Soldado de bata blanca (II)

    –¿Y usted para dónde va cuando pase el puente? –le dice Ernesto a una mujer que ocupa un asiento cercano al suyo. Intenta recoger un poco de información que lo ayude a ubicarse.

    –Para Chile. ¿Y usted? –dice la mujer, quien va junto a un muchacho que no aparenta tener más de doce años. En el bus a Ruminchaca viajan diez niños acompañados por mujeres que Ernesto supone sean sus madres. En sus caras largas puede advertirse la incertidumbre y el cansancio de varios días. En el rostro de los adultos, más fácil aún, se descubre la condición general de emigrantes.

    –Yo voy con mi mujer y mi suegra a Lima, Perú, a ver si conseguimos un salvoconducto para cruzar el puente.

    –Hummm, va a ser difícil. A mucha gente no la dejan cruzar. ¿Ustedes no tienen un asesor, un coyote?

    –No.

    –Bueno, si tienen plata arriba y no les dejan pasar, allí mismitico hay quien le lleva a donde usted quiera. Pagan un paquete y ellos lo hacen todito ¿De qué parte de Venezuela son?

    –Nosotros somos de Guárico.

    –Ahhh, ya –dijo la mujer, convencida, como todos en el bus, de la nacionalidad venezolana de Ernesto.

    Bajo el puente internacional de Ruminchaca, principal paso fronterizo entre Colombia y Ecuador, corren las aguas del río Carchi, cuya fuerza logró horadar durante varios milenios la peña maciza hasta convertirla en dos verdes alturas atravesadas por el abismo de un cañón. Este camino natural resulta hoy uno de los escenarios más dramáticos y complejos de la ruta migratoria sudamericana.

    Al llegar, Ernesto descubre una larga fila de personas que intentan cruzar a Ecuador y otra que, curiosamente, busca regresar. La pandemia del coronavirus ha trastocado ciertos órdenes. Debido a las predicciones sobre el desplome de las economías y el aumento del desempleo, así como del precio de las rentas y los alimentos, muchos refugiados han decidido volver a Venezuela. Ante la inevitabilidad de una crisis sin precedentes, hay quienes prefieren enfrentar el hambre en su propio país y junto a los suyos.

    Ernesto y su familia, como casi todos los venezolanos que intentan cruzar, no van directamente al puente, sino a un cercano centro de ACNUR. Beben jugo y comen galletas. Esta vez no podrán darse un baño, sin embargo, resuelven quitarse el sudor y los malos olores restregándose en los cuerpos parte de su inagotable arsenal de toallitas húmedas.

    En el puente, con las barrigas medianamente llenas, Ernesto habla por todos. Enseña su pasaporte cubano y le cuenta al funcionario colombiano de migración parte de su historia y los motivos que le llevaron hasta allí. Sin mayores contratiempos, la familia cruza el paso fronterizo, pero el funcionario ecuatoriano les niega la entrada. En territorio neutral, los tres se unen a una larga fila para volver a Colombia. El plan inicial ha vuelto a fallar.

    –Yo lo siento mucho, pero usted no puede pasar –dice el funcionario colombiano y le devuelve a Ernesto su pasaporte. Del otro lado de la valla, zarandeadas por la multitud que regresa a Colombia, Elsa y su madre siguen expectantes la escena. Ernesto entonces les pide paciencia mediante señas. Esto, piensa, es algo que puede resolver hablando.

    –Pero explíqueme por qué no puedo pasar. Mi esposa y mi suegra ya cruzaron, así que no entiendo por qué yo no.

    –Pues porque no. Y retírese, que entorpece la fila –contesta el funcionario.

    –¿Usted no me recuerda? Yo hablé hace unos minutos con usted. Yo pasé porque usted me dejó pasar y allá me dijeron que virara. ¿Qué quiere que haga, eh, que monte una carpa y me quede a vivir en medio del puente? ¡Dígame!

    Ernesto es un manojo de nervios. Solo atina a alzar la voz y gesticular violentamente con las manos, por lo que el funcionario, en un tono más severo, le advierte que se aparte. Al otro lado del puente, Elsa y su madre parecen a punto de echarse a llorar. Mientras, él intenta tranquilizarse y encontrar la solución que, después de dos horas, no asoma por ninguna parte.

    –Aquí estoy de nuevo. O me deja pasar o me deporta. Ya me da igual. Pero depórteme, porque yo no me voy a quedar aquí ni un minuto más.

    Ernesto habla muy enojado y seguro de sí mismo. La verdad es que lo último que desea es que lo deporten, pero la situación, le parece, ya sobrepasa los límites de lo ridículo. El funcionario, por su parte, sonríe y accede a abrirle el paso.

    –Entra, pero no te voy a dejar salir más ni te voy a dar el salvoconducto ese que tú quieres.

    –¿Y qué hago? ¿Me quedo a vivir en Colombia?

    -Ah, hermano, yo no sé. Cruza. Encuentra la manera de cruzar porque por aquí no pasas. Así que busca, busca por ahí.

    No se necesita mucha experiencia para identificar a los «asesores de viajes», que es como gustan llamarse los coyotes de esta zona. Por lo general, los coyotes dan una vuelta por las calles cercanas, conversan entre sí y luego se recuestan en algún rincón mientras observan, con ojos predadores, a la multitud que transita de un lado a otro. Su habilidad para reconocer la desesperanza y la confusión en el semblante de los venezolanos es ciertamente admirable. Cuando escogen a un posible cliente, se acercan con disimulo y le preguntan si quieren cruzar. Luego proponen sus ofertas, que suelen ser variadas y dependen del final de la ruta de cada migrante.

