Iván y el día después

    Iván de la Nuez tiene veintitantos años. Lo citan para conversar sobre el proyecto PAIDEIA. Está sentado en una oficina junto a otro amigo, Rafael Rojas. El interlocutor de ambos es Armando Hart, Ministro de Cultura. El ministro no ha invitado a conversar a los gestores del proyecto, tampoco a otros miembros o firmantes. Ha llamado, exclusivamente, a de la Nuez y a Rojas. El ministro, pocos años después, durante una intervención especial en el V Congreso de la UNEAC, dirá: «lo cierto es que nadie puede presentar un programa contrario al de la Revolución, sobre fundamentos culturales cubanos»[1]; aunque no se puede afirmar que PAIDEIA —si acaso se tuvo esa deferencia en la cita— fuese un programa contrario al programa de la Revolución, ni que la Revolución hubiese adquirido derechos de exclusividad a la hora de definir lo «cultural cubano». Añadirá Hart más adelante: «los intelectuales de mayor comprensión acerca de la política revolucionaria y de sus diversas sutilezas, ejercerán una influencia superior en el movimiento de ideas. De otra manera, quedarán aislados»[2]. Y se le oirá clamar porque el arte no renuncie a su repercusión política, pero dejará bien claro que solo las instituciones del Gobierno están en el deber «de promover todo lo que tenga valor artístico y ayude a la Revolución o que no la afect[e]»[3].

    Aquel día, en aquella oficina, el ministro debe de mirar con cierta preocupación a los «muchachos» antes de decirles que PAIDEIA «está siendo infiltrada por la contrarrevolución»[4]; luego, quizá, da media vuelta o apoya su codo en un buró, los observa nuevamente y les recuerda que ellos son «hijos de dos buenos revolucionarios»[5], por lo tanto, les dice el ministro, no pueden prestarse «a esa maniobra del enemigo»[6]. Iván —cuenta Rafael— se levanta del sofá muy molesto, interrumpe a Hart y en un acto valeroso para un joven de veintitantos años, le espeta que su Revolución —la del ministro— nada tiene que ver con la suya. Sale de la oficina. Rafael lo sigue. La escena pudo ser una metáfora demasiado elaborada de lo que sobrevendría. Aquel día Iván, posiblemente, no solo salió de una oficina, lo hizo también del país. Salió de la impostura y de la complicidad. Del camino circular que hace regresar al hombre sobre su propia rabia. 

    ***

    Al estudiar los documentos oficiales de la cultura —y aquellos relacionados con el panorama literario— de los años noventa en Cuba se advertirá, sin demasiadas dificultades, que en ellos no hay una resonancia real de lo que sucedía a nivel social en el país —práctica que también se reconoce en décadas anteriores. No se encontrará en ese discurso de Hart, o en otro pronunciado por Abel Prieto el 20 de noviembre de 1993 para inaugurar el mencionado congreso de la UNEAC, referencias reales o diálogos constructivos.

    En los últimos dos años he realizado un análisis documental con el fin de identificar, entre otras cuestiones, las muestras de poder —entendiendo el poder a la manera de Habermas— en directrices y discursos que forman parte de la política cultural de la Revolución cubana. Los numerosos fragmentos que he ido acumulando y clasificando por décadas, he de confesar, me dan escalofríos. Fragmentos que, al leerlos y verlos así, en bloques, dispuestos en un documento de Excel, pueden explicar, mediante un impacto visual, no solo la similitud —de contenido y forma— entre ellos, sino la constante de una retórica oficial marcada por el disfraz y la violencia. Las órdenes y la coerción presentes en las palabras de Abel Prieto, por ejemplo, representan un facsímil de los discursos de la década de los sesenta; de lo que ya habían dicho Fidel Castro, Carlos Rafael Rodríguez, Ernesto Guevara, Mirta Aguirre y José Antonio Portuondo. Esas muestras de poder difícilmente ofrecen una línea de pensamiento ética o estéticamente salvable; solo descalifican al intelectual crítico, y representan una parte del mecanismo legitimador y simbólico de las historias nacionales.

    Repasemos algunos fragmentos del discurso de Abel Prieto. Afirma el entonces presidente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba: «no han faltado oportunistas, gente que se ha vendido de una u otra forma, como en cualquier otro sector de nuestra sociedad, pero la corriente fundamental de la intelectualidad cubana sigue perteneciendo, sin discusión alguna, a la Revolución»[7].

