Juan Pablo II en Cuba: del silencio eclesial a la mediación política

      Acompaño con la oración mis mejores votos para que esta tierra pueda 

    ofrecer a todos una atmósfera de libertad, de confianza recíproca, 

    de justicia social y de paz duradera.

                                                                                                                  Juan Pablo II

    La Iglesia católica en Cuba vivió entre los sesenta y los noventa del pasado siglo un ciclo represivo impulsado por el Estado castrista; este proceso debilitó su estructura pastoral y disminuyó la feligresía de la institución.  Esta confrontación fue producto de hondas diferencias filosóficas, y de los procederes autoritarios de Fidel Castro, quien antes había sido protegido en reiteradas ocasiones por Enrique Pérez Serantes, arzobispo de Santiago de Cuba. Una parte considerable del laicado y el clero apoyó la naciente Revolución, que proponía convocar elecciones y restaurar el concierto democrático en el país. La situación comenzó a tensarse con el inicio de los juicios sumarios y los fusilamientos de personas críticas a Fidel Castro. Los señalamientos no se hicieron esperar por parte de Enrique Pérez Serantes y de Evelio Díaz, quien fue nombrado arzobispo de La Habana tras la muerte en 1963 del cardenal Manuel Arteaga.

    Este diferendo se agudizó con la expropiación de los colegios religiosos, los procesos judiciales contra laicos, las expulsiones de sacerdotes y monjas del país. Se generó así un clima de confrontación con la Iglesia, aunque no se rompieron las relaciones diplomáticas con el Vaticano debido a la polémica labor del sacerdote italiano Cesare Zacchi, quien ejercía como encargado de negocios de la nunciatura en la isla.  En la década de los ochenta, la institución religiosa experimentó un desarrollo durante la Reflexión Eclesial de Base (REC), y en el año 1986 fue realizado el Encuentro Nacional Eclesial Cubano (ENEC).

    Este proceso estuvo influido por el aggiornamento que propuso el Concilio Vaticano II, así como por las reflexiones socioteológicas impulsadas en los encuentros del episcopado latinoamericano en Medellín (1968) y en Puebla de los Ángeles (1979), que situaron la Iglesia en un contexto socio-pastoral distinto al vivido en la isla entre 1902 y 1959.  La comunidad católica del ENEC era consciente de que el principal desafío se basaba en evaluar su presencia en la sociedad totalitaria. La década de los noventa se abrió con el fin de los regímenes estalinistas en Europa del Este y la Unión Soviética. Ello generaría una de las peores crisis económicas de la historia de Cuba, denominada eufemísticamente «Período Especial».

    Esta crisis condujo a una exposición religiosa en la vida cotidiana de un segmento considerable de la ciudadanía, que retornaba a los templos en busca de ayuda humanitaria o una propuesta espiritual. En el mes de septiembre de 1993, el episcopado cubano publicó la carta pastoral «El amor todo lo espera». El documento denunciaba la situación de precariedad general en el país y exigía la búsqueda de soluciones que contaran con la participación de la emigración, apostando por la reconciliación nacional. 

    En el año 1989 la Conferencia Episcopal Cubana y el gobierno cubano invitaron al Papa Juan Pablo II a visitar el país. Pero el apoyo del pontífice al Sindicato Solidaridad en su natal Polonia, así como sus implicaciones en el derrumbe de los regímenes más allá del Telón de Acero, disparó las alarmas del Partido Comunista cubano, que finalmente decidió no convidar a Wojtyla. 

    Así lo narra Orlando Márquez, periodista católico: «José Felipe Carneado llama al arzobispo de La Habana y le cuestiona por qué no para las procesiones, si en definitiva “el Papa ya no viene”. La respuesta del arzobispo fue aguda: “¿Eso dónde se ha dicho? Publiquen una nota en el Granma diciendo ustedes que no viene y yo detengo las procesiones preparatorias para la visita”. En la edición del día siguiente se publicó la nota confirmando que no habría visita, al menos no en aquel momento».

    En el año 1997, Fidel Castro visita la Santa Sede e invita al Papa a realizar una gira pastoral en Cuba. Este suceso dio inicio a un proceso preparatorio asumido como política de Estado, pues Fidel Castro en varias comparecencias televisivas declaró que la venida del Papa Juan Pablo II debía mostrar «un país en calma y respetuoso de la religión».

    Visita del Papa Juan Pablo II a Cuba. Foto tomada de Internet

    ¡Y llegó el Papa!

    Aún recuerdo mi asombro al ver una misa por la televisión. Con apenas seis años, pregunté: «Mami, ¡qué hace la Virgen en la televisión!». Este recuerdo infantil tal vez sea un índice de cómo la visita papal influyó en la realidad sociorreligiosa del país. Después de más de cuatro décadas de represión, se televisaban cultos y alocuciones religiosos. La peregrinación se extendió del 21 al 25 de enero de 1998. El pontífice que llegaba a Cuba no era el «Papa viajero» de la década de los ochenta, sino un hombre debilitado por el Mal de Parkinson que padecía desde 1992.

