Eugenio Barba. La grandeza hecha amigo. Obstructo y excepción

    Lo que me une a Eugenio es la diferencia. A él le importa lo que se repite y a mi lo único, lo insustituible. Él se fue de Italia hacia Dinamarca y se hizo mundo, yo me fui de Cuba hacia Nueva York y me hice ciudadano de Baracoa, guajiro cubano.

    Devoto de la antropología teatral, intercambió cultura por cultura, el trueque fue su moneda de cambio, la presencia su impacto pre expresivo, su verbo, su desmitificación. Por mi parte yo, como misterio nato, ambigüedad incurable, me apegué a lo intangible, me hice más piadoso de la ausencia y me convertí en un experto en desaparecer. Perdido cada vez más en mi país de origen, en el amor ridículo a la tierra, he hecho lo que se puede junto a muchos para que la isla cambie, recupere su vitalidad, su semblante.

    Me fui de Cuba para desobedecer, para que la calidad de mi trabajo no formara parte de la vanidad del sistema. El totalitarismo es generoso con los éxitos, tolera sus excesos, les concede priviegios en tiempos de crisis, así los asimila, hace suyo lo mismo que evitó, que trató de destruir, que reprimió.

    Fuga y política en contraposición a escape y desaculturación marcan dos maneras distintas de hacer arte y patria. Ninguna es mejor que la otra, simplemente son autenticidades disjuntas, disparidades prolíficas, valiosas.

    La diferencia es distancia, economía, prudente incompatibilidad. No me interesa lo que se parece a mi porque no existo en la semejanza. Las generalizaciones me dan náusea porque amenazan mi significación y mi valor. Lo unívoco despoja, priva de diversidad a lo que debe ser dispar, desigual en virtud de cierto aire, esa respiración propia de toda identidad. No hay nada más opresivo que lo uniforme, lo igual. Por ello cuando me venden a Barba como padre no solo no lo compro sino que le corto la yugular, lo mato al instante.

    Y cuando lo mato lo repito porque no hay forma más sutil de repetición que la negación. Eugenio y yo somos tan diferentres uno de otro que podríamos demostrar la existencia de Dios con solo acercarnos y comparecer un par de minutos frente a una audiencia. Entonces el Barba que me repite a mí exigirá que le pague por los beneficios. Sacaré la billetera y le dire: «¿Cuánto?» Éll me dirá una suma austera y le daré una hoja seca de abedul. Esto es romanticismo y arte contemporáneo al mismo tiempo, agregaré después del gesto, y él en mi propio registro jugará su juego al concluir: «Lo que es no importa, mientras sea inclasificable».

    Lo que hace a un teatrista es la praxis, el hacer diario, el empuje personal, la insistencia en aprender del error. Hay que fracasar lo suficiente para conseguir apenas algún aprendizaje y seguir aun cuando las fuerzas se agotan, cuando la esperanza se acaba, cuando se pierde el sentido. Largos períodos de oscuridad, de considerable angustia y confusión hacen del camino la dura travesía de una voluntad personal. Si no se tiene una tenacidad única, capaz de resistir el desplazamiento sísmico de los bordes más inestables hacia los lugares extremos de una frontera peligrosa y disonante, no se puede.

    Por ello, para mí, cada teatrista está absolutamente solo con el teatro que hace y no son ni los maestros ni los libros quienes lo identifican, sino su capacidad de autoformarse en controversia con la experiencia directa, viva; de soportar las inclemencias del medio. Hay que tener mucha resistencia e imaginación para ser un teatrista toda la vida. Los libros y los maestros ayudan, pero para nada garantizan el destino de un artista, su borrascoso camino hacia el ser que lo marca y desrepresenta, para otorgarle un sello precario, un timbre y lugar, una huella digital malograda en el ecosistema del arte. Por ello siempre me declaro como el gran desheredado de todo, el hijo de nadie, y abandono cualquier lugar que trate de etiquetar mi causa y mi consecuencia. Desmaterializo así mi imaginario en la interminable caída, el salto al abismo, el vértigo más despiadado y brutal.