    En primer lugar: ¿Quiénes son los oportunistas? ¿Por qué no los nombra? ¿Por qué no dice en qué consistió ese presunto oportunismo? En segundo lugar: ¿Qué derecho lo ampara para afirmar lo que afirma y cómo lo hace? La corriente fundamental de la intelectualidad cubana fue claramente profanada desde que un Código Revolucionario de Sanciones inhabilitó —y por ende expulsó de la isla— a Gastón Baquero, Lino Novás Calvo, Jorge Mañach, Leví Marrero o Francisco Ichaso; y así, de maneras más estentóreas o silenciosas, ha continuado el vilipendio.

    Prieto dice, en ese 1993, que existía un «deseo de influir a través del diálogo permanente en la aplicación práctica de la política cultural revolucionaria»[8], pero hacía poco tiempo se había sofocado a PAIDEIA y a los escritores firmantes de la «Declaración de Intelectuales cubanos» y a Tercera Opción sin que mediara un diálogo diáfano o de respeto. Dice también que la UNEAC ha actuado «por propiciar la discusión respetuosa (…) y por encontrar una salida constructiva»[9] cuando algún miembro ha aplicado métodos inadecuados (que tampoco menciona —ni a los miembros ni a los métodos—), pero ¿qué salida constructiva se puede vislumbrar ante las golpizas a Rolando Prats o ante los reclutamientos forzosos de César Mora y Omar Pérez, o ante la expulsión de Casa de las Américas de Roberto Uría o Atilio Caballero, o ante el veto al empleo de Idalia Morejón?

    ***

    Iván de la Nuez. La Habana, 1989. Foto: cortesía del entrevistado.

    Iván de la Nuez (La Habana, 1964) viaja a México poco tiempo después de aquel encuentro con el ministro. No regresa. Desde entonces, y sin descanso, su afiliación o complicidad con PAIDEIA y su destacada carrera intelectual se han visto institucionalmente opacadas en la isla. No aparece en ninguna enciclopedia, en ningún periódico se menciona La balsa perpetua o Teoría de la retaguardia o Cubantropía, o ninguna de las exposiciones que ha curado o comentado; salvo para blandir la espada moralizante, pronunciar las palabras que ya sabemos sobre el imperialismo y el enemigo o para apresurarse a imprimir la antología Pensar y vivir en Cuba donde, además, declaran falsamente que Cuba y el día después ha manipulado un texto.

    De la Nuez, no obstante, es de los intelectuales que han vuelto a Cuba en la última década. Lo ha hecho con buen ánimo y con cierta confianza en que la contaminación puede rendir sus frutos. En la isla, lo hemos visto impartir un taller en el Estudio de Carlos Garaicoa y hablar en la embajada de España, presentar a Joan Fontcuberta y a Roger Bartra y publicar un artículo sobre David Beltrán en La Gaceta de Cuba. En ningún caso ha sido invitado a ofrecer una charla en el Museo Nacional de Bellas Artes, el Centro Wifredo Lam, la Fototeca de Cuba o la Biblioteca Nacional. Pero ha trabajado con artistas emergentes como Hamlet Lavastida, Leandro Feal y Claudio Fuentes para su exposición «Iconocracia» (2015); con Alejandro Campins, Michel Pérez Pollo y Juan Miguel Pozo para «Pintar a contratiempo» (2018); ha recuperado a la silenciada generación de arquitectos de los ochenta para su exposición «La utopía paralela» (2019). Receloso del anecdotario y enemigo de extasiarse con el pasado, hace una excepción y nos cuenta su experiencia alrededor de PAIDEIA y de los últimos años de la convulsa década de los ochenta.

     ¿Cómo ocurrió su inserción en el panorama editorial cubano y cuál era su visibilidad en el ámbito literario?

