En La Habana de los ochenta, un Mario Guerra de poco más de veinte años decide tocar puertas para iniciar una carrera profesional en el teatro. Entonces un hombre le pregunta qué usted quiere, y el muchacho le pide unos minutos de su tiempo, para hablar, y el hombre, Mario Balmaseda se llama, y es actor y director del Teatro Político Bertolt Brecht, le dice ven el domingo próximo porque hoy no puedo atenderte. Y el muchacho, obstinado, regresa el domingo y le pide trabajo, como utilero, como tramoyista, como recadero, lo que sea, sin cobrar incluso, no importa, pero que le deje estar en el teatro, curtirse en el teatro, y el hombre, mientras, friega el auto sin atenderlo, sin entenderlo siquiera, y su esposa sale, qué pasa Mario, escucha al muchacho, que no te está pidiendo ser actor, que no exige salario alguno, y Mario que levanta la cabeza y le dice al muchacho: llégate el lunes por allá. Y el muchacho que se llega el lunes, hasta el Teatro Nacional se llega, y enseguida se pone a cargar palos para montar una escenografía, y entonces el hombre pasa a su lado y se queda mirándolo, segundos apenas, los suficientes para decirle: así empecé yo. Y luego seguir de largo.
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Obra «La misión» / Cortesía de Mario Guerra
Son las nueve de la mañana y es lunes. El Vedado, envuelto en abrigos ligeros, te recibe con el viento húmedo y salado de este marzo. Mario Guerra vive en el quinto piso de un edificio ubicado entre el Malecón, que amenaza con desbordarse, y el centro comercial Galerías de Paseo. Sin embargo, ha sido difícil llegar hasta aquí. Es marzo, es 2016, y es 21. A juzgar por las calles cerradas y los policías en las esquinas, el primer presidente norteamericano en funciones que visita Cuba en 78 años, anda cerca.
Al fondo del pasillo, herméticamente cerrado más por el fuerte viento que por la temperatura, un apartamento de los cincuenta. Encima de un mueble, a lo largo de toda una pared, adornos foráneos —de países latinoamericanos, presumo—, premios a la actuación masculina, máscaras, pequeñas esculturas. Hay un cartel de una obra de teatro y debajo, a la izquierda, un televisor encendido en el canal de los deportes.
De las paredes opuestas cuelgan dos gigantografías de Mario Guerra interpretando al personaje del Bárbaro en Delirio habanero, de Alberto Pedro. Una obra, sin embargo, de la que Mario Guerra prefiere no hablar demasiado.
Hay un gato y hay pelos de gato en el sofá.
—No estoy muy seguro de cómo debo comenzar, o en qué cosas debo profundizar —advierte—. ¿Hago café?
Es pequeño y delgado. Los ojos inquietos, la boca que se escurre. Viste jeans, suéter verde oscuro y zapatos de cordones. La barba, entrecana, trasluce quizás un personaje en tránsito o los descuidos de alguna moda, también en tránsito.
Al día de hoy, Mario Guerra ha sido el Carlos de María Antonia, el Pedagogo y el Egisto de Electra Garrigó, el Enano de El enano en la botella, el Dimanisio de Los siervos, o el Bárbaro de Delirio Habanero. Ha sido llamado a cumplir el servicio militar en Angola y ha actuado también allí, ha admirado profundamente a algunos hombres y mujeres de este país y se ha decepcionado con otros. Ha lamentado la falta de un maestro, así, con todas las letras, a lo largo de su carrera, aunque ha recibido otro tipo de lecciones sobre la marcha. Ha sido relegado a ratos, porque ha renunciado a callar lo que piensa del teatro cubano, del cine cubano, de la Revolución Cubana y de Cuba.Y es, a sus 56 años, con todas esas cosas y a pesar de ellas, uno de los actores más notables y viscerales de la isla en muchos años.
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En este momento de su vida, cuando le llega un texto a sus manos, es capaz de percibir, de una ojeada, si le interesa o no. Si es bueno para él. Si es interesante. Si está bien escrito. Eso no es absoluto, dice, pero es una percepción que tiene, porque lo lee “emocionalmente”, dice, y no “intelectualmente”, y escribe esas primeras impresiones y las guarda. Y tiene fe en ellas.