    A pesar de sus limitaciones físicas, la agenda papal estuvo cargada de eventos: cuatro misas públicas (Santa Clara, Camagüey, Santiago de Cuba y La Habana) y diversos encuentros públicos con la vida religiosa, las autoridades políticas y la comunidad intelectual. Pero más allá de su valor religioso, ese viaje destacó por su significado cultural, político y social. Por ello se hace necesario esbozar un grupo de elementos que marcaron un precedente y transformaron el concierto sociopolítico del período.

    En primer lugar, la gira propició el escenario para la difusión de un mensaje eclesial crítico sobre la realidad social y la ausencia de libertades existentes en la isla. El episcopado, la vida religiosa y el laicado habían expresado su desacuerdo con los derroteros políticos en documentos, homilías y encuentros —en especial, las críticas públicas de Monseñor Pedro Meurice y Monseñor José Siro González, obispos de Santiago de Cuba y Pinar del Río, respectivamente. 

    Sin dudas, el discurso de Meurice constituyó el acto público, y televisado, de mayor discordancia con el Estado totalitario hasta ese momento. El prelado señaló en aquella homilía: «Le presento, además, a un número creciente de cubanos que han confundido la Patria con un partido, la nación con el proceso histórico que hemos vivido en las últimas décadas, y la cultura con una ideología. Son cubanos que al rechazar todo de una vez, sin discernir, se sienten desarraigados, rechazan lo de aquí y sobrevaloran todo lo extranjero. Algunos consideran esta como una de las causas más profundas del exilio interno y externo».

    Estas palabras apuntaban directo al corazón del régimen político, y se conjugaron con los gritos de los asistentes en apoyo al jerarca, que evidenciaron la exigencia de cambios en el país por parte de la comunidad católica. Además, ese sentimiento de disenso se fortalecía con la presencia de espacios de crítica como la revista Vitral en Pinar del Río, o bien iniciativas políticas nacidas al interior de la institución, como el Movimiento Cristiano de Liberación, liderado por Osvaldo Payá

    La visita de Juan Pablo II también fue una oportunidad para reforzar las acciones asistenciales y educativas que desarrollaba la Iglesia. Fortaleció la labor de instituciones benéficas —entre ellas, Cáritas—, así como el quehacer de los centros educativos-culturales, que daban sus primeros pasos sin ningún tipo de amparo legal. 

    En general, el viaje papal favoreció el inicio de un clima de distención entre la Iglesia y el Estado que llevaría a un proceso de diálogo protagonizado por el cardenal Jaime Ortega. Así se pasó de una Iglesia que vivía en el ostracismo a una institución con incidencia pública y capacidad de mediación política y humanitaria, como se demostró en 2010 y el 2011 con la liberación de los presos políticos de la Primavera Negra (2003) y, más tarde, con la participación en las negociaciones que condujeron al deshielo de relaciones diplomáticas con los Estados Unidos durante la presidencia de Barack Obama.

    La Iglesia católica retomaba su centenaria tradición de procesos y cultos públicos; además, consiguió esporádicas intervenciones en la televisión y otros medios de difusión. 

    Al mismo tiempo, esa ruta abierta con la presencia papal en la isla tendría un costo institucional. Influyó en una disminución de los cuestionamientos al autoritarismo estatal. Fueron sustituidos obispos críticos por prelados con perfiles más moderados respecto al entendimiento con el Partido Comunista. Asimismo, fueron desarticulados espacios de promoción del laicado, como la propia Vitral en la diócesis de Pinar del Río.

    En el plano diplomático, el llamado aperturista solicitado por Juan Pablo II trajo beneficios para el Estado cubano, que vivía en la autarquía política regional, favoreciendo la distención con varios países vecinos. La ocasión fue empleada por Fidel Castro para mostrar un panorama de tranquilidad en la isla y para conseguir una condena pontificia del embargo estadounidense

    La peregrinación papal de 1998 —impensable para fieles y clérigos en la década de los setenta— mostró la capacidad de simbiosis del Estado totalitario cubano que, sin reparar a las víctimas de la segregación religiosa, ni pedir perdón, fue capaz de organizar aquella visita del más alto nivel. La Iglesia católica probó su experticia diplomática, y sacó provecho del viaje apostólico para retomar, al menos en parte, su incidencia pública. Comenzaba entonces una nueva época pastoral en Cuba, al reforzarse la institucionalidad con el arribo de clero extranjero y el aumento de las vocaciones nativas. La curia isleña se convertía en un actor nacional con capacidad mediadora en la resolución del conflicto político cubano.

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    Leonardo M. Fernández Otaño
    Leonardo M. Fernández Otaño
    Historiador e investigador social. Laico católico.
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