    Si hablamos de libros, salvo mi tesis de licenciatura sobre la Democracia Cristiana en Chile, que había ganado un premio universitario que le valió que se publicara en Ciencias Sociales, ni entonces ni ahora, ni por el Estado ni por lo privado, han publicado un libro mío en Cuba y sus alrededores. Así que mi visibilidad era y sigue siendo nula en ese aspecto. Ahora bien, si por «panorama editorial» entendemos también a las revistas y algún catálogo de arte, ahí sí corrí mejor suerte y tuve editores que defendieron mi trabajo y a los que estoy agradecido. Empezando por La Gaceta de Cuba (donde publiqué unos ensayitos sobre modernidad en América Latina, relación centro-periferia o arte y arquitectura cubanos) y continuando por la revista Casa, en la que saqué en 1990 «Democrates Alter», un texto crítico sobre el Quinto Centenario, su remake colonial y la alegría patrimonial que giraba en torno a todo aquello (también en nuestra Habana socialista).

    Cuando escribí «Más acá del Bien y del Mal» (un intento de entender los conflictos culturales de la Revolución en clave posmoderna y en el que por cierto comparaba los proyectos de Arte Calle, Castillo de la Fuerza, Hacer y PAIDEIA), disciplinadamente llevé el texto a varios editores, pero todos sin excepción me dijeron lo mismo: que no podían asumir aquello. Así que acabó publicándose en México y Frankfurt. De todos modos, creo que mi «visibilidad en el ámbito literario» estaba sobredimensionada, por encima de mi obra real y reforzada en los debates públicos en los que intervenía. En general, supongo que era visto como un ensayista precoz y con algún problema ideológico.

    ¿Puede comentar cuáles eran los temas que se abordaban en la Facultad de Historia donde estudió y cuáles se consideraban tabúes? ¿Hubo al respecto algún ejercicio de reprimenda?

    Mis temas no estaban conectados académicamente con la Facultad de Historia, aunque la formación que recibí allí me ha acompañado siempre y ha jugado a mi favor en el mundo en el que he desarrollado mi trabajo posterior. Entonces, como ahora, intentaba leer la cultura cubana en una dimensión geopolítica, pensando que lo que habíamos vivido no sólo nos acreditaba para pensar a Cuba, sino también para pensar el mundo. Era un furibundo anti-manualista, me interesaba aplicar en la Isla lo que leía sobre las relaciones de poder y saber y llegué incluso a entregar en Ciencias Sociales un proyecto de antología de Foucault. Sí viví ejercicios de reprimenda o alertas, aparte de que se me negó el trabajo varias veces, pero nunca fui encarcelado por mis escritos ni mis opiniones. Mi aspiración era convertirme en profesor de la Facultad de Historia, algo para lo que me había preparado a conciencia. Pero eso me fue impedido, a pesar de que algunos profesores me apoyaron hasta donde pudieron, en algún caso a riesgo de perder sus puestos o su militancia en el Partido. Ellos y ellas se enfrentaron incluso al compañero de la Seguridad del Estado que atendía la facultad —un hombre que se movía en un sidecar, según recuerdo—, que les dejó bien claro que yo no podía «tener alumnos». Así que se amañó un concurso en el que perdí una plaza que tenía bastante ganada desde el punto de vista curricular. El presidente del jurado me dijo, literalmente, que no buscaban a un intelectual sino a un profesor. Si alguien creyera hoy que he hecho algo de valor en la cultura, tendría que reconocerle parte del mérito a esa gente que me empujó hasta aquí, lejos de mi sueño original.

    En su ensayo «Más acá del Bien y del Mal. El espejo cubano de la posmodernidad» cuando se refiere a PAIDEIA, a los miembros de PAIDEIA, ha escrito en tercera persona: «ellos mismos se concebían como una institución futura…» y Víctor Fowler en «Limones partidos» lo cataloga a usted y Rafael Rojas como «no-firmantes» de PAIDEIA [aunque sus firmas sí aparecieron, al menos, en la versión V del documento]. ¿Cómo narraría y catalogaría Iván de la Nuez su vinculación o nexo con PAIDEIA? ¿Se considera usted como un agente externo o como un agente activo del proyecto?

    Para mí el proyecto PAIDEIA son tres capítulos interconectados, aunque no idénticos. En primer lugar, estaba el espacio de debate en el Centro de Promoción Cultural Alejo Carpentier (una institución del Estado). En segundo lugar, estuvo el Manifiesto (escrito por Rolando Prats, Ernesto Hernández Busto y Radamés Molina), que aparece justo cuando prohíben los debates y les quitan el espacio. En tercer lugar, tenemos la asamblea posterior en el mismo Centro Carpentier (que fue grabada y después mostrada a los dirigentes de la ideología y la cultura del país).