—Luego empiezo a tener una relación más intelectual, con el personaje, con el autor, con el contexto de la obra.Y la obra me dicta la manera en que yo creo que debe ser abordado el personaje. Voy conviviendo con ese mundo y viendo cómo se relaciona con nuestro mundo, con la persona que somos en el mundo de hoy. Ahí entonces uno empieza a meterse más profundo—, dice.
Es su método. Y sabe —o cree—, que con él se arriesga.
—Pero es que no le veo sentido al teatro si no hay riesgo de todo tipo. Me parece que si hay algo de mi imaginación rondando lo tengo que poner en práctica por difícil que sea. Yo quiero construir eso, llegar ahí, o por lo menos acercarme, y eso supone un riesgo. Pero los procesos verdaderos son aquellos en los que uno no sabe lo que va a pasar mañana. O sea, tú tienes que tener un orden, pero siendo honesto, porque si no, no es un proceso de teatro.
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Creció en un barrio cerca de Ayestarán y 20 de mayo, en el municipio de Plaza de la Revolución y, muchísimo antes que el arte, lo que vino fue el deporte. Hijo de Francisco Guerra, ingeniero hidráulico, y de Zenaida Ferrer, secretaria, Mario —Mayito—, practicó gimnasia, atletismo y baloncesto. Un poco antes, el padre resolvió enseñarle movimientos básicos de ajedrez y cuando el niño fue diestro en algunas jugadas, también básicas, lo tomó de la mano, se echó el tablero al hombro y se lo llevó al parque. La gente los rodeaba para ver a un niño, al que no le llegaban los pies al suelo desde el banco en que estaba sentado, jugar ajedrez con un adulto. Cuando la partida llegaba a un punto en que Mayito inevitablemente perdía la imagen de genio infantil, Francisco Guerra recogía los bártulos y decía: “Ya, caballeros, que el niño se me cansa…”
La vida militar lo alcanzó cuando fue necesario deshacerse de una boca más que alimentar y de otro par de pies que calzar. Soledad y tristeza. Dice que eso fue lo que sintió al ver el carro alejarse mientras él, Mario Guerra adolescente, debía quedarse en los Camilitos. Así comenzaba su aversión hacia todo lo militar.
—La escuela tenía bondades: calzar, alimentar, pero ideologizar tenía un precio, te trataban de meter en un molde que era aburrido porque no tenía diversidad, ni de pensamiento, ni de nada. Por ejemplo, con 16 años, un joven francés sabe quién es Vargas Llosa, pero yo no, yo ni siquiera podía decir que habían acontecido lo hechos del 71 con Heberto Padilla, ni estaba consciente de la persecución, ni analizaba eso, porque no tenía información en la mano.
Cada quince días tomaba un tren para pasar el fin de semana en su casa. El lunes en la tarde, a bordo del mismo tren, debía regresar a su calvario. Pero cada mañana de lunes era, para él, un escape.
—Me metía en el cine a ver películas de Stanley Kubric, OrsonWelles, porque todos los jueves se estrenaba. O la Ola Francesa, ahí conocí a Jean Paul Belmondo, Jean Marais, Alain Delon, a Piccoli… Fíjate que no es solo cine norteamericano lo que te estoy diciendo.
—¿Esas películas, esa afición por el cine son la génesis de Mario Guerra el actor?
—No, eso fue después. Leonardo García, hijo de Luis Alberto García, me llevó una vez a ver a su papá al teatro. Cuando yo entro al Mella siento algo que no puedo explicar, pero tampoco me doy cuenta. La obra era Ernesto, de Gerardo Fernández, y era el Teatro Político Bertolt Brecht. Me quedé fascinado. Luego subimos a los camerinos y al ver a Luis Alberto, a René de la Cruz, a Samuel Claxton, a Mario Balmaseda, yo decía, ¿estos son los tipos que trabajaron en la obra? Yo no me lo podía creer. Ese momento fue mi antesala al teatro. Yo quiero verlo así.