    No se puede escribir algo que valga la pena de Eugenio Barba sin traicionarlo, como a él le gusta decir. Su estatura no se merece otra cosa. Por ello lo voy a traicionar refeririéndome a lo que existe en él de irrepetible, lo que no tiene de antropológico, lo que nos vamos a perder cuando se vaya y no encontraremos ni en otro lugar ni en otro tiempo por más que insista la mirada más allá de la cultural y de la historia.

    Si digo que es la grandeza hecha amigo, el compromiso fraterno, no exagero; pero ante todo debo aclarar que se trata de una presencia incómoda. Un obstructo, como me gusta decirle a mis actores en Teatro Obstáculo para explicar La Estética de la Dificultad. Ese impedimento construido a base de rigor y de bondad que pega donde duele para que no te acomodes, para que no te dejes ganar por los valores hipócritas de una sociedad que aspira a dominarte, a convertirte en un objeto de consumo material o ideológico. Por ello, no haber tenido al fundador del Odin Teatro en carne y huesos, presente en el plano físico a unos metros de distancia, para sentir la tensión que genera cuando despojado de todo formalismo canta lo que piensa sin contemplación, es perderse la mitad de lo que es, lo otro está en los textos y es bastante relativo como todo lo que se trata de explicar fuera de los márgenes de la experiencia viva, intransferible.

    Tener el privilegio de ser el testigo mudo de sus pausas, sus rabietas italianas y sus chistes daneses no tiene precio. Te ayuda a lidiar con dos adversidades temibles: 1) los lugares comunes 2) la prisión de su propia maestría.

    El desafío está el hecho de acceder a lo precioso sin que el encantamiento sea mortal, se convierta en barrotes, en la cárcel de tu viaje propio. He compartido su botín en cada conferencia, cada taller, cada espectáculo que he presenciado, pero también he tenido el cuidado de inmunizar las alhajas para que todo lo que llegue a mi teatro sea controversia e inversión, un punto de giro en el momento mismo donde se juegan mis propias obsesiones y mis particulares circunstancias. La única digestión que puede interesarle a Teatro Obstáculo es la delictiva, esa que usa el proceso de disolución de los alimentos como desobediencia activa, para perturbar lo asimilable y otorgarse marca y distinción, lo demás es veneno, adoctrinamiento, resto inservible, desechable.

    La diferencia, como unidad de intercambio, es un cable crocante mordido por un viento rabioso, gélido, un desencajado carril por donde dos trenes opuestos se atraviesan con accidentada intención. No se puede estar junto a Eugenio sin chocar, ni junto a mí sin problematizar la función. Sin embargo, descarrilamiento y problema provocan un desencuentro fecundo porque más allá de las poéticas, de los idearios estéticos que separan al Teatro Obstáculo y el Odin Teatro, está primero la amistad. Eugenio Barba es un amigo querido y desde ese lugar escribo este texto.

    Le vi en su primera visita a Cuba, en una conferencia que impartió en el ICAIC (Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos), allá por 1986. Me llamó la atención su desenfado, la soltura con que ejerció su libertad de expresión: «Mi patria es mi cuerpo», disparó a la cara del sanedrín de teatristas que se había ocupado de su cauteloso recibimiento y conducción en medio del autoritarismo cubano, siempre vigilante a lo que dice el extranjero, lo que trae para perturbar la disciplina de la Isla, un edén militarizado.

    Pero el italiano hecho danés supo jugar su caracter híbrido, entregar el fuego sin que le castiguasen los dioses y alternando declaraciones mordaces con especulaciones teatrales demasiado académicas para dejarse atrapar por una hermenéutica de medio pelo, mediocre y «revolucionaria», sepultó en un sueño letal a los agentes del orden, quienes supongo advirtieron a sus jefes que el hombre era imposible de vigilar porque hablaba en otro idioma, el de las metáforas.