    –¿Buscamos a uno? –pregunta la madre de Elsa.

    –No, no. Vamos a preguntarle mejor a alguien de por aquí que recomiende. No vamos con cualquiera así, a la primera –dice Ernesto, quien ha reconocido entre la gente a varios pasajeros del bus que los trajo a Ruminchaca. Así, la familia logra dar con un asesor que afirma poder llevarlos.

    –Sí, claro. Hasta Ecuador son 25 dólares cada uno. Ya después, hasta Perú, son 60. Allá puedo conseguirles quien les cruce la frontera, pero eso es aparte. ¿Tienen la plata? –pregunta el asesor.

    –Sí.

    –Entonces esperen aquí un momento. Cuando yo les diga, se suben todos a esa camioneta.

    Pocas horas después, Ernesto conversa con su esposa y su suegra sobre la posibilidad de que esa casa en la que ahora están hacinados junto al resto de los migrantes que los acompañan sea la casa del propio asesor de viaje. No parece un mal sitio, incluso, tiene un buen baño con servicio de ducha, y también una abastecida despensa de comida, pero acceder a ello significaría un pago adicional que los tres no están dispuestos a hacer por ahora. Minutos antes, el asesor entregó a cada viajero un sobre sellado para que guardaran el dinero de la ruta completa, del cual descontó su parte por el cruce de la frontera colombo-ecuatoriana. A lo largo del viaje, dijo, debían entregar el sobre a cada uno de los miembros de la red de asesores que les esperaban en los distintos puntos fronterizos, quienes retirarían sus pagos y les entregarían el resto.

    Durante la espera, los emigrantes conversan sin parar. Hablan, por ejemplo, sobre la estructura perfecta de la red de asesores, y luego comienzan a contar cómo este o aquel pariente llegó a Panamá o a Chile sin percances, o cómo los puestos fronterizos, la policía y hasta muchas ONG colaboran con los asesores, quién sabe por qué razones. De todas formas, continúan, no siempre es así. A veces la policía se cansa de mirar hacia otro lado, detienen los vehículos de migrantes y los regresan a todos. Ernesto, por su parte, no puede evitar recordar al obstinado funcionario del puente de Ruminchaca ni al hombre alto, moreno y afable del ACNUR que en las afueras del centro hablaba con tipos estrafalarios. Por primera vez en el viaje, la familia siente que corre un peligro real. Elsa y su madre, en murmurantes rezos, deciden encomendarse a Dios, mientras Ernesto lo hace a Oshún, la deidad yoruba a la que entregó girasoles y le pidió la bendición pocos días antes de abandonar Santiago de Cuba.

    Finalmente, un pequeño autobús llega a recogerlos. Cuando van a subir, un asesor los detiene y les pide unos segundos de atención.

    –Recuerden que, si los atrapan, no pueden decir ni una palabra. Si les preguntan, dicen que no saben nada, que no nos conocen, que ustedes van por su cuenta. Si alguien dice algo, vamos a saber quién fue. Y ese alguien va a pasarla muy mal. ¿Se entendió?

    Ya en el autobús, Ernesto decide preguntar.

    –Oiga, ¿qué quiso decir con eso de «pasarla muy mal»?– le dice a uno de los viajeros.

    Este responde sereno:

    –Pues que te matan.

    ***

    Doctor Ernesto / Foto: Cortesía del entrevistado

    –Ernesto, mijo, has bajado de peso – le dijo su madre en un mensaje después de ver unas fotos suyas.

    Su delgadez, tampoco demasiado significativa, quizá estuviera relacionada con el estrés que le provocaban sus nuevas funciones en el CDI. Aunque podía ahorrarse la molestia de involucrarse en las rutinas y la carestía de sus compañeros, Ernesto dirá que se negó a vivir encerrado en la burbuja que era la casa de los directivos del municipio Julián Mellado. Faltaban entonces unos meses para que la burbuja explotara y, por primera vez, experimentara en carne propia el hambre y las necesidades como un simple cooperante más.

    Pese a que ciertos mercados contaban con suficientes alimentos, las posibilidades de acceder a los productos básicos eran mínimas en Venezuela. La economía del país sufría una terrible y alargada inflación financiera que, según pronósticos del Fondo Monetario Internacional, aumentaría hasta un 200 mil por ciento para el siguiente año. El presidente Nicolás Maduro, por su parte, descargaba en sus discursos y alocuciones televisivas toda la responsabilidad de la miseria venezolana en las sanciones comerciales impuestas por Estados Unidos. A su vez, el gobierno intentaba paliar con poco éxito las necesidades del pueblo mediante la entrega del «Carné de la Patria», documento que garantizaba una cuota mínima de alimentos a cada ciudadano a cambio, según algunos miembros de la oposición, de apoyo electoral y de su presencia en los mítines chavistas.