—¿Qué pasó después?
—Después Luis Alberto, el hijo, entra en el Instituto Superior de Arte (ISA), y empiezo a tratar de armar un grupo de teatro, esto fue en el año 79 o en el 80. Íbamos a hacer El premio, de Alexander Guelman, y fuimos a la Asamblea Municipal del Poder Popular y resolvimos un garaje y todo para ensayar.
En eso andaba cuando llegó, a su casa de Ayestarán y 20 de mayo, el llamado para incorporarse al servicio militar.
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—Lo más preciado en Angola era una carta, cuando llegaban, por lo menos para mí. Y a veces me llegaban y estaba de guardia y podía leerlas con la luz de la luna y todo. Pero lo que más daño me hizo en Angola fue la soledad. Ahí es donde conoces de veras a un hombre.
Aterrizó en Angola el 22 de abril de 1980. Recuerda, como si fuese ayer, el calor, el mal olor, el sol que rajaba las piedras y la sentencia de dos años cuando entregó el pasaporte. Después de pasar por una unidad de tránsito llamada Cacuaco, lo mandaron a Matala, un pueblo infernal donde tuvo que cortar árboles para construir la unidad donde pasaría el resto de su servicio.
—Nosotros habíamos ido ahí a dar la vida y no sabíamos por qué la íbamos a dar. Y sufrimos, con los veinte años que teníamos, porque era la edad de estar gozando. Hace poco una muchacha de la Escuela [Internacional] de Cine [de San Antonio de los Baños] me dijo que hiciera un ejercicio de memoria, y llegué a un sitio al que estaba loco por llegar: por qué fui a Angola. La gente me pregunta si me obligaron y uno no sabe qué decir, porque se te puede obligar de muchas maneras. Cuando te preguntan si estás dispuesto a cumplir misión y dices sí, la cuestión es cómo dices ese sí. Si lo dices convencido de verdad, literalmente no es una obligación, porque hay un trabajo allí de concientización durante muchos años. Y recordé por qué fui a Angola: yo fui por mi padre, que era, que es, un comunista tan ferviente, con un gran sentido de la responsabilidad, y yo tenía la idea de que a mi padre lo iban a sancionar en el Partido[Comunista de Cuba], le iban a hacer algo. Por eso fui. También porque era joven, y uno a esa edad no sabe muy bien qué es el peligro.
Entonces le cayó un aburrimiento muy grande y se dijo que tenía que hacer algo. Seis meses después estrenaba en la selva angolana Ernesto, la obra que le había cautivado por primera vez.
Y ahí dijo: voy a ser actor.
—Escribí al ISA, pero me dijeron que no podía entrar porque yo no era de pre, era de tecnológico, pero ya yo sabía que iba a ser actor. Hice entonces las pruebas para estudiar teatrología y aprobé, pero cuando fui a hacer la matrícula me dijeron que no, que había sido un error.

Fotograma de «La obra del siglo»
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Mario Guerra empecinado. Buscando una ventana, un tragaluz al menos, donde quiera que las puertas de la actuación se cerraran con chillidos de bisagras oxidadas. Probando —probándose— en el teatro de aficionados. Corrió entonces a una convocatoria de la Casa de la Cultura de Centro Habana y audicionó con una escena de María Antonia. Estuvo un tiempo haciendo teatro comunitario por los solares de La Habana con Humberto Rodríguez y el grupo Olga Alonso.
—Cuando tú trabajas a fondo, entregando lo tuyo a fondo, eso te afecta, de alguna manera son vidas que te afectan. Uno les da cosas a los personajes y ellos te dan a ti.
—¿Todos los personajes dejan marcas?