    Luego Vicente Revuelta me llamó y me preguntó si lo podía llevar a ver «Los Gatos», mi ópera prima, y le dije que sí. Asistió a la salita de Calzada entre E y F y después de la función estuvo cuatro horas hablando, cosa que no hizo en ninguno de los teatros oficiales a los que asistió, de donde se marchó en silencio y sin comentar, me contó Vicente.

     Allí, en nuestro teatro doméstico y marginal, fuera del marco de las instituciones y del sistema, quedó clara la disimilitud de nuestras visiones del mundo y la mutua admiración. Eugenio nunca arriesgaría el 30% de los espectadores por la impecabilidad de una obra de teatro, en cambio yo estaría dispuesto a quedarme sin público: él sería capaz de actuar para un espectador, yo para ninguno. Su teatro en diálogo con la danza busca una presencia de lujo y el mío, con las artes plásticas, el desenfado de una mancha arrojada al escenario, de un sujeto fallido, hombre-error convertido en objeto de todo, de su fundamento monarca y de su carne. Su base transcultural y transhistórica, la mía atea e iconoclasta.

    Desde entonces cada vez que visitó Cuba preguntó por mi próxima obra y la fue a ver. En 1990, «La Cuarta Pared» le provocó algo importante (alguien me contó que cuando fue a su sede de teatro en Dinamarca, tenía un afiche de la obra en su oficina); lo mismo a mí «Judith», «El Castillo de Holstebro» e «Itsi Bitsi». En 1993 «Segismundo ex Marqués» le motivó a invitarme al ISTA, su Escuela Internacional de Antropología Teatral y, sin previo aviso, me puso a guiar en la sección cerrada el taller Canto-Habla junto a Julia Varlei y Susanne Ville, del staff científico. Posteriormente, en la sección abierta, impartí una conferencia sobre intertexto e interculturalidad en el Teatro Obstáculo, que despertó la euforia del público y de Nicolas Savarese, presente en el auditorio y experto en el tema. En vez de molestarse por mi intervención personal, bastante apartada de lo antropológico, me pidió que definiera los postulados básicos de mi teatro. Así lo hice y cerró catalogando a Teatro Obstáculo como un creador de tradiciones.

    Vicente Revuelta, quien sin proponérselo hacía un magnifico duo de clown negro con él, en una de sus numeristas intervenciones en Cuba le preguntó «si a los directores les daba la menopausia», y sabiendo que se trataba de una indirecta hacia él, para seguirle el juego comenzó hablar de la fricción y su importancia en el encuentro con el otro. «No hay teatro sin desavenencias, el roce, la discrepancia es la condición obligada de la convivencia en grupo», dijo, en esencia. Así desarmó parcialmente el choteo de Vicente y lo hizo tema para poner los pies en la tierra con respecto a la edulcorada otredad. Hizo del chiste toda una conferencia y Vicente, como era costumbre, volteó sus ojos de zapo para mirarlo de reojo y ponerlo en contexto, en cubano.

    Como cualquier hombre notable, tiene defectos: es ambicioso, susceptible y sobretodo muy habilidoso para imponer su rabia, hacerla colectiva, propia de otros; pero su capacidad de desaculturarse es sorprendente. Sabe ser esquimal entre los esquimales, adoptar cualquier otra nacionalidad por muy lejana que parezca de la opacidad que circunda a todo origen. Por eso en Cuba lo quieren y en toda Latinoamérica. Del Río Grande a la Patagonia se ha ganado el respeto y la admiración de todos los latinoamericanos del teatro. Llamarle maestro de maestros es poco. Es un renovador del teatro del Siglo XX que hay que consultar obligatoriamente. Todos hemos aprendido de él y él ha aprendido y mucho de todos nosotros.