    Ninguno de los cooperantes cubanos podía acceder al «Carné de la Patria», sin embargo, todos contaban con una bolsa mensual, llamada Mercal, que les vendía la dirección nacional de la misión y que pagaban con sus propios estipendios. Fuera del Mercal, cuya entrega se atrasó en no pocas ocasiones, apenas tenían cualquier otra posibilidad de conseguir alimentos. De tal forma, la dieta de cada cooperante consistía en harina para arepas, dos kilogramos de pasta e igual cantidad de azúcar y arroz. A veces, con algo de suerte, también incluía aceite o huevos. Al distribuir (junto a la persona encargada de la Administración) las bolsas que entregaban sus superiores para los trabajadores del CDI, Ernesto podía extraer algo de comida, de manera que no se notara demasiado, y sumarla a su cuota o venderla.

    Él jurará que jamás se atrevió a ello. La vez que vio a varios médicos compartir su miseria con otros a quienes se les había agotado la cuota, entendió que no era capaz de robar. Si en algún momento llego a verme en un aprieto, pensó, haré lo mismo que el resto: «truequiar».

    Además de algún otro regalo de los pacientes que aceptaban prácticamente a escondidas, los médicos cubanos sobrevivían gracias al sistema de trueques establecido entre ellos mismos o con los pobladores de la zona cercana a sus apartamentos. Dado que el Mercal incluía casi por completo azúcar y carbohidratos, los cooperantes intercambiaban estos por café, verduras o tubérculos que de otra forma no podían conseguir. Muchas veces Ernesto se preguntó cómo sus subordinados eran capaces de soportar tres años en semejante estado de indigencia.

    –Tranquilo. Esta hambre es el primer año nada más. Cuando te toquen las primeras vacaciones en Cuba, sacas dinero de una de las cuentas y lo traes. A partir de ahí, todo es más fácil –le dijeron algunos de los cooperantes con mayor experiencia.

    Aunque aquella idea no agradaba a muchos, todos sabían que tarde o temprano acabarían aceptándola. Lo recomendable era traerse billetes chicos, preferiblemente de uno o de cinco, y en dólares americanos, pues la inflación había provocado un gran déficit de efectivo. Los bancos venezolanos, además, solían demorar la entrega de tarjetas debido a la escasez de plástico, o eso argumentaban.

    Ernesto jamás obtendría sus vacaciones. Los tropezones que sufriría en los meses siguientes echarían por tierra sus planes. Ahí sabría qué es, en verdad, la depresión: una mezcla de tristeza y desespero, una sensación mucho más incómoda que acostarse con el estómago medio vacío, pues, recordará, ni siquiera le dejaba dormir en paz. Ernesto buscaría un culpable para todo aquello, y al final no podía más que apuntar al «sistema». Pero el sistema no tiene rostro. Si hubiese que colocarle uno, tal vez le habría puesto la cara de aquel sujeto sonriente y amigable que conoció en el curso de dirección. Aunque alguna vez este hombre se presentó como Robin, casi nadie recordaba su nombre. En la misión todos le llamaban «el Jurídico».

    ***

    –Los coordinadores son como mi brazo derecho, ¿sabes? Porque ustedes me ayudan a mantener la disciplina entre los cooperantes. Hay que estar atentos y vigilantes para que no se incumpla el Reglamento –le dijo el Jurídico, sonriente, mientras le daba unas palmaditas en la espalda.

    Recién se conocían y Ernesto se sorprendió con estas palabras, porque suponía que la labor del Jurídico se limitaba al asesoramiento legal de la misión en el estado de Guárico. Un individuo que, en realidad, solía actuar como un agente de la Seguridad del Estado cubano y no como un leguleyo de oficina. Cuando anunciaba de manera oficial su visita a un CDI, los cooperantes del centro se mostraban nerviosos y torpes, pues aquello solo podía significar que uno de ellos sería severamente sancionado. A grandes rasgos, la presencia del Jurídico significaba para los médicos y demás trabajadores de la misión un mal augurio.

    Como «brazo derecho» del Jurídico, Ernesto tenía la obligación de enviar un parte casi diario sobre el comportamiento de sus subordinados. No recordará haber delatado a nadie, ni siquiera a los jefes de casa que olvidaban comunicarse con él a las seis de la tarde, ni a los cooperantes del CDI que cada cierto tiempo le pedían permiso para viajar a otra provincia, lo cual estaba prohibido. Los felices reportes de Ernesto terminaron por llamar la atención del Jurídico, quien comenzó a creerlo demasiado despistado como para ostentar el cargo de coordinador.

    La depresión de Ernesto comenzó con la tensión provocada por la paranoia y la desconfianza. Llegó a sentirse vigilado por los muchos ojos y oídos del Jurídico, que a veces se escurría y visitaba de modo extraoficial a colaboradores suyos para conocer el comportamiento del personal médico. Por cálculos que hizo después, Ernesto concluyó que seis de cada diez cooperantes pertenecían de forma encubierta a la Seguridad del Estado o, al menos, colaboraban para evitar problemas y pasar tranquilamente los tres años de misión. Había muchas maneras de colaborar, desde «involuntarias» indiscreciones hasta el acoso virtual o la denuncia de perfiles en redes sociales de opositores cubanos y venezolanos.

