–¿Dónde tú vives? –le dijo el policía.
–Allá abajo –respondió Raudel, un jovenzuelo de 19 años, señalando las casuchas que destacaban en el matorral.
–Pero tú sabes que no puedes estar aquí arriba, que hay turistas a esta hora –dijo el segundo policía.
–Pero yo vivo aquí –volvió a responder Raudel, que antes se había levantado de una piedra ovalada y alta y había soltado el palito de madera con el que dibujaba círculos y círculos en la tierra húmeda.
–¡Enséñame tu carnet de identidad! –dijo el primer policía que había hablado.
–No lo tengo aquí. Además, mi barrio no tiene calles ni nombre. Nosotros le decimos “el hueco”, pero así le decimos nada más la gente de aquí.
–Bueno, es la segunda vez que te decimos que no puedes estar aquí, tendrás que acompañarnos a la estación.
El sol radiante pegaba en el techo blanco de la patrulla policial. Algunas nubes dejaron de moverse, tranquilas en el cielorraso. El carro arrancó. Raudel, solo en el asiento trasero, volteó la cabeza y, más allá de las ventanillas, su mirada se topó con la enorme figura de bronce de 21 pies del Che Guevara. Debajo de la efigie, la frase más enigmática de Fidel Castro y la Revolución cubana: “Hasta la victoria siempre”.
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“El hueco” es “el hueco” solo para los que viven en “el hueco”. Para el resto de las personas no existe, ni siquiera tiene nombre. El mapa de la Asamblea Provincial del Poder Popular de Villa Clara, que muestra el territorio dividido en municipios, no lo contempla.
El barrio es un caserío pobre e indigente ubicado a solo unos metros de la Plaza de la Revolución de Santa Clara. Una manzana, no más, envuelta en un arrabal de matas y árboles que crecen en un fango escamoso. No hay calles, solo un trillo de tierra que se desmarca de la hierba alta y va de puerta en puerta, de casa en casa, de choza en choza.
Los carteros no entregan los correos postales porque no hay direcciones. La empresa Comunales no pasa a recoger la basura ni poda los árboles y por eso siempre los pocos cables que hay en el barrio viven enredándose con las ramas y generando cortes eléctricos que durante días dejan sin electricidad a las pocas casuchas que gozan del privilegio de oír la radio o ver la televisión.
La empresa eléctrica no puede ir a un lugar que, legalmente, no existe. Y como, legalmente, no existen, las personas del barrio sin nombre tampoco pueden levantar casas o construirlas de mamposterías. El artículo 73 del código penal referido al estado peligroso de las conductas antisociales les impide, incluso, asomarse en la Plaza de la Revolución. Por eso, a unos metros de su casa, la policía se llevó a Raudel bajo un supuesto cargo de asedio al turismo.
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En 1987 la desgracia cayó sobre el barrio. Es el año en el que se construyó la Plaza de la Revolución de Santa Clara y en el que el gobierno provincial declaró los alrededores del sitio como “zona vedada”.
La mayoría de las más de 300 personas que viven aquí son ilegales. Los únicos hogares autorizados son los que estaban construidos antes de la fecha. Que son tres casas, las únicas de mampostería, el resto, las ilegales, son de madera y cartón mojado.
Según Remberto Suárez, funcionario del Ministerio de la Construcción, el Estado cubano considera un hecho fuera de la ley “el asentamiento, la estancia y la convivencia de ciudadanos en las zonas declaradas inhabitables y vedadas”.
Según la Oficina Nacional de Estadísticas e Información, en el último censo de Población y Vivienda que realizó el país en el año 2012 los habitantes de este barrio quedaron fuera del conteo final que declaró que en Villa Clara residían 833 424 personas y, de ellas, 210 220 en Santa Clara, la capital provincial.
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Su casa es la más confortable de todo el barrio. Es de ladrillos, y eso ya es un lujo, es grande y con varias habitaciones. Cuando hay mal tiempo y la lluvia arrecia y las casas de madera o cartón se hunden en el fango tragón, cuando hay ciclones y huracanes, Carlos le abre las puertas al vecindario y allí se amontonan todos hasta que pase la tempestad.
Carlos es como el patrón de la zona. Tiene un puesto de vianda.
Eso aquí basta para que todos lo vean como un rey.