    En una ocación asistí con mi grupo a uno de sus espectáculos y cuando llegamos se habían agotado las entradas. Antes de retirarnos le mandé un mensaje diciéndole que estábamos afuera pero que el teatro estaba lleno y teníamos que irnos. Inmediatamente apareció alguien y nos hizo pasar. Sin piedad le pidió a un grupo de funcionarios del Ministerio de Cultura que se encontraban sentados en el centro, en los mejores asientos, que se levantaran para que nosotros nos sentáramos en su lugar. Mientras los burócratas se iban les dijo: «¡Injusto es el mundo!» Sentí emociones encontradas, pero al final me alegré porque por primera vez los privilegios de la casta autoritarista cubana no funcionaron.

    Intercambiando encuentros y espectáculos, la amistad se fue afianzando, y pronto pasó de dos personas a dos grupos. Roberta Carrieri, Julia Varlei, Iben Nagel y Rasmusen, del Odin, así como Bárbara María Barrientos, Tania Coto y Alcibíades Zaldívar, de Teatro Obstáculo, tuvieron la oportunidad de canjear técnicas disímiles, idiosincrasias, diferentes grados de carisma. Lo hicieron en silencio, sin hablar del tema, con su sola asistencia. Simplemente fueron actores y espectadores de sí mismos. Hubo imán porque en el fondo pertenecían a polos opuestos. Cada uno poseía su propio pasadizo de silencio, su poso infranqueble, su círculo de misterio. Los ojos espirituales de Barbarita, el dolor inconsolable de Alcibíades, la psicopatía congénita de Tania, la fuerza de Roberta, la dulzura de Julia, el vuelo de Iben no han sido intelectualizados y sin embargo son parte indisoluble de ambos grupos. Han apoyado desinteresadamente, y al margen de todo ideario estético, lo que el Teatro Obstáculo y el Odin obstentan como firma irrepetible, irremplazable singularidad.

    Para cerrar me gustaría contar uno de sus peores momentos, donde su entereza fue mortalmente amenazada y logró salir imperturbable, incólume. ISTA de Brasil Londrina 1994. Seducido por el cruce entre Shakespeare y el candomblé (el equivalente de la cultura afro en el Brasil), es embrujado por el timelessness, la atemporalidad de los músicos bahianos y el espectáculo que presenta a los participantes sobrepasa las tres horas. El rumor colectivo habla horrores de la duración y la apropiación cultural, la cual es interpretada como colonización eurocentrista a pesar de que Otelo ha sido tratado como afrobrasilero, gesto tan extraño al moro de Venecia como al orixá que lo danza. En reuniones nocturnas, la mayoría de los asistentes al ISTA, en calidad de discípulos, conspiran contra él. Yo, en desacuerdo con esas aberraciones latinoamericanas, me mantengo al margen. Al día siguiente, en la sección matutina de ejercicios, convoca a todos. Se pone en el centro y pide que lo rodeen. Cuando los demás estám listos, indica que empujen hacia él. El gran círculo de personas que lo circunda, más de 200, empuja tímidamente, temen hacerle daño. Entonces pide que empujen más fuerte y desafía: «¡Vamos, qué pasa, no pueden con uno solo! ¡Empujen!» Los conspiradores empujan con ganas, pero Eugenio los desafía: «¿Eso es todo lo que pueden? Empujen». Todo termina con un grito alarmante de Julia Varley: «¡Basta, Eugenio!» Fin de la revuelta. El ambiente volvió a lo normal.

    ¿Cuánto pesa un antropólogo?

    Supongo que nada. El conocimiento siempre es relativo y etéreo, ignora más de lo que sabe, es muy inestable por naturaleza, algo que se lleva el viento. Pero si exageramos un poco, hallamos ciertas evidencias inertes, materiales, que constitutuyen el valor, la unidad de medida de un sujeto que ha estudiado Antropología o la ha aplicado a su competencia particular. Llegamos si acaso a una constancia por escrito, una hoja de papel enmarcada, colgada en la pared, una palabra fuera del tintero. Perdido en su generalización, el título carece de masa, tiene nombre propio, pero no figura, carece de una complexión. El cuerpo vivo es otra cosa, siempre está de espalda a sus mitos y denominaciones.