—Todos. Aunque uno piense que los olvida. Pero se quedan ahí, en la memoria esa que no podemos atrapar, yo creo que se quedan ahí. Te afectan o no, te marcan de alguna manera. Sin hacer de este oficio una tragedia, pero es una profesión que trabaja sobre el cuerpo, sobre la psiquis humana. Dedicarle tiempo a un personaje siempre es una marca.Que no piense nadie que esta es una profesión de párate aquí, ponte, muévete para allá. No. Hay más. Hay que dejar a un lado el ego, la necesidad de representación, la necesidad de exhibirse y, más bien, indagar y hurgar, para confesarte.
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El camino profesional —se dijo— estaba junto a un grupo profesional. Como fuera. Aunque pasaran meses antes de subir al escenario. Estudiando a los actores detrás de las bambalinas. Cargando utilería. Construyendo escenografías.
Un amigo le sugirió que probara suerte con Mario Balmaseda, entonces director del Teatro Político Bertolt Brecht, el grupo que lo despertara años antes.
—Así empecé: de utilero, tramoya y mensajero de grupo sin sueldo. Pero me encantaba estar rodeado de actores, me creía actor. Iba todos los días a la sala Covarrubias del Teatro Nacional, donde ensayaban ellos. Allí estaba Mario [Balmaseda], Luis Alberto García padre, Samuel Claxton, Elvira Enrique, Isaura Mendoza, Tito Junco. Yo entendía que trabajar allí era la manera más propicia que tenía de estar en una escuela de arte.
Tenía 24 años y observaba cada noche de función.
—Vi muchas puestas desde allí detrás, y vi cómo se preparaban los actores. René [de la Cruz] no era lo mismo que Mario ni que Luis Alberto. Tito, por ejemplo, era un actor que no hablaba mucho antes de entrar a escena, se quedaba en un rincón, tranquilo. Yo a veces camino mucho antes de entrar a la escena, trato de conectarme, aparte del entrenamiento. Evidentemente yo los miraba y absorbía. Por ejemplo Litico Rodríguez era un actor que me decía “tienes que hacerlo igual todos los días”, y René nunca me dijo lo contrario pero yo veía que hacía lo contrario. Y es que cada actor es un mundo y no puedes encerrarlos en un molde. Por eso un director tiene que conocer la personalidad del actor. El actor trabaja con el ego y exponiéndose, no hay heridas leves para él, puede herirse con una mirada, con un gesto, con una palabra.
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—También fue una etapa en la que probé mis primeros sinsabores, porque yo tenía, recuerdo, un deseo inmenso de ser actor, una fuerza interna, yo lo visualicé, y si eso de la atracción existe, en mí se dio. Pero para ser un gran actor, lo que se dice un gran actor, tienes que tener una dosis en el ADN.
—¿Qué es un gran actor?
—¿Cómo explicarlo? Es que yo no me veo como un gran actor.
—¿Quién sería un gran actor?
—Vicente Revuelta. Y déjame decirte, aunque no siempre fue exitoso, y a pesar de ser muy criticado, era un artista total. Yo lo vi actuar y para mí, desde mi inocencia, era algo muy grande, y lo vi conversar y yo creo que era un hombre extraordinario, teatralmente hablando. Para mí un actor no es solo un hombre que se para en el escenario, es un hombre que vive desde el arte, pero lo vive en todo momento, lo aplica constantemente, y con una visión y una postura del mundo. No hablo de epatar con la cultura, ni de restregar la cultura en la cara, hablo de gente de verdad, actores extraordinarios en el sentido que demuestran quiénes son en el escenario verdaderamente, y tienen las armas para trabajar con eso elegantemente, por eso te digo, quizás tengo tiempo de alcanzar eso, todos mis esfuerzos van encaminados en el fondo al conocimiento de mi oficio desde la pobre oportunidad. Recuerda que yo no tuve un maestro como tal, y siempre me quejo de eso, porque me hubiera gustado tener a Vicente Revuelta de maestro, o a Mario Balmaseda, o a Tito Junco.
Con el Teatro Político Bertolt Brecht hizo algunos personajes. Extras, sobre todo. Papeles secundarios. Fue insertándose poco a poco hasta que se dio cuenta de que tenía que ir a la teoría. Tropezó con El arte secreto del actor, de Eugenio Barba, en la biblioteca del Teatro Nacional, y como no le permitían llevárselo a casa, comenzó a transcribirlo a lápiz.