    Como tarea extra, Ernesto debía enviarle al Jurídico un informe con las opiniones políticas de los pacientes que llegaban a atenderse en su centro. Una enfermera que también fungía como la secretaria del comité de base del Partido Comunista ayudaba en la elaboración del informe. Los textos eran cortos, llenos de noticias favorables o intrascendentes. La supervivencia, recordará Ernesto, ocupaba demasiado la mente de los venezolanos pobres, tanto, que solía convertirlos en personas apolíticas. El Jurídico, en verdad, poco o nada tenía que ver con el informe, pues de sus manos pasaba directamente al funcionario del Centro de Dirección (CEDIR) de la misión en Guárico, quien lo agrupaba junto a otros y los enviaba a un superior de la dirección nacional. Este último, según supo Ernesto, los pasaba luego a los temidos órganos del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (SEBIN).

    -–Cada vez que conversaba con el Jurídico, cada vez que enviaba esos reportes –dirá Ernesto– me convencía más de la lógica perversa de aquello. Yo fui a Venezuela por problemas económicos, a mejorar mi vida y la de mi familia, es verdad, pero fui como médico, a hacer lo que un médico hace. Pero ellos [los directivos de la misión] no esperaban que fuésemos médicos, sino soldados.

    ***

    Después de buscar alguna alternativa que estabilizara a uno de los pacientes recién llegados de urgencia al CDI, Ernesto y el cirujano del hospital concluyeron que, inevitablemente, había que operar.

    –¿Y se puede? –preguntó Ernesto.

    El cirujano, luego de repasar los materiales quirúrgicos que tenía a mano, respondió:

    –No podemos.

    –Entonces, si él no puede estar aquí, dile al intensivista que llame rápido a un hospital venezolano antes de que se nos complique.

    En la llamada, el intensivista insistió en que necesitaban el servicio con urgencia. Semanas antes, había llegado al CDI un niño con cuadro clínico grave. Presentaba claros signos de deshidratación. Había sufrido un shock hipovolémico. Rápidamente lo llevaron a la sala de terapia intensiva, un sitio lúgubre aún con viejos e inservibles ventiladores de respiración artificial que en las nóminas de recursos aparecían como equipos en funcionamiento. Después de colocarle algunos sueros, el muchacho no respondía. El intensivista y el cirujano, a quienes Ernesto siempre admiró por su profesionalidad, confesaron no tener los medios para salvarlo. Llamaron entonces a la ambulancia, pero, tras varias llamadas, los ambulancieros solo llegaron para encontrar al niño muerto.

    No era la primera vez que ocurría algo así. Un fallecimiento de ese tipo en un CDI siempre resultaba complicado, pues los médicos cubanos no contaban con el permiso para certificar decesos, y debían conservar el cadáver hasta que algún galeno del país viniese a realizar los trámites correspondientes.

    Esta vez, por suerte, la tardanza del servicio ambulatorio no tuvo grandes repercusiones y el paciente, hasta donde supieron en Julián Mellado, sobrevivió. Si no hubiese sido una emergencia, los especialistas podrían haber operado allí mismo, siempre que el propio paciente o su familia trajeran el material necesario para el procedimiento médico, muchas veces obtenido en el mercado negro. Por lo general, en el centro escaseaban las soluciones desinfectantes, medicamentos para revertir la anestesia, hilo para las suturas, guantes de látex y toda suerte de indumentaria quirúrgica imprescindible. Ni siquiera en el más abandonado de los policlínicos cubanos Ernesto había sido testigo de tanta precariedad.

    Haber remitido a aquel hombre a otro hospital le costó a Ernesto varios regaños de sus superiores, quienes ya comenzaban a tacharlo de indisciplinado por no cumplir con las estadísticas exigidas, a saber, seis cirugías diarias. Para defenderse, él argumentaba la escasez de material quirúrgico.

    –Pero entonces, díganme, cómo hago –dijo una vez frente a los directivos de la misión en Guárico.

    –Busque una estrategia.

    –¿Una estrategia? ¿Cómo? ¿Falseo los números?

    –Doctor, busque una estrategia, que usted sabe que esta es una misión necesaria para el país. Aquí es donde se generan los recursos que necesita Cuba. Acuérdese de los suyos allá, que Cuba tiene que vivir de esto por culpa del bloqueo. Sabemos que es difícil, pero, desgraciadamente, la única manera de ganar ingresos es mediante las estadísticas, y hay que cumplir con ellas.

    El sistema de metas estadísticas resultaba absurdo. No solo debían realizarse un mínimo de cirugías diarias sin los recursos necesarios, sino que no podía revelarse en los informes si sobraba algún material. De tal forma, si en el servicio estomatológico quedaba algo de anestesia o algún tipo de empaste bucal, debía informarse una cantidad de pacientes atendidos superior a la real. A veces funcionarios de salud venezolanos, acompañados de funcionarios cubanos, iban a inspeccionar el CDI e inventariar sus recursos. Los resultados, al final, describían aquel depauperado lugar como un centro de excelencia.

    Pese a las constantes advertencias de sus superiores, Ernesto dirá que prefirió mantenerse fiel al juramento hipocrático antes que a las ridículas estadísticas que le exigían. De haber cumplido con los números, hubiese comprometido muchas vidas mediante operaciones inviables por falta de material. Al final, el gobierno venezolano pagaba por mostrar esos datos optimistas, un respaldo de cara a sus opositores. Mientras, Cuba los usaba también para defender sus programas de cooperación sanitaria frente a sus detractores y ganar la confianza de posibles países clientes.