    Siempre entendí que los líderes del proyecto, así como sus fundadores, eran Prats, Ernesto y Radamés. Y a ellos se les debe lo conseguido, sea mucho o poco. Yo era simplemente un participante, tanto en alguna mesa redonda como en el público. Estaba fervientemente a favor del proyecto como espacio de debate, tenía reservas filosóficas con el manifiesto y, aunque participé un tanto airadamente en la asamblea, con el tiempo esta última me pareció una trampa en la que caímos de buena fe. Hasta ese momento, lo que se permitió y lo que se reprimió de PAIDEIA no me pareció un proyecto opositor.  

    Debido a su conjunción con PAIDEIA ¿sufrió algún tipo de represalia o censura tanto en su obra como en su vida privada? En «Limones partidos» Fowler asegura —además— que usted sufrió diatribas semejantes a las que sufrieran los protagonistas principales del proyecto.

    Rafael Rojas y yo fuimos citados por el Ministro de Cultura, Armando Hart, a su despacho. Lo que paso allí, Rojas lo cuenta en su texto «El reloj de Tristá» de manera fidedigna. Ese episodio sí tuvo que ver directamente con PAIDEIA. No sé si el impedimento de enseñar en la Facultad de Historia tuviera algo que ver también. Otros problemas me los busqué por mi cuenta, pues mi mundo y mi radio de acción no se circunscribían a PAIDEIA. También estaba inmerso en el grupo de arquitectos y arquitectas de nuestra generación y en su primera exposición, veía a Carlos y Víctor Varela, a Lázaro Saavedra, Toirac, a Pedro Luis Ferrer y a Emilio Ichikawa en Bauta o la playa de Baracoa; me reencontré con César Mora y Rodolfo de Athayde que volvieron represaliados de la URSS, me reunía en Las Cañitas con antiguos profesores de la Universidad (como Sergio Guerra y Omar Díaz de Arce) que siguieron siendo mis amigos, hice un taller con el Ballet Teatro de La Habana dirigido por Caridad Martínez. Al final de la década, Flavio Garciandía me llevó al Instituto Superior de Arte (ISA) para dar un curso sobre pensamiento y estética de la posmodernidad (en sustitución de Osvaldo Sánchez, que se había ido a México). Allí tuve un grupo terrible (es decir, buenísimo) en el que estaban Tania Bruguera, Luis Gómez, Eduardo Azcano o Nilo (posteriormente El Guajiro del Asfalto); y continuábamos las clases fuera del ISA, lo mismo en la playa que en un tiro de cerveza. Recuerdo que Ileana Diéguez me rescató por un tiempo en el ICRT, en un momento en que ella les dio su primera oportunidad a varios de los nuevos directores cubanos. También estuve un año en el Centro de Desarrollo de las Artes Visuales donde, después de tres años sin conseguir trabajo fijo, fui llevado por Marcia Leiseca y Beatriz Aulet… hasta «El objeto esculturado».

    Eran tiempos en los que, si en una iglesia o en un grupo en un parque te invitaban a meter tu tabarra, allá ibas. Al día siguiente, se te podía acercar alguien para decirte que aquello que habías hecho o dicho lo podía aprovechar la CIA, el Enemigo o, incluso, podían contarte lo que hubieras hecho la noche anterior con pelos y señales. Todo esto puede parecer ridículo, pero date cuenta de que en las carreras de Humanidades obligaban entonces a ordenar la bibliografía empezando por los clásicos del marxismo y los escritos de Fidel sobre el tema. Sólo después empezaba el orden alfabético, de la A a la Z, para el resto de los mortales. Ese era el mundo en que vivíamos y el absurdo que rechazábamos. Frente a eso, nosotros teníamos razón y ellos no. Así de sencillo.

    Cuando la tensión alrededor de PAIDEIA se hizo mayor y más peligrosa, afirma Rolando Prats que trataron «de separar de PAIDEIA, y de cualquier vínculo con “los de PAIDEIA”, a Iván de la Nuez o Rafael Rojas…» y que una de las estrategias desde lo gubernamental fue convocar a esa reunión con Armando Hart, donde no invitaron a la totalidad de firmantes o miembros del proyecto. ¿Cómo recuerda, en específico, esos momentos?

