimental», dos ideas parecen mezclarse en ellas. Una es que cualquier placer que obtengamos del proceso de la vida promueve una especie de quietismo político. La gente, según esta idea, debería estar insatisfecha, y es tarea nuestra multiplicar nuestras aspiraciones y no limitarnos a aumentar nuestro disfrute de las cosas que ya poseemos. La otra idea es que esta es la era de las máquinas, y que detestarlas, o querer aunque sea poner límites a su dominación, es retrógrado, reaccionario y ligeramente ridículo. Esto queda a menudo respaldado con la afirmación de que el amor por la naturaleza es una manía de la gente de ciudad que no tiene ni idea de cómo es en verdad. Los que tienen que vérselas realmente con la tierra, dicen, no la aman, y los pájaros y las flores no les despiertan el más mínimo interés, salvo desde un punto de vista estrictamente utilitario. Para amar el campo, uno debe vivir en la ciudad y limitarse a realizar una excursión de fin de semana en las épocas más cálidas del año.

    Esta última idea es manifiestamente falsa. La literatura medieval, por ejemplo, incluidas las baladas populares, está plagada de un entusiasmo casi georgiano por la naturaleza, y el arte de los pueblos agrícolas, como el chino o el japonés, gira siempre en torno a los árboles, los pájaros, las flores, los ríos, las montañas. La otra idea parece errónea de un modo más sutil. Ciertamente, debemos sentirnos insatisfechos, no deberíamos limitarnos a buscar la manera de sacarle el mejor partido a un mal trabajo; pero, aun así, si matamos todo el placer que nos reporta el proceso de la vida, ¿qué tipo de futuro nos estamos preparando a nosotros mismos? Si un hombre no puede disfrutar del regreso de la primavera, ¿por qué debería ser feliz en una utopía que le ahorre trabajo? ¿Qué hará con el ocio que le proporcionarán las máquinas? Siempre he sospechado que, si nuestros problemas políticos y económicos llegan a resolverse realmente algún día, la vida se volverá más simple en lugar de más compleja, y que el tipo de placer que uno experimenta de encontrar la primera prímula superará al que obtiene al comerse un helado al son de un Wurlitzer. Creo que conservando el amor de la infancia por cosas como los árboles, los peces, las mariposas y —volviendo a mi primer ejemplo— los sapos, hacemos que un futuro pacífico y decente sea un poco más probable, y que predicando la doctrina de que no hay que admirar nada salvo el acero y el hormigón, sólo conseguimos garantizar un poco más que a los seres humanos no les quede otra válvula de escape para su excedente de energía excepto el odio y el culto a un líder.

    En cualquier caso, la primavera está aquí, incluso en el distrito N1 de Londres, y no nos pueden impedir disfrutarla. Es una reflexión gratificante. Cuántas veces me he quedado plantado, mirando cómo se apareaban los sapos o a un par de liebres boxeando entre el trigo verde, y he pensado en todas las personas importantes que me impedirían disfrutar de ello si pudiesen. Pero afortunadamente no pueden. Siempre y cuando uno no esté enfermo, hambriento, asustado o enclaustrado en una cárcel o en un centro de vacaciones, la primavera sigue siendo la primavera. Las bombas atómicas se amontonan en las fábricas, la policía patrulla las ciudades, las mentiras brotan a chorro de los megáfonos, pero la Tierra sigue girando alrededor del Sol, y ni los dictadores ni los burócratas, por mucho que desaprueben el proceso, son capaces de detenerlo.

    *Este breve ensayo fue publicado originalmente en inglés, bajo el título «Some Thoughts on the Common Toad», en la edición de Tribune del 12 de abril de 1946.

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