    Aunque Ernesto reconocerá que la dignidad de otros colegas suyos también les impedía alcanzar las metas previstas, nadie nunca sabrá a ciencia cierta cuántos de los 3 658 149 venezolanos que fueron operados por médicos cubanos hasta marzo del 2020 ( 74% del total de intervenciones quirúrgicas realizadas por los cooperantes internacionalistas en todo el mundo) realmente lo necesitaban, o cuántos de ellos fallecieron por redondear una cifra feliz. A fin de cuentas, la cantidad de decesos no figura en las estadísticas.

    II

    En una de las pocas paradas del autobús, Ernesto y su suegra acuerdan comprar algo de comida barata, sobre todo por Elsa. No es recomendable, piensan, que en su estado, además del estrés del viaje, pase hambre. Por suerte, encuentran varios carritos de comida con ofertas de dos dólares, suficiente para los tres.

    Mientras comen, Elsa habla de las impresionantes montañas nevadas de los Andes que a lo lejos se advertían desde su ventanilla del bus. Su madre dice entonces que una vez lleguen a Perú deberían apresurarse y contactar con su esposo para que los recoja en la capital. Ernesto lamenta no saber nada de su familia en Cuba desde hace varios días, especialmente de su hija y su abuela. Además, intentará recargar el móvil de su madre para comunicarse con ella, un dinero que pudo haberse ahorrado si contara ahora con la parte del salario acumulado en la isla durante los meses que trabajó como cooperante. Pero ese dinero ya no le pertenece a él, sino al Estado cubano.

    Unos meses atrás, cuando recién había abandonado la misión, Ernesto envió un correo a su madre diciéndole que fuera con urgencia al banco BANDEC más cercano para tomar el dinero de una de sus cuentas. Cuando la madre mostró los documentos que, según el contrato de la misión, le permitían el acceso a uno de los depósitos, la persona que revisó los papeles le explicó que no podía sacar dinero alguno. Luego de armar un pequeño escándalo, la madre de Ernesto pidió hablar con algún funcionario del lugar, pero no sirvió de nada.

    –Señora –dijo el funcionario–, la cuenta está cancelada porque su hijo es un desertor. Su hijo es un traidor que debiera sentirse agradecido hasta del aire que respiró mientras estuvo en Cuba.

    Ahora, mientras termina de comer, Ernesto cree que quizá, de habérselo dicho unos días antes a su madre, hubiera podido ayudar en algo a su familia.

    Terminado el descanso, la familia reanuda la marcha. Esta parte del trayecto resulta muy incómoda por los brincos que parece dar el autobús sobre el terreno montañoso e intrincado. Tras una noche entera de viaje, el amanecer los sorprende justo cuando llegan a su destino.

    Cerca de la parada final, el asesor espera a los migrantes venezolanos. Primero les pide agruparse, luego identifica a cada uno con las fotos que su socio de Ruminchaca le enviara por WhatsApp, toma su parte del dinero y los invita a pasar a una casa cercana, donde vendrá el siguiente transporte con destino a Perú.

    La espera los agota. Finalmente, un auto los recoge en la madrugada. Van siete donde caben cuatro. Ernesto sienta a Elsa sobre sus piernas y la suegra se apretuja a su lado. Pese a la incomodidad, nadie habla, ni siquiera el conductor. El auto transita veloz y en silencio por una carretera solitaria, atrapada en la más absoluta oscuridad. 

    El nuevo asesor los lleva a su casa en el departamento peruano de Piura, donde esperan otros venezolanos que también irán a Lima. Ya sin dinero, Elsa logra comunicarse con su padre, quien, muy contento, los espera.

    ***

    Si Elsa Graterol, una estudiante de sexto año de Medicina que comenzaba como interna en el CDI de Julián Mellado, no hubiese aparecido en su vida, lo más probable hubiera sido que Ernesto culminase la misión sin más contratiempos que los acostumbrados regaños del Jurídico, y, tal vez para el 2022, estuviera en Cuba con su hija, explicándole por qué se marchó. En realidad, piensa Ernesto, la relación entre ambos nunca tuvo por qué desatar la secuencia de hechos que sobrevinieron. Aún casado con una venezolana, él pretendía cumplir con los tres años de la misión y después decidir si regresaba a Cuba o traía a su hija consigo.

    Tal vez, dirá Ernesto tiempo después, no era el momento adecuado. Cuando comenzó a verse a escondidas con Elsa, el contexto de las misiones médicas en el exterior parecía preocupar al gobierno cubano. Los programas de cooperación sanitaria, que tan buen prestigio habían alcanzado cinco años atrás con su apoyo en el control de la epidemia del cólera en África occidental, empezaban entonces a sufrir severos cuestionamientos luego de varios escándalos recientes.

    El primero de ellos ocurrió el 15 de febrero de ese 2019. Las autoridades de la isla prohibieron la entrada en aguas nacionales de un crucero de la compañía Bahamas Paradise. El barco tuvo que retirarse a cuatro millas de las costas de La Habana porque, según el gobierno de Cuba, no cumplía con los trámites necesarios para su recibimiento. Poco después, el vicepresidente de Viva Travel, la empresa organizadora del viaje, declaró que los contratos estaban en orden. Seguramente, dijo, la negativa respondía a cuestiones políticas, dado que el crucero transportaba a varios médicos que habían abandonado las misiones y que aprovechaban la cobertura turística para ver a sus familiares. Viva Travel había ordenado que los familiares de los médicos abordaran la embarcación en el puerto de la capital para facilitar un posible reencuentro que no incumpliese la norma migratoria de la isla, la cual les prohíbe a los «desertores» pisar suelo cubano durante los ocho años siguientes al abandono de la misión. Dicha norma se fundamenta, específicamente, en el artículo 135 del Código Penal cubano bajo el nombre de «Abandono de Funciones», y establece de tres a ocho años de privación de libertad a quien lo infrinja.