—Ahí choqué por primera vez con los opuestos, la pre expresividad, el trabajo con las manos y los pies, la energía, y mi mente no podía traducirlo en conocimiento práctico. Tendrían que pasar los años y madurar para entender algunas cosas.
Antes de abandonar los escenarios, vino una audición con el Buendía que el propio Mario arruinó al decirle a Flora Lauten, resentido, que él en realidad no quería hacer teatro, que no se moría por el teatro. Las obras El grito y Ya nadie saluda al rey, con el grupo Anaquiyé lo evaluaron como actor profesional. Su comité, Roberto Blanco, Adolfo Llauradó, Jorge Cao y Armando Morales, pidió el nivel más alto. Vendría entonces el Teatro Caribeño de Eugenio Hernández y todo lo que Mario aprendiera de folclor allí. Luego, fue 1993.
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—Pleno Período Especial y yo pasando las mil y una noches cubanas, cuando me dije: no tengo por qué soportar esto y me fui del teatro. Del-te-a-tro. Completo. Dije, tengo que vivir. Y me fui a vender dulces finos. Y me puse a estudiar tap (que después usé con Raúl Martín en Los siervos).
Un primo suyo hacía tartaletas y eclears que Mario vendía a cuarenta centavos dólar por las calles de La Habana. Se alquiló con su novia de entonces en un apartamento. Cada mañana caminaba desde Vento hasta Ayestarán, recogía los dulces y salía a venderlos. Se le cayeron los metatarsos de los pies de tanto caminar, pero tenía ocupado todo el Vedado.
Dos veces lo detuvieron. La primera vez, en plena Rampa, se le acercaron dos muchachos con los carnés en la mano. Acompáñenos, le dijeron. Perdió los dulces y 16 dólares que había hecho ese día. En la unidad, un teniente bajito, moreno, le preguntó dónde trabajaba, y Mario, muerto de miedo, apeló al primer recurso que encontró disponible: el reconocimiento. Yo soy actor, dijo, trabajo con Abelardo Estorino y Adria Santana (ya en ese entonces había hecho Parece blanca, del dramaturgo matancero) Pero, aún así, lo llevaron esposado por todo L y lo metieron a un calabozo hasta la media noche. No supo nada más de los dulces sobrantes.
—Pero seguí vendiendo. Tenía que vivir. Muchos actores se burlaron de mí, lo sé, porque vendía dulces. Y así estuve casi dos años.
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Obra «Delirio habanero»
Sobre el teatro cubano, Mario Guerra ha dicho lo siguiente:
“No se puede hablar de un teatro cubano honesto, aunque queramos, en estos
momentos. Vivimos en una sociedad que ha tenido que simular lo que no somos. No digo que no haya honestidades, o gente honesta. No digo tampoco que el que cometa un acto deshonesto, sea un tipo deshonesto. Yo que he vivido en la calle, como se dice hoy, con el cubano de a pie, y dialogo con mis colegas, me doy cuenta de lo poco sinceros que pueden ser. Debemos tener la posibilidad de estar o no de acuerdo, de equivocarnos o no.
“Pero uno se da cuenta de que no es posible crear, equivocado o no. Ahí están los críticos para expresar su opinión y luego uno debería responderles. Si usted no dice lo que piensa se enferma, se tuerce, y lo peor es que te escondes, si usted tiene miedo y vive con miedo (y esta es una sociedad que no lo aparenta, pero vive con temores), y si no hablamos de esa experiencia del error, no la subsanamos. En Memorias del subdesarrollo, dice Sergio: el subdesarrollo es la incapacidad de acumular experiencias y desarrollarse…
“Por eso creo que el teatro no puede estar bien. Se producen cosas interesantes, pero nosotros que estamos ahí dentro sabemos, y yo no me quiero engañar, ni dejarme engañar, quiero tener la libertad de decir: me equivoqué.”