Carlos «El Gordo»/Foto: Cortesía del autor
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En tiempo de huracanes, los primeros que siempre llegan a casa de Carlos son Teresa, de 60 años, y su hijo de 29. Teresa, postrada en su sillón de ruedas. El hijo, con los ojos perdidos, balbuceando algo que no se entiende.
Teresa no tiene agua en la casa, no confía en los pedazos de madera podrida del techo y, además, ella y su hijo se han quedado solos en la vida. A Teresa le falta un riñón y tiene el otro enfermo, una insuficiencia renal la ha disminuido, cada vez más ausente, más débil, hablando bajito.
El hijo nació con alguna malformación congénita por la que no he querido preguntar. A su edad, apenas puede encadenar tres palabras con esfuerzo, pero cruza todos los días la ciudad para ir a la escuela donde trabajaba su padre como custodio y así buscarle la comida a su madre.

Teresa y su hijo/Foto: Cortesía del autor
También atraviesa Santa Clara al timón de la silla de ruedas de Teresa cuando Teresa se pone mal o cuando tiene algún turno médico de rigor. Más de dos kilómetros separan el barrio sin nombre del hospital, en los que el hijo de Teresa tendrá que empujarla a todo gas.
Antes de caerse de una mata de cocos y fallecer, el esposo de Teresa le pidió al Estado un subsidio para construir una casa con mejores condiciones. El Estado los atendió, pero aún no les han dado respuesta a la familia. Solo les han mandado un trabajador social que los visita dos veces al mes.
“Yo no soy maga, yo hago lo que pueda según los recursos del estado. Ellos están en una situación crítica pero recuerda que son ilegales”, dice Yusmary Alcántara, la trabajadora social que atiende a Teresa y su hijo.
Ambos viven con los 242 pesos cubanos –casi 11 dólares– que les dejó la pensión del fallecido.
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“El negro” no quiere decir su nombre porque estuvo preso y dice que eso lo puede complicar de nuevo. “El negro” me dice que pase. Acumulan nailon por todas partes para que, cuando llueva, no llueva adentro de la casa también.
De sus 49 años, lleva 40 en el barrio. “Esto era un monte y tuve que chapearlo para levantar la casa para mi mujer y mi hijo. Pero así y todo se me ha caído dos veces”, dice.
Hace unos días, al “negro” le dieron la buena noticia de que el Estado le iba a otorgar un terreno de 8×20 metros y un subsidio de 1875 pesos cubanos –78 dólares a pagar en 60 días– para que pudiera levantar otra vivienda.
Como su estatus es ilegal, la mujer del “negro” no tiene trabajo y él lo único que ha podido encontrar, tras salir de prisión, es en una brigada de chapeadores. Ahí le pagan poco, no me dice cuánto. El tiempo pasa y es su mayor enemigo.
Afuera de su casa hay dos perras recién paridas. Tiene varios palomares en el techo.
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“Por culpa de ese señor que está ahí parado, a todas estas casas que están a su alrededor las han querido tumbar”, dice Ramón mirando al Che, mientras saca un clavo de una madera en la entrada de tierra de su casa.
Ramón, de 55 años, vive con su mujer Gladys. Lleva un reloj Seiko en su mano izquierda. A su derecha le faltan los dedos índice y anular. Gladys, de 41, está llena de bisuterías baratas de arriba abajo.

Gladys/Foto: Cortesía del autor
Además de los jarros para hervir agua y los sartenes para cocinar, en casa de Ramón y Gladys los únicos objetos con cierto valor son una vieja grabadora Sharp y un televisor Atec-Panda con un palo de caña brava como antena.
“Ya no voy a las reuniones. Allá arriba lo que hay es mucha mentira” dice Ramón refiriéndose a su antigua militancia en el Partido Comunista. “Pero mis ideas nadie me las quita, no me voy a meter en esa mierda de la disidencia”, agrega.
Ramón es granitero de profesión. Ha trabajado toda su vida puliendo losas y mosaicos de pisos. Cuando comenzaron a construir la Plaza de la Revolución de Santa Clara, a principios de la década del 80, Ramón fue uno de sus obreros.
Hoy dice: “¿Quién nos iba a decir que esa plaza nos iba a poner en esta situación? Aquí no llega el agua del acueducto, nos enfermamos y los carros no entran, no hay comunicación, no nos dejan pararnos en la plaza por asedio al turismo y además el gobierno dice que no puede invertir porque es una zona de afectación”.
Ramón, mientras se enrosca en una batalla contra una tabla de madera, canta una canción mexicana: “Tenía un chorro de voz y ahora queda solo un chisguete”.