    Dos meses después, en abril, los cooperantes cubanos en El Salvador tuvieron que retirarse del país luego de que se publicara una denuncia ante la Fiscalía General por el ejercicio ilegal de varios de los médicos de la misión. Según los denunciantes, los profesionales cubanos no contaban con títulos universitarios validados que les permitiera ejercer la medicina. El MINSAP, lejos de presentar alguna prueba en su defensa o protestar por la imposibilidad de contar con títulos validados internacionalmente, puso fin al acuerdo de manera rápida y disimulada, al menos en comparación con otras retiradas que ordenaría más tarde.

    Justo cuando Ernesto llegó a Venezuela, Cuban Prisoners Defenders (CPD), una ONG con sede en España, presentó ante organismos internacionales de Derechos Humanos una acusación contra el programa de cooperación médica cubana en el exterior. La denuncia, establecida por «esclavitud moderna y tráfico de personas», se fundamentaba en los testimonios de 46 doctores que habían abandonado la misión y en las declaraciones públicas de otros 64, todas muy similares a la historia que Ernesto contaría un año después. Ya para entonces, el documento presentado por CPD había promovido un foro de la Organización de Estados Americanos (OEA) sobre el tema, además del mandato de la Relatora Especial sobre las formas contemporáneas de la esclavitud, incluidas sus causan y consecuencias, Urmila Bhoola, y de la Relatora Especial sobre la trata de personas, especialmente mujeres y niños, María Grazzia Giammarinaro, ambas funcionarias de la ONU.

    El mandato pedía al presidente cubano, Miguel Díaz-Canel, abrir un proceso investigativo sobre las denuncias por esclavitud moderna para sancionar a los responsables, en caso de que fuesen ciertas. Finalmente, exhortaba al mandatario de la isla a firmar el PO29 (Protocolo de 2014 relativo al Convenio sobre el trabajo forzoso de 1930) y a enviar una respuesta a la ONU antes del 6 de enero del 2020. Desde La Habana, apenas se emitieron las declaraciones que acusaban a las relatoras de cómplices de las políticas anticubanas financiadas por el imperialismo estadounidense.

    En 2019, por tanto, la presión sobre los cooperantes en el resto de las misiones aumentó. Las suntuosas ganancias que hasta entonces promediaba la isla, casi 11 mil millones de dólares anuales, en los dos últimos años apenas habían sobrepasado la mitad de esa cifra. De los acuerdos de peso en la región, solo Venezuela se mantendría hasta diciembre. Ecuador y Bolivia, esta última luego del golpe de Estado contra Evo Morales, cancelarían los contratos y dejarían, al igual que Brasil, un significativo déficit de profesionales de la salud en sus zonas más pobres.

    Funcionarios de la administración Trump aplaudirían dichas cancelaciones, entre ellos, el Secretario de Estado, Mike Pompeo, y el Secretario de Estado Adjunto, Michael Kozak. Este último, a raíz del fin del acuerdo con Bolivia, tuitearía: «El régimen de Castro envía 50 000 médicos para trabajar en duras condiciones. Abundan las historias de abusos. El régimen se embolsa el 75% de los salarios de los médicos y los usa para mantener en el poder a regímenes aliados».

    Bien mirado, Ernesto y Elsa no pudieron escoger peor momento que aquel octubre para casarse. La convulsa situación interna de Venezuela, los enfrentamientos entre los chavistas y la oposición y las denuncias ante organismos internacionales de la explotación a la que son sometidos los cooperantes, mantenían en guardia la excesiva vigilancia de los directivos de la misión.

    Antes del matrimonio, la pareja intentó no permanecer muy unida para no levantar las sospechas de sus compañeros. Cualquiera podría delatarlos ante el Jurídico, lo cual supondría el regreso a Cuba de Ernesto y, tal vez, el fin de la carrera de Elsa. A su manera, ambos disfrutaban la adrenalina de un shakesperiano romance imposible que incluía citas ocultas, señas secretas y una lista de excusas bien planificadas para burlar las indiscreciones de los trabajadores del CDI.

    –Ya no aguanto más. Tarde o temprano tienen que saberlo –dijo un día Ernesto, ya harto de esconder su relación.

    –Pero lo más probable es que no lo aprueben –contestó Elsa.

    –Nos casaremos conforme la ley. Lo haremos todo legal y seguiremos los procedimientos para que lo acepten. Las leyes de tu país nos respaldan. Contra eso no pueden ir. ¿No es cierto?

    Pero no lo era. 

    Después de pedir el permiso, se casaron. Deseaban vivir juntos, y como solo podían en casa de Elsa, Ernesto solicitó la residencia venezolana. Además, respaldó su solicitud con los documentos necesarios, incluyendo el Código Civil venezolano. Los directivos de la misión en Guárico solo debían firmar estos papeles, pero se negaron. Como respuesta, Ernesto recibió una breve misiva con su destitución como coordinador y su urgente traslado a San Juan de los Morros para recibir un curso de cuidados intensivos, igual que otro cooperante más.