    Tengo a Cayo [Rolando Prats] por una persona honesta. Si él dice eso sobre la intención institucional de separarnos a mí y a Rafael Rojas del resto del grupo, sabrá por qué lo dice. En todo caso, es una información que yo no manejaba y una situación de la que no me aproveché. La reunión con el Ministro refuerza esa afirmación de Cayo. Pero, si ese era el objetivo, el modo abrupto en que acabó aquel encuentro indica que la estrategia no funcionó.

    ¿Puede decirse que hubo un momento puntual en el cual Iván se separa de PAIDEIA?

    No recuerdo que fuera así. PAIDEIA deja de funcionar como espacio cultural alrededor de 1989 (si la memoria no me engaña), y a partir de ahí la implicación no fue la misma. Pero mantuve relaciones estrechas con ellos hasta que salí de Cuba hacia México en 1991, paso que di junto con Hernández Busto, además. Esas relaciones continuaron en Barcelona (especialmente con Radamés, que es un hermano). Y la he mantenido en el regreso de estos últimos años a La Habana (donde he coincidido con Cayo y hemos mantenido un diálogo fluido). Otra cosa es que, insisto, PAIDEIA no fue mi único interés ni mi único foco creativo o de amistades de ese tiempo. Por otra parte, yo nunca fui un disidente, ni estuve en ningún partido, ni transité por esa zona de la oposición política hacia la que algunos de ellos sí derivaron. Esa es la razón por la que nunca pedí asilo político fuera del país. Simplemente, no tenía méritos para solicitarlo y siempre he renegado del uso del asilo político como un trámite migratorio. Cuando has visto lo que han pasado gente como María Elena Cruz Varela, Marco Antonio Abad, Ángel Delgado o Jorge Crespo, cualquier pose heroica es ridícula. Siempre he querido mirar de frente a Omar Pérez o César Mora, por ejemplo, y eso no se puede hacer yendo por ahí tuneando tu biografía.  

    ¿Cómo recuerda su vínculo con la biblioteca independiente en la casa de Ernesto Hernández Busto?

    Es de los mejores recuerdos que guardo de esa época. Del intercambio de libros y de los cursos que dábamos, donde abordé directamente el tema cubano apartándome de la filosofía más abstracta que protagonizaba aquellos encuentros. También vivíamos La Habana nocturna. O nos íbamos a la playa o a jugar al taco. No siempre estábamos sufriendo, criticando o filosofando.

    En una entrevista que le realizara Antonio José Ponte, él afirma que alguna vez le escuchó decir que había llegado un momento en que sentía no tener cabida en Cuba. ¿Qué lo condujo en particular a ese sentimiento? ¿Fue ese sentimiento —o acaso esa certeza— lo que lo llevó a la decisión definitiva de convertirse en un «desertor» en 1991?

    Tanto yo como mi círculo más íntimo de esa época tuvimos la sensación de que las hostilidades no empezaron desde mí. Pero así y todo caí en esa máquina de crear enemigos que ha campado a sus anchas en Cuba y cuyas consecuencias pagará el país durante mucho tiempo. De todos modos, está claro que no fui un héroe, pero tampoco me asumí como una víctima y he procurado seguir con mi vida espantando el rencor y sin congelarme en el tiempo. Te agradezco tu interés y este espacio para el recuerdo de ese momento tan intenso que va de 1988 a 1991, pese a que no me guste ir contando batallitas ni tenga talento para eso ni crea que haya sido importante lo que hice.

    Ha afirmado que, alrededor de 1989, se dio cuenta de que el movimiento artístico en el que usted creía y del que participaba y sobre el que escribía «no encontraría salida dentro de Cuba», y que este se enfrentó a medidas legales y políticas muy serias. ¿Podría comentar en qué consistieron estas medidas?

    En la cancelación de las iniciativas que cuestionaban a las instituciones. En el desmantelamiento del grupo que, desde el Ministerio de Cultura u otros espacios, había tolerado o incluso impulsado algunos proyectos (incluido ese Ministro reunido con unos veinteañeros). En el encarcelamiento o la represalia contra los artistas más críticos. En el canto del cisne del famoso Juego de Pelota, el cierre de «El objeto esculturado», «El Castillo de la Fuerza» o «Hacer». En el éxodo de una parte importante de intelectuales nacidos y formados con la Revolución. En la victoria del estalinismo tropical y de la dirección ideológica sobre la cultural… Ya me parece una buena lista, aunque incompleta, por supuesto.

