Inmediatamente después de recibir la bofetada de Will Smith, o lo que en inglés vulgar se llama «a bitch slap», el comediante Chris Rock, viendo estrellas por todas partes y sin atinar a presentar el Oscar al Mejor Documental, le habló a la audiencia del Dolby: «¡Esta fue la noche más grande en la historia de la televisión!», dijo.
Se equivocaba Chris Rock. El tortazo de Will Smith pasará a los libros de Historia como el momento en que la decadencia del Imperio se nos plantó delante y rehusó salir de pantalla. A fin de cuentas, la muy zorra había llegado para quedarse. Era la noche oscura del alma dividida y sonámbula de los declinantes Estados Unidos de América.
Toda la camaradería de los actores clásicos, de los grandes tarambanas, de las enormes jodedoras del Hollywood antiguo, desde el Rat Pack de Sinatra, Dean Martin y Sammy Davis Jr., con Lauren Bacall y Don Rickles al retortero, hasta William Holden, John Cassavettes, Dennis Hopper, Ava Gardner y Jack Nicholson, la pintoresca comparsa de judíos, negros, italianos, griegos, irlandeses, alemanes y diversas mujerangas de pelo en pecho, quedó rebasada y tirada a basura en un instante de soberbia patibularia.
Porque solo los medios sociales pueden hacerle creer a alguien que es imponente y, al mismo tiempo, otorgarle un poder que opera a nivel de cuartería, de camerino, de pataleta de esposo que defiende a su mujercita calva. La televisión en estado puro, en su estado original, nunca fue capaz de engañarnos sobre la magnitud de sus consecuencias. Nadie, ni el mismísimo Fidel Castro delante de las cámaras, se imaginó omnipotente.
Chris Rock se equivoca: la bofetada de Smith no representa la noche más grande en la historia de la televisión, un honor que seguramente recaerá en algún episodio del Show de Dick Cavett en los años setenta; apuesto por aquel en que entrevistó a Jorge Luis Borges, o en el que conversó con Alfred Hitchcock, con Angela Davis, con Bette Davis. Si acaso, la bofetada trapera de los Oscars 2022 fue la típica noche en el gallinero de Twitter.
La bofetada es comparable al ataque nuclear que las superpotencias se prometen, e incluso esgrimen como amenaza; es decir: lo nunca visto, lo que todos rogamos que no pase. Que alguien se levante de la luneta y marche hacia el escenario para propinarle un sopapo al animador, equivale a la «opción nuclear» a escala del entretenimiento.
Lo impensado, lo inconcebible, nos tocó verlo en el curso de nuestras vidas. Todo lo que la decencia, el honor, el pacto social y el buen gusto regulan, ejecutado y remachado con palabrotas estentóreas en la platea del teatro más grande del mundo, con capacidad para 60 millones de espectadores. La perreta de un individuo que se creyó príncipe y últimamente rey (incluso río, vehículo, vasija, llamado por Dios para hacer grandes cosas) proyectada indiferentemente en toda una comunidad y hasta una raza, no era más que el resultado de la petulancia inaudita de aquel que se cree llamado a representar a «su gente».
Merece la pena recordar que el cantante Rufus Wainwright le pidió a Hollywood, en el álbum Release the Stars, de 2007, que liberara a sus estrellas. Citar una estrofa de esa bella canción nos ayudará a sanar, y tal vez a entender mejor lo sucedido:
Why do you keep all your stars in
From your studio on Melrose Avenue
You have locked all your assets up
In lifelong contracts to you
Didn’t you know
That old Hollywood is over…
Las estrellas, tal como las conocimos, no existen. Fueron liberadas de sus responsabilidades, redimidas de sus funciones espectaculares. No lo sabíamos, pero la noche del domingo se hizo más que evidente. Will Smith lo dejó clarísimo: el estrellato de la Edad de Oro fue un evento finito, con un comienzo y un The End. Nada dura para siempre, y el yugo que mantenía a las luminarias aherrojadas a los barrotes de oro de la Paramount y otros estudios de Melrose Avenue quedó hecho trizas en ese teatrucho que en menos de diez años ha tenido más de 20 nombres: Dolby, Kodak, TLC y, a partir de ahora, probablemente, Will Smith.
Bastaría comparar a Will Smith con Sidney Poitier para entender la distancia astronómica que media entre Lilies in the Field (1963) y King Richard (2022), entre el calibre actoral de ambos, e incluso entre los mismos escenarios donde ocurrieron las ceremonias de sus respectivos Oscars: el Santa Monica Civic Auditorium, del gran arquitecto Welton Beckett, y el Dolby Theater, de no se sabe quién.
Pero old Hollywood is over y una nueva especie de operativos ha tomado su lugar. Lo tragicómico de la bofetada de Will Smith es que los nuevos inquilinos del Dolby, entre los que se encuentran el mismo señor Smith y su esposa, la agraviada Jada Pinkett-Smith, han demandado, insistentemente, ser «incluidos» en el magno evento.
Fueron necesarias dos o tres invitaciones tentativas para que los nuevos inquilinos creyeran que el Sanctum Sanctorum por donde habían desfilado Lena Horne, Whoppi Goldberg y Hatti McDaniel era el patio de un solar, ese lugar bárbaro que tantas generaciones de seres oprimidos habían soñado dejar atrás: I Have a Dream se había convertido, en menos de medio siglo, en una vulgar Fábrica de Sueños.
Gracias a Dios que entre los que se adueñaban del Dolby figuraba Chris Rock, caballero de la comedia americana y uno de los maestros del humor negro, y que ese Chris abofeteado tuvo el valor de salvar la situación y comportarse como una de las estrellas de antaño. Al conducirse con gracia y templanza, Chris no solo salvó al público televidente de caer en el relajo terminal, sino también a los «incluidos» de precipitarse junto con Will Smith en el lloriqueante papelazo de la victimización.
¿No se trató, acaso, esa noche, de la irrupción furtiva entre las filas de «todos los demás», ya fueran suecos, franceses, españoles, coreanos, sordomudos, ucranianas o australianos, de los estrafalarios «hiperderechos» de una minoría y sus chanchullos como primera consecuencia de la «hiperdemocracia»? ¿No hemos llegado, como sociedad, pero, sobre todo, como liberales de Hollywood, demasiado lejos, demasiado pronto? ¿Y qué hemos recibido a cambio de nuestra liberalidad? La triste convicción de que lo sucedido a Chris Rock es el desafuero que certifica, por si quedaban dudas, la deshollywoodización de Hollywood.