    El doctor Ernesto con su actual familia / Foto: Cortesía del entrevistado

    III

    Antes de que el coronavirus tomara fuerza en Perú y la mayoría de los negocios cerraran, Ernesto salía cada mañana de su apartamento en Lima a buscar cualquier empleo, a pesar de su condición de emigrante indocumentado. Al principio también probó suerte en varias ONG y oficinas gubernamentales dedicadas al apoyo a refugiados, pero con el cierre de las instituciones provocado por la pandemia, su estatus migratorio no ha cambiado.

    Por suerte para Ernesto, la policía no es especialmente agresiva con los indocumentados y su suegro le consiguió trabajo en una funeraria cercana. Su familia ha vivido gracias a que siempre muere gente, más ahora. Para quien hace apenas un año se dedicaba a salvar vidas, la situación actual resulta tan irónica como macabra.

    El trabajo en la funeraria, reconoce, es sencillo pero desagradable. Hace unas semanas, por ejemplo, Ernesto y su suegro tuvieron que retirar un grupo de fallecidos encerrados en bolsas negras. Los cadáveres eran malamente identificados por algún papel pegado fuera o por ilegibles nombres escritos en tinta blanca sobre el plástico. Otro día recogió el cadáver de un hombre que llevaba doce días muerto en su casa. Gracias a la máscara que usaba no sintió la fetidez, pero la parte inferior del traje blanco que le cubría cada milímetro de piel se empapó de un líquido viscoso y sanguinolento, característico de un avanzado estado de putrefacción. De vuelta a la funeraria, Ernesto se fumigó con cloro de pies a cabeza.

    –Aunque es inevitable, no me gustaría presenciar esas cosas. Pero hay que adaptarse. Al menos tengo un empleo y puedo aportar dinero a la casa, que ya es bastante –dice.

    Desde que marchó a Venezuela, a Ernesto le resulta complicado comunicarse con su familia en Cuba. A veces, como ahora, lamenta los días que pasa sin ver a su hija. Se escriben por correo y se envían fotos, pero nada más. Desde que en Santiago de Cuba se implementaron las medidas de aislamiento social, el dinero apenas alcanza para algo más que la comida.

    –Veremos qué es lo que pasa –dice–, pero no tengo intención de regresar hasta que Cuba sea un país normal, democrático. En verdad, yo quisiera vivir allá, con mi esposa y el resto de mi familia, y ejercer la medicina. Pero por ahora ni los puedo ver ni los puedo ayudar. Hay que tener el corazón de hierro para no derrumbarse cuando sabes que no verás crecer a tu hija, que quizás tampoco puedas estar cuando tu abuela muera y que ni siquiera puedes aliviar sus necesidades.

    En Lima, Ernesto ha conocido a otros médicos cubanos emigrados, con quienes se reúne a veces para hablar del pasado que comparten. Antes del coronavirus, unos hacían Uber, otros trabajaban en mercados y otros en restaurantes. La mayoría espera algún milagro que les permita obtener la residencia y, con algo de suerte, ejercer su profesión. Sin embargo, casi ninguno cuenta con documentos legalizados, los cuales solo pueden obtener en Cuba. Algunos, ya desanimados luego de varios años de incertidumbre, han decidido repatriarse y volver a la isla en cuanto se cumpla el tiempo de la sanción.

    –Pero hay esperanzas. ¡Yo tengo esperanzas! Se habla de que hay falta de médicos para atender a los enfermos con coronavirus y comenzarán a contratar a los cubanos sin importar que no tengan los documentos.

    La otra opción para volver a la medicina resulta algo lejana y depende de la voluntad de Donald Trump para restablecer el «Cuban Medical Professional Parole Program» que Barack Obama cerró en 2017, en el contexto del restablecimiento de las relaciones diplomáticas de su país con Cuba. El Parole, como solían llamarlo, permitía a los médicos desertores ejercer en Estados Unidos y llevar consigo a sus familiares. Según cifras cubanas, unos 8 000 galenos se acogieron durante once años al Parole, aunque la cifra parece en extremo conservadora.

    –La vida del emigrante es dura, pero de todas formas pienso que todo es transitorio. ¿Quién me iba a decir a mí que iba a lograr irme de misión? Y peor ¿Quién me iba a decir a mí que me iba a enamorar de una venezolana, que crearía una familia con ella y terminaría viviendo de lo que apareciera en Perú? ¡Y todo en un solo año! En la vida todo da vueltas y cambia así de rápido –dice y chasquea los dedos.

    ***

    Después de bajar con prisa las escaleras del edificio sede de la misión médica en Guárico, Ernesto atravesó un pasillo estrecho y llamó a la madre de Elsa desde la calle.

    –Por favor, venga a recogerme al apartamento lo más rápido que pueda. No puedo estar un segundo más aquí. Más tarde les explico –dijo y colgó.

    La jefatura del estado lo quería mandar para Cuba. Desde su destitución como coordinador, Ernesto vivía en un apartamento de cooperantes aún más destruido que los apartamentos de sus antiguos subordinados del CDI. El cuarto lo compartía con dos médicos que jamás había visto y que, según él, no parecían muy satisfechos con su presencia, pues los hacinaba más. El sitio quedaba en la capital de Guárico, algo lejos de El Sombrero, donde vivía Elsa.