Y sobre el cine cubano, esto otro:
“El cine es otro fenómeno. Dentro de esa palabra honestidad puede haber grandes deshonestidades, tiene que ver con la mascarada social, tiene que ver con la cultura del receptor, el que recibe el producto. Ahí también influye lo personal, influye el ego, la banalidad, la vanidad.
“Pero en el cine, que es otro medio, donde la tecnología ha tenido un valor incalculable, entonces se torna distinto. Difícil y escabroso, te lo digo yo que he trabajado en no sé cuántas películas y cortos independientes, por ayudar a los muchachos de la Escuela de Cine, o de la FAMCA (Facultad de las Artes de los Medios de Comunicación Audiovisual del ISA), o a cualquiera que viene y quiere hacer su película y yo siento que tengo que hacerlo, a veces sin cobrar nada.
“Eso ha permitido cierta expansión, al margen de calidades, en cuanto a la libertad de expresión y de temas que a ellos les preocupa y nos preocupa a todos, a veces más felices, o menos felices. Pero el cine lo permite, en el teatro también sucede, pero con esa condición de la tecnología hoy cualquier joven tiene una cámara en su casa y si se quiere filmar, se filma. Es la democratización de la información, que está en todo el mundo, aunque yo no tengo Internet y lo sé. Cuando viajo, me doy cuenta de que es así”.
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Hace un buen rato ya, Varilla, la Reina y el Bárbaro conversan y se insulta y se hacen burlas en el escenario.
EL BÁRBARO. Esa señora no puede ser ella porque le falta sabor y porque ella no puede estar aquí.
LA REINA. Ese señor no puede ser él, porque hace mucho tiempo que está muerto; muerto y enterrado.
EL BÁRBARO. ¡Muerto sí, pero enterrado no, porque hay espíritus que no pueden enterrarse y van pasando de cuerpo en cuerpo. De cuerpo en cuerpo, señora, de cuerpo en cuerpo!
Delirio habanero, la obra escrita por Alberto Pedro, fue llevada a escena por Raúl Martín y Teatro de la Luna en 2006, con Laura de la Uz en el papel de la Reina, Amarilys Núñez como Varilla y Mario Guerra, Mayito, como el Bárbaro.
Por varias temporadas, los personajes se citaron entre las ruinas de un bar de La Habana para reinterpretar, desde el delirio, a Celia Cruz, Benny Moré y al antológico cantinero Varilla.
Premios a la puesta en escena. Premios a la dirección. Premio a las actuaciones. Premio de la crítica.
Delirio habanero se convirtió en un “must-see”, todo el mundo quería verlo.
—Delirio habanero, por los premios, por lo que todo el mundo habla, es una obra que marcó o marca al espectador, yo no soy quién para decir que es un antes y un después, pero ciertamente parece ser un espectáculo que tiene todas las características para agrupar a distintos públicos, de distintas edades y niveles culturales. Y fue un personaje difícil por el cansancio que me provocaba, físico y mental. Estaba acompañado por dos actrices que fundaron conmigo Teatro de la Luna, Laura de la Uz, (qué te voy a decir de eso), y Amarilys Núñez. Disfrutaba y agonizaba hacerlo. La gente tiene una curiosidad muy grande con personajes que los actores hacemos, determinados personajes que creen ellos que te marcan, y a veces hay un personaje pequeño, escondido por allá atrás, que por alguna razón es el Personaje. Yo quiero a todos mis personajes, pero si te soy honesto, olvido muchas cosas, y no soy de esos actores que llegan a idolatrar a un personaje. Yo idolatro el proceso de trabajo: cómo llegué allí, desde el momento en punto en que nace, hasta el momento en que empiezas a elegir. La elección es muy importante, puedes tener cuatro miradas, pero el peligro está en qué tú eliges, ahí entraría la intuición, la inteligencia del actor, del director, muchas cosas.
Mario había llegado a Teatro de la Luna nueve años antes. Por casualidad.
Raúl Martín debía partir con el jovencísimo grupo a Chile y necesitaba un actor. Mario había regresado a las tablas y una amiga los presentó. Ensayó durante quince días y se fueron con La boda, de Virgilio Piñera.
