En los últimos años, la historiografía latinoamericana ha avanzado considerablemente sobre la variada experiencia de las guerrillas de los años sesenta y setenta. En Argentina, los estudios de Vera Carnovale han reconstruido la experiencia del PRT-ERP; en Uruguay, las investigaciones de Aldo Marchesi han documentado los casos de los tupamaros, los montoneros, el ELN boliviano y la Junta de Coordinación Revolucionaria (JCR); en Chile, Eugenia Palieraki ha escrito ensayos fundamentales sobre la vía insurreccional asumida por Miguel Enríquez y el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR).
Todos estos libros recientes destacan la enorme ascendencia ideológica y el apoyo directo de la Revolución Cubana a aquellos movimientos. Pero también exponen una diversidad teórica y práctica que, en no pocos casos, llevó a la asunción pública de ideas y métodos diferentes a los impulsados por Fidel Castro y el Che Guevara en Cuba y América Latina. Aldo Marchesi destaca el caso fascinante del pensador anarquista español Abraham Guillén, involucrado primero en la guerrilla de los Uturuncos, y luego centralmente ubicado en la izquierda revolucionaria uruguaya, que en los años sesenta cuestionó directamente las visiones de la lucha armada que se promovían desde La Habana.
Toda esa nueva historiografía sobre las guerrillas latinoamericanas argumenta que, más allá de las sintonías o desencuentros en torno a las formas de lucha, había una conexión intensa, tanto ideológica como política, con el liderazgo cubano. No es el caso, ciertamente, de algunas guerrillas geográficamente más próximas a Cuba como las que se organizaron en México entre los años sesenta y setenta. El México de Adolfo López Mateos, Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría fue un régimen autoritario sui generis, resistido por pequeñas guerrillas rurales y urbanas sin mayor conexión con La Habana, aliada entonces de la burocracia del PRI [Partido Revolucionario Institucional] en su juego de contención y complicidad con Washington y Moscú.
Un libro reciente de Fritz Glockner, Los años heridos. La historia de la guerrilla en México (1968-1985) (Planeta, 2019), aunque más cerca de la narrativa de testimonio que de la historia académica, da cuenta de aquella experiencia. Hijo de Napoleón Glockner, un guerrillero poblano, el libro está concebido como un diálogo imaginario entre la generación del 68 y sus hijos, los que se involucrarían en la transición democrática de fin de siglo, fundamentalmente, desde las filas del PRD [Partido de la Revolución Democráctica] y las candidaturas presidenciales de Cuauhtémoc Cárdenas.
Glockner repasa todo tipo de movimientos y acciones armadas en el México de los sesenta y setenta. Vuelve a narrar el episodio fantástico de Jesús Anaya, quien en enero de 1969, a punta de pistola, secuestró un avión de Aerolíneas Peruanas y lo obligó a aterrizar en Cuba. Anaya, que había viajado a Cuba a la reunión de la OLAS [Organización Latinoamericana de Solidaridad] en 1967 y que era sobreviviente de la matanza de Tlatelolco en 1968, fue arrestado por agentes cubanos, encarcelado en la isla durante tres semanas y luego deportado a Praga.
Reconstruye Glockner los núcleos guerrilleros más conocidos del México de entonces, como el de Rubén Jaramillo en Morelos, el de Genaro Vázquez en la Costa Grande de Guerrero y el de Lucio Cabañas y el Partido de los Pobres en la sierra del mismo estado. Pero también se detiene en otros brotes guerrilleros, menos conocidos, como los del Grupo Popular Guerrillero de Chihuahua, la Liga Comunista 23 de Septiembre en Guadalajara o las Fuerzas de Liberación Nacional de Chiapas. Estas últimas fueron creadas, con militantes de Monterrey, por el periodista Mario Menéndez, director de la revista Por Qué?, quien sí viajó a Cuba y mantuvo contactos con la embajada de la isla en México y diversas instituciones de «relaciones culturales, solidaridad y amistad» entre ambos países.
Aquel proyecto de guerrilla chiapaneca, que contaría con apoyo cubano, fue un fiasco. Este desenlace, más otros fenómenos como la cobertura favorable a los regímenes de Díaz Ordaz y Echeverría en la prensa soviética y cubana, refuerzan la conclusión de Glockner de que «la tónica constante de parte de Cuba para con las expresiones de movimientos guerrilleros en México» fue «no apoyar» y «contribuir con la campaña del Gobierno mexicano en contra de quienes optaron por las armas como medida de liberación en nuestro país». Un método usual de esa campaña era «calificar a los guerrilleros de delincuentes comunes» para justificar su represión.
No solo fue aquella la «tónica cubana» sino también la soviética. Recuerda Glockner que el 2 de octubre de 1970, a dos años de la masacre de Tlatelolco, los estudiantes mexicanos de la Universidad Patricio Lumumba, en Moscú, encabezados por Jorge Meléndez, intentaron conmemorar el suceso pero fueron vetados por la burocracia de la institución. Una declaración de las autoridades universitarias decía: «México es un país en calma, un país amigo de la URSS, donde no existen presos políticos». Según Glockner, aquella fue una confirmación más de que «los dos estados provenientes de las dos primeras revoluciones sociales del siglo XX (México y la URSS) estaban de acuerdo en la aparente tranquilidad de sus respectivas sociedades».
Hay una recurrente trama de abandono y orfandad en todos los movimientos guerrilleros latinoamericanos. Allí están, para documentarla, las muertes de Jorge Ricardo Masetti en Argentina, Camilo Torres en Colombia, Turcios Lima en Guatemala, el Che Guevara en Bolivia o Roque Dalton en El Salvador. Pero pocos guerrilleros más huérfanos y solos que los mexicanos, cuya causa fue negada por los mismos referentes ideológicos y políticos que los inspiraban. Las ejecuciones y encarcelamientos de muchos de ellos fueron obra de un autoritarismo bien acomodado a la lógica realista del último tramo de la Guerra Fría.
Después de leer este artículo sólo nos queda levantar, compungidos, un altar para honrar la gloria de esos pobres guerrilleros abandonados a su suerte por culpa del pragmatismo de la dictadura cubana y sus socios de Moscú. Estaría bien creerse eso hace 40 ó 50 años atrás. Pero después de todo lo que ha llovido, después de existir un criterio mayoritario de que todas esas guerrillas armadas sólo pueden catalogarse de terroristas, no cabe evaluar su actuación como movida por propósitos altruistas. Detrás de ellos estaba como sustento filosófico la teoría marxista – leninista de la lucha de clases y la toma del poder por medios violentos. El problema es mucho más complicado que una lucha entre buenos y malos en los países de América Latina y pasa por la visión clientelista que se ha desarrollado en esas sociedades desde siglos atrás, donde se piensa que el estado tiene que ser el gran benefactor y no el instrumento que canalice la iniciativa individual y el progreso de los ciudadanos que redundará en el avance del país.