Desde arriba, alguien haló un cable y la puerta se abrió. La escalera de mármol blanco conducía a un patio en el que confluían cinco puertas, tres de ellas habitadas y una clausurada por derrumbe. Si podíamos pagarla, la quinta sería nuestra. Esto era: cocina, baño y sala, y arriba, en barbacoa, dos cuartos. Sin otros muebles que los indispensables y una vista pobre de la avenida 23, aquello era, realmente, una mierda de apartamento. Pero estaba en el Vedado. El dueño, un tipo pedante que se ganaba la vida como extra de cine y televisión, vivía justo al lado y nos aseguró que por esa cantidad podíamos vivir allí “solamente hasta el 2030”. El precio, que inicialmente había sido fijado en 120 CUC, bajó a 80 por mediación de unas amistades en común y más tarde a 70 gracias a un pequeño regateo nuestro. Aún así nos asfixiaba, pero viviríamos en el Vedado.
Para mí, era el cuarto alquiler en año y medio, para L. el segundo.
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Después de cinco años en la universidad, para trabajar y vivir en La Habana, uno debe poseer un documento que pruebe que uno vive en La Habana. Cambio de dirección, se llama. Así que los últimos semestres se convierten en los tres mil metros con obstáculos: localización de parientes y amigos que puedan y quieran realizar el trámite, reunir documentos e intentar burlar los decretos y metros cuadrados vs cantidad de personas en la vivienda vs municipios sobrepoblados. Si la relación entre propietario de la vivienda y futuro inquilino es cercana (hijo, nieto, hermano o cónyuge), las cosas cambian un poco. Por esa razón, el 26 de octubre de 2012, Y. y yo nos casamos en el Registro Civil de Plaza de la Revolución.
En otras circunstancias, esto nunca hubiese ocurrido. En realidad, Y. y yo nos casamos estrictamente para facilitar el trámite. Testigos, anillos prestados y beso en la boca aparte, Y. y yo éramos solo amigos. En una clase de Metodología de la Investigación me preguntó qué pensaba hacer cuando finalizara el curso, y yo le respondí tranquilamente que regresaba a Sancti Spíritus, porque ninguna puerta se había abierto hasta el momento.
—¿Y si te cambias la dirección para mi casa, podrías quedarte?
—Solo si nos casamos.
— Casémonos entonces.
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En realidad no me iba tan mal en Marianao (antes de esto viví dos meses con un par de amigas en 10 de Octubre y otro mes y medio con M. en Playa, hasta que la dueña nos botó por miedo a perder el apartamento que la empresa le había otorgado pero que no podía alquilar). A pesar de que M. y yo estábamos lejos de ser las roomates modelo, me gustaba la zona y tener teléfono fijo en casa. El problema en Marianao era Georgette.
Cuando se acercaba la fecha de pago, Georgette se escondía bajo la ventana y se quedaba muy quieta, esperando a que entráramos o saliéramos del apartamento para pedirnos un adelanto. Tenía la voz quebrada por los años y la humedad. Vestía siempre una bata de casa grotescamente transparente y olía a soledad y a sucio. Decía tener hambre, porque el pago de un mes de renta no alcanzaba para comer, ni siquiera para llenar el pasillo con el humo de cigarros criollos. Siempre que lo tenía, y haciendo caso omiso de mis consejos, M. le daba cinco, diez CUC cada vez, de ahí que la escena se repitiera todos los meses.
Georgette, además, estaba loca. De atar. Con tono pausado y gran convicción, decía, a las personas que llamaban por teléfono para hablar conmigo o con M., cosas como esta: “Mire, yo usted, estaría muy preocupada, esta es una zona peligrosa, esto está lleno de casquitos de Batista, y temo que ellas estén en peligro…”, o: “¿Diana? ¿Cuál de las tres? Porque ellas son trillizas y creo que las tres salieron desde esta mañana…”, y también: “Ay, la pobre, ella lleva dos días sin salir de allí, y yo la veía muy enferma, posiblemente se haya muerto allí sola y nadie sepa nada”.
Un día me advirtió, casi con lágrimas en los ojos, que tuviera extremo cuidado con los vecinos de al lado, que habían asesinado a alguien y lo habían enterrado en el edificio y que ella, Georgette, seguramente era la próxima, porque a estas alturas ya sabía demasiado.