    ¿Presenció o conoció alguna otra manifestación clara de la falta de disposición al diálogo de las instituciones culturales cubanas, además de aquella en aquel congreso de la UPEC donde escuchó decir: «hay una generación muy informada, que cree que hay que escucharla porque son los hijos de la Revolución; con esos… ¡ni cojones!»? 

    Creo que ya he contestado a eso. Por otra parte, se debe reconocer que hubo una zona de las instituciones culturales que dialogaron hasta donde pudieron y refugiaron a gente con problemas mientras no los defenestraron a ellos (y ellas) también. Al final, fuimos devorados por guerras que nos concernían y por otras que nos quedaban algo lejos, en un momento en que la esfera ideológica se impuso a la brava, llegando a monopolizar el Ministerio de Relaciones Exteriores, el periodismo, la televisión o las artes plásticas. La mayoría eran cuadros de los setenta con un odio visceral evidente hacia nosotros y un odio solapado hacia la generación de los sesenta. Por supuesto que todo respondió a una política de Estado que, en última instancia, bajaba desde Fidel Castro, pero las fricciones no fueron iguales con todos los aparatos de ese Estado.

    Una vez exiliado era previsible —por como ha actuado tradicionalmente el poder gubernamental— que dejara de figurar o de ser visibilizado como un escritor/ensayista cubano. Usted ha afirmado que el hecho de que no se publiquen sus libros en Cuba no es ni noticia ni lo ha martirizado jamás, pero, ¿ha conocido, además del silencio, el borrado de memoria (como la ausencia de una ficha suya en EcuRed) y la edición a prisa de Vivir y pensar en Cuba, alguna acción concreta por demeritarlo dentro (o fuera) de la isla?

    Me siento una persona situada en algún lugar de la izquierda y en algún lugar de la democracia (sean estas lo que sean). Todos mis proyectos cubanos incluyen a artistas o intelectuales que viven dentro o fuera, precisamente porque su intención, durante tres décadas, ha sido romper esa frontera. Así que jamás he pedido ni repartido carnets políticos para participar en ellos, cosa que he cumplido a rajatabla también a la hora de abrir mi casa a otros cubanos de toda condición e ideología. Prefiero quedarme con eso, y lo que haga o no haga EcuRed conmigo me importa muy poco, por no decir nada.

    Notas:

    [1], [2], [3]: Hart, A. (2008). Intervención especial de Armando Hart, Ministro de Cultura [V Congreso]. En Memorias del Primer Congreso Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (pp. 131-138). Ediciones Unión.

    [4], [5], [6]: Rojas, R. (1999). “El reloj de Tristá”. En Vázquez, R. (Comp.) Cuba: voces para cerrar un siglo (II) (pp. 54-63). The Olof Palme International Center, Estocolmo.

    [7], [8], [9]: Prieto, A. (2008). Palabras de Abel Prieto en la inauguración del evento [V Congreso]. En Memorias del Primero al Séptimo Congreso de la UNEAC (pp. 109-113). Ediciones Unión.

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    4 COMENTARIOS

    1. Casos como éste, que son una muestra cristalina del insilio que muchos sufren en la isla de peso, son silenciados por un grupo que posiblemente actúan más por miedo que por convicción. Ese sueño del Hombre Nuevo del Che caducó y es más obsoleto que los coladores de café de tela. Siempre leo con placer y confianza los escritos de Melissa. Ni hablar de los libros de Rafael e Iván. Yo estoy en Miami desde mucho antes del fenómeno del Mariel y la hambruna psico-física de los 90. Historias como las que nos trae Melissa deben circular más en esta sección geográfica que ha sido víctima de estigmas reales e inventados.

    2. La mejor forma de combatir contra la amnesia, impuesta o voluntaria, consciente o inconsciente, es la de un ejercicio de la memoria como éste, que hay que agradecerle tanto a Melissa como a Iván en este pas de deux de preguntas y respuestas tan honestas como inteligentes. Así se forma la Memoria del Futuro, aquellos Recuerdos del Porvenir que adivinó Elena Garro, para sociedades como la cubana que han padecido la mordaza y el látigo por demasiado tiempo. Es un privilegio leerlos y recorrer esas historias personales que finalmente confluyen en la gran corriente que forma el río de la cultura cubana y confirma la excepcionalidad de sus protagonistas.

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