—Raúl me dio la oportunidad no solo de expresarme desde su manera de ver el teatro, sino también de expresarme individualmente y desde la manera en que yo venía viendo el teatro. Fue la plataforma en la que yo empecé a descubrir otro mundo, maneras de hacer. Dábamos clases de danza, diariamente, de ballet y danza moderna y también folclor. Raúl es un jodedor cubano y tiene una relación con el teatro, con la danza, con el modelaje, con la comedia, muy particular.
Y Raúl Martin, uno de los directores teatrales más importantes de Cuba, da gracias a Dios por la inconformidad de Mayito con la realidad y con el trabajo.
—Él es una clase de rigor —dice—, una asignatura que se ha ido descuidando en el teatro. Mayito la imparte y la cursa cada día, como un acto también de resistencia a la desidia; pero es una respuesta inconsciente a su criterio de fidelidad. Es un tipo de principios y es fiel a ellos. Y en cada proceso los defiende. Y es un eterno burlador. Se burla de los incompetentes, de la burocracia, del oportunismo, de la desidia. Se burla con su teatro, esa es su arma. Y esa arma la afila con sus infinitos conocimientos, su gran inteligencia y sus interminables ganas de hacer. Claro, y con ese talento inmenso que la vida le dio.
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Mario se lamenta. A menudo se lamenta. No tuvo maestros, no recibió clases, no conoce, a profundidad, el trabajo de los grandes teatristas del mundo: Peter Brook, Eugenio Barba, Jerzy Grotowski. Se queja de ser “un desinformado” de la escena internacional y de que sea tan difícil hacer teatro en Cuba.
A sus 56 años se emociona fácilmente con un proyecto. Se va a filmar aunque le paguen mal. Regala brutales interpretaciones en personajes de un par de escenas.
—Cuando te proponen un personaje pequeño, ¿existe ese pensamiento de “tengo que comérmelos”? ¿Se encara así a ese tipo de personajes?
—Si tú me haces esa pregunta cuando yo tenía veintitantos años, quizás la respuesta sería: “sí, si me dan cinco minutos, tengo que comerme al mundo”, porque ya sabes lo que yo viví para poder ser actor y por supuesto hay una avidez. Me doy cuenta ahora, con el tiempo, de que tiene algo de sana esa avidez, porque no se convirtió en eso. Sabes qué, a mí me encanta filmar y no soy tonto, me gusta que me paguen y que me paguen bien, y casi nunca me pagan bien, como le sucede a todos los actores cubanos. Pero a mí me gusta filmar y me emociono muy fácil y caigo en la trampa muchas veces. También me da orgullo que venga un joven y me diga, Mario quiero que me ayudes con esto, y yo lo miro y veo que está embarca´o y entonces entre eso y que el muchacho vino a verme a mí… Hay actores amigos que piensan que eso es un error, pero yo me guío por lo que siento y lo hago. Yo no voy porque diga: “este personaje necesito ponerlo allá arriba, por muy pequeño que sea”, no. Yo voy a trabajar con toda mi experiencia y me hago visible, porque a veces son más cómodos, porque tienes menos tiempo en pantalla, pero más tiempo para dedicarle a ese personaje, y si tiene solo una escena, pero puede crecer, esa es la tarea del actor.
Y luego están sus obsesiones: con las acciones físicas, con la limpieza del trabajo del actor, con lo que dice, cuando no le suena como debería. Y luego sus creencias, y su fidelidad: a los años, a la persistencia, al trabajo duro, a la sinceridad.
—Con los años he descubierto que me quiero interpretar cada vez más a mí mismo, porque tengo una necesidad imperiosa de ser honesto y de ir a mí, y de que es la única manera de expresar un discurso coherente, verdadero. Lo cual no quiere decir que no construya un personaje, pero tengo que ir a mí, a mi verdad, a mi interior. Después la puedo fantasear, vestir, no digo adornar, pero es mi verdad.
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Lo demás, si es que hay algo más allá, tendrá que ser la memoria.