Por eso cuando L. me propuso abandonar su alquiler en Playa y buscar algo juntas, no lo pensé dos veces. No tenía idea, por supuesto, de todas las veces que deberíamos hacer lo mismo.
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Exactamente un año después de estar viviendo en el Vedado, el dueño llamó a L. para decirle que teníamos quince días para recoger e irnos, porque necesitaba reparar su casa y mudarse mientras tanto al alquiler. Obviamente no le creímos, pero no había nada qué hacer. No existe, en la red de alquileres ilegales de La Habana, más contrato entre inquilino y arrendador que las palabras.
Indefinido, da. —(Del lat. indefinitus) 1. adj. No definido. 2. adj. Que no tiene término señalado o conocido.— cuando a tiempo de alquiler se refiere, suele ser la más prostituida.
Correr la voz, movilizar a los amigos y pasarnos el día conectadas a internet revisando Revolico y Porlalivre era el primer paso. Un sábado nos fuimos por todo Nuevo Vedado preguntando a la gente si sabían de algún alquiler. Tocábamos a las casas y decíamos siempre lo mismo: “es que nos dijeron que justamente en este edificio había un apartamento vacío que quieren rentar”. Regresamos ya de noche, extenuadas y con las manos vacías.
Tres días después, apareció un apartamento en el Cerro, donde aprendimos, en seis escasos meses, a cebar un motor de agua antes de echarlo a andar, para luego, una vez aprendido, cargar el agua desde la mitad de la cuadra todas las mañanas, porque un mal día el motor no quiso arrancar más. Nos botaron de allí cuando un tipo que nunca fue a ver la casa decidió comprarla por el exorbitante precio de 35 mil CUC.
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La noche antes de una mudanza, L. y yo la pasábamos armando y llenando cajas y maletines, cuidando de dejar fuera la cafetera, el café, el azúcar, y un par de tazas para el desayuno. O al menos una, porque L. puede precisar casi siempre del primer café del día, pero yo padezco migrañas en cuanto el cuerpo comienza a extrañar el estimulante.
Luego de empaquetar las cosas de la cocina, el baño y la sala, cada una se iba a su cuarto a guardar sus cosas. L. siempre ha sido más metódica, y yo más sentimental. Luego de superar el estrés por no encontrar sitio para toda la ropa, los zapatos, los libros, los catálogos, los bolsos, los carteles, los cargadores de la laptop, las medicinas y toda la mierda que fui acumulando desde el alquiler anterior, me embarga siempre una misma sensación: la certeza de no pertenecer a ningún lugar. De que mi vida es, desde hace ocho años, un puñado de bultos mal acomodados desde los que asoma algún tirante extraviado de ajustador o una tira ya empezada de benadrilina. Y de que puedo prescindir de cada uno sin una pizca de lástima, porque no hay nada en ellos que me ancle a nada ni a nadie.
Siete mudanzas después, los bultos han crecido en número, mas no en importancia. Podría largarme mañana a vivir a La Lisa –municipio inexplorado por el momento– con lo que llevo puesto y la laptop dentro de un bolso. Nada cambiaría.
Desembarcaría allí un fin de semana cualquiera, me acomodaría más o menos y esa misma noche me pondría un deadline: una fecha límite para dejar de ser nómada en esta ciudad, aunque ya para la mañana se me habría olvidado, aprendería a tolerar la falta de agua y al casero entrometido, memorizaría dónde caen las goteras y ubicaría debajo de ellas vasijas y frazadas en los días nublados antes de salir al trabajo. Pagaría siempre puntual, aunque el precio triplicara mi salario oficial y me iría a algún piano-bar una vez a la semana con el resto de mi paga.
Nada que cientos de personas –jóvenes y no tanto, solteros, con novios y novias, casados, con hijos o con perros– no hayan hecho desde hace ya mucho en esta ciudad.
¿Y para qué todo eso? Con una casa en tu barrio natal y tu familia y tu cama y tu librero y tu patio y tus amigos y tu puente y tus muertos. ¿Por qué esta ciudad, que se cae y la derrumban y en lugar de defenderse no hace más que fabricar escombros? ¿Qué hay aquí que merezca tanto la pena?
No lo he sabido nunca. Pero sospecho que es el mar.