    No tenemos teatro sin peso. Hay que ir a él. Al lugar donde ocurre el acontecimiento. Implica desplazamiento y espesor, la puesta en movimiento de estructuras móviles: el esqueleto, el transporte público, el andamiaje teatral y social. Toda una biomecánica del agobio, la glorificación de la carga, el lastre de toda la cultura, la gravitación del aparato concurrente. La función debe repetirse todos los días y cada día los actores, el escenario, el tablado teatral y el público han de dar constancia de su masa, su incómoda condición como cuerpos sólidos, lentos, en presente perfecto y sacrificio. El teatro no cabe en una cinta, no se deja atrapar por la pantalla plana. Frenar el arrinconamiento intelectual, siempre volátil, demasiado elevado de la realidad, requiere suma, aglomeración. Entonces la prestigiosa Escuela (el ISTA) se pasa de rosca y se convierte en bronca de barrio. Es necesario rebajar el nivel para elevar el valor. Por un instante el pescozón vale más que un Ecrit de Jacques Lacan, que una fórmula matemática de Albert Einstein. ¿Acaso el koan no depende de un golpe milagroso, antipedagógico?, ¿de la furia de la vieja ética? No en vano se tiene un pasado violento y marinero. Al final no ha pasado nada. Solo se trataba de arriar las velas, de ponerlas del lado del viento para que la travesía recupere su Norte y su ruta y el teatro sea, es decir, lo que es. Lo que es frente a toda la tecnología con su falsa promesa de felicidad: un derroche, un esfuerzo máximo, un empeño poco rentable y prodigioso.

    Si sustituímos la idea del vaso lleno o el vacío, por tradición e innovación Eugenio diría que el vaso siempre está medio lleno, que toda innovación es tradición, de esta manera desemboca en un teatro Laboratorio, de la pesquisa. Yo, en cambio, elegiría que está medio vacío, que siempre se puede crear algo nuevo porque no existe nada nuevo bajo el sol, lo cual implica un teatro de la Aporía, de la innovación. Él es utópico y yo distópico.

    Pero si se entera de que estoy diciendo esto saldrá corriendo para afirmar todo lo contrario. Ambos compartimos una misma devoción. No soportamos que nos calculen. Por ello todo lo dicho aquí es verdadero e indeterminado, excéntrico, subceptible de ser revisitado y contradicho, carente de pegamento, fallido, fuera de lugar.

    Una verdadera amistad require austeridad y cautela, sobretodo cuando la opulencia y el lujo actúan como intermediarios. Solo se vive lo precioso de una manera inequívoca: peligrosamente. Eugenio Barba debe cuidarse de mí tanto como le sea posible, lo mismo diría yo. Solo así podremos darnos un abrazo estético, celebrar el mito del contraste, la camaradería de la separación, el afecto que permite y preserva la distancia de ser.

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    Víctor Varela
    Víctor Varela
    Dramaturgo, director y pintor. En 1985 funda en Cuba El Teatro Obstáculo, que desde 2009 tiene su sede en Nueva York.
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    4 COMENTARIOS

    1. Si no quieren los de revista el estornudo, no me publiquen
      Me vale

      Plan para festejar mi cumple 69. Oasis, dos chicas sexys como el cardiologo me las recomendo, al mismo tiempo en una habitacion del Trebol.

      ¡Que cojones! Me lo merezco. Me jodi mucho en mi vida, casi 32 años trabajando y estudie 5 , por mis tres hijos y dos esposas. Solo agarraba vacaciones para atender a mi madre cuando iba de visita a Miami. Ja ja ja

    2. Escribe Margarita Barrientos en la revista el estornudo

      Hola , un error , el escrito no es autoría de Polanski es del autor y director de teatro Victorio Varela

      ,___
      Da lo mismo. No hay quien se lo dispare

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