    Sin embargo, los fines de semana Ernesto se escapaba hasta la casa de su esposa para pasar tiempo juntos y lavar su ropa. Cuando los directivos de la misión se enteraron, lo citaron para una reunión en la que discutirían «su caso». Ernesto llegó a la sede de la misión con los documentos que tantas veces había presentado a sus superiores para que los firmasen. Ahí, ante el Jefe de la misión en Guárico, la Vice Jefa y el Jefe de la Comisión Disciplinaria, volvió a explicar que él pensaba cumplir con su contrato laboral siempre que lo dejaran vivir con su esposa.

    La Vice Jefa, que apenas le había prestado atención, lo interrumpió entonces y, dirigiéndose al Jefe de la Comisión disciplinaria, dijo:

    –Actívale un acta disciplinaria y revócale la misión al Doctor Rodríguez.

    –Mire, usted sabe que yo estoy casado por la ley. Lea aquí la certificación de mi matrimonio. Mire, aquí está el Código Civil de Venezuela –dijo Ernesto, nervioso, mientras sacaba los papeles de su mochila.

    –A nosotros eso no nos importa –interrumpió nuevamente la vice jefa–. Usted vino a Venezuela a trabajar, no a casarse.

    –Yo lo que veo es que con usted no se puede hablar. Usted es una falta de respeto.

    Dicho esto, Ernesto dio media vuelta y salió de la oficina. La suerte ya estaba echada para él.

    ***

    Tres días después de llegar a casa de Elsa, llamaron a Ernesto de un número desconocido.

    –Somos de la jefatura de la misión. ¿Dónde usted está, doctor? Lleva tres días desaparecido –le dijeron.

    –Eso a usted no le interesa. A mí no me van a mandar para Cuba, y punto.

    –Eso no lo decide usted, sino la comisión…

    –Pero yo no soy propiedad suya y no voy a abandonar a mi esposa. Y, por favor, no me molesten más.

    Entre la incertidumbre y el miedo, los días se alargaron para Ernesto en El Sombrero. Había logrado comunicarse con uno de sus compañeros de confianza en el CDI, quien le confirmó que los directivos de la misión, incluyendo al Jurídico, estuvieron llamando durante tres días a todas partes, muy furiosos, preguntando por él.

    Elsa, que recién se había graduado, le aconsejó tener algo de paciencia. Si la cosa se calmaba, dijo, buscarían la manera de incorporase a un hospital venezolano. Una semana después, Ernesto llamó a varios colegas que había conocido en su época de coordinador para pedirles empleo. Varios aceptaron sin importarle que Ernesto no contara con los documentos de estudios debidamente avalados. Cuando llamó para confirmar, las promesas recibieron un baño de realidad.

    –Doctor Rodríguez, lo sentimos, pero no podemos darle trabajo. La directiva de la misión hizo un comunicado a las autoridades de salud de Venezuela y allí aparece su nombre. Nadie va a darle empleo como médico. En serio, lo sentimos –decían casi todos antes de colgar.

    La casa de su nueva familia era amplia. Contaba con un garaje donde guardaban una camioneta y una moto, adquiridas varios años antes de la crisis. Además de las remesas que enviaba el señor Graterol desde Perú, los tres vivían gracias a un negocio de transporte de queso que logró montar la madre de Elsa con la camioneta. Ernesto trabajó ahí. La suma de ambas entradas les bastaba para vivir con cierta comodidad. Sin embargo, aquel estado de relativa calma duró poco, unos tres meses como mucho, antes de que llamase otro ex compañero del CDI Julián Mellado para advertirle a Ernesto que el SEBIN y el G2 lo habían localizado e irían a buscarlo.

    Al principio la familia pensó que la advertencia era falsa. Después cambiaron de idea. En cualquier otro país la policía no perseguía a un médico por abandonar una misión laboral, pero en Venezuela, principal aliado político y económico de Cuba, sí. Los temores crecieron. Además del peligro de la represión, la crisis los alcanzaría. El negocio empezaba a flaquear y, en algún momento, la camioneta y la moto del garaje les iba a servir de muy poco.

    –A ver, tengo una idea –dijo Ernesto–. ¿Y si nos vamos a Perú?

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    3 COMENTARIOS

    1. Yo estuve en Angola como maestro en 1978/1979, segun el propio Fidel Castro, el gobierno angolano pagaba unos $800 al mes por cada maestro cubano, pero yo solo recibia ….$1 al mes, o el equivalente 33 kwanzas (dinero angolano).
      Un cubano, habanero, de la mision en Benguela, alias «El Karate» se caso con una angolana de holgada posicion economica, tuvieron dos hijas, aunque los jefes de la mision lo precionaban para que se fuera para Cuba. Pero antes de que lo detuvieran escapo con su familia angolana a Portugal.
      «Karate» me confezo una vez que el vivia en un albergue en La Habana vieja, donde habia un rigido horario de entrada y salida. Me pregunto que como iba a llevar a su mujer e hijas a vivir alli, cuando ellas tienen un estandar de vida alto, excelente casa, grande y confortable, hasta con piscina y todo!
      Usualmente a los cubanos «problematicos» los enyesaban de pies a cabeza, y los metian en avion para Cuba.

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