Cada cierto tiempo llega un día en la vida de este columnista en el que se siente el hombre más feliz del mundo. Un día con el que ninguna boda, cumpleaños, graduación u orgía podrá nunca compararse. Uno que define para él el verdadero concepto de trascendencia, emoción, alegría y orgasmo. Una fecha que llega cada cuatro años, no para sustituir a la anterior, sino para unirse a la preciada colección de días similares: el día en que se inauguran los Juegos Olímpicos.

Podrá usted intentar hacerme sentir con su pragmatismo que tal jornada no es tan relevante pero lo único que logrará es que piense que usted es frígido. Una cosa es que no le guste el deporte (que indica ya la ausencia de sangre en sus venas) pero si no entiende la pasión por los Juegos Olímpicos presenta usted un caso desesperado. Le deseo suerte en su vida sin emociones y le indico respetuosamente el camino a la puerta.

El resto de nosotros, mientras tanto, por dos semanas no hablaremos de otra cosa. No respiraremos otra cosa. A cualquier hora de la madrugada animaremos a los deportistas, tanto de nuestro país como de cualquier otro que se lo merezca, nos emocionaremos ante victorias y derrotas espectaculares, oiremos a la tía decir una vez más que el mejor encendido del pebetero sigue siendo el de Barcelona, gritaremos «¡récord mundial!» emocionados y chequearemos el medallero asiduamente para calcular si entramos entre los 10 primeros.

Para los días finales seremos la sombra de nosotros mismos. No recortaremos ya el medallero del Granma ni intentaremos cogerle los errores, todas las pruebas de la gimnasia nos parecerán la misma y al despertarnos babeados en el sofá descubriremos horrorizados que luego de quince días viendo cuánto partido de baloncesto pudimos, nos perdimos la final. No veremos la ceremonia de clausura, fingiendo que «esa nunca es tan buena» para ocultar que en realidad estamos tristes porque al día siguiente (para colmo lunes) tendremos que volver a nuestra vida ordinaria sin deporte. Quince días atrás nos parecerán «antes de nuestra era» y un nostálgico «ahora a esperar 4 años» cerrará en nuestras cabezas el magno evento. No son solo los atletas, amigos: nosotros también somos la viva estampa del espíritu olímpico.

Sin embargo, cuando uno se va de Cuba es diferente. Los Juegos Olímpicos, que siempre habían sido una ventana al mundo exterior, son desde el exterior un recuerdo de Cuba. Y uno, que vive en una ciudad olímpica (desde mi ventana se ve el estadio donde ganó Juantorena), tiene Internet y cable, descubre entonces que ninguna ciudad es más olímpica que la Habana, que tiene síndrome de abstinencia de Tele Rebelde y que extraña la página del medio del Granma, que en esos 15 días sustituye la política por deporte politizado. Pero deporte.

No es que en estos países no se hable de eso pero las ligas profesionales ocupan mucho espacio. Súmenle que en mi ciudad cuando se habla de los Juegos Olímpicos de verano se refieren a ellos como «los otros Juegos Olímpicos» y que en Cuba ver televisión/deporte es una de las cosas que somos prácticamente forzados a hacer y aquí no, y se harán una idea de cuánto extraña este columnista a Julita Osendi corriendo por toda la villa olímpica entrevistando a atletas que siempre dicen lo mismo.

Pero aunque todo fuera perfecto seguiría extrañando Tele Rebelde & Co. Las inflexiones de la voz de los comentaristas y periodistas deportivos (los malos, los buenos, los que saben, los que no saben, los que son políticos, los que dan la vuelta para no tener que meter la política en todo…) están grabadas en mi memoria para siempre. Fueron muchos años de Noticiero Deportivo, Todo Deportes, Liga de Béisbol y esas maratónicas jornadas del Canal Olímpico, que deben empezar hoy mientras escribo esto pero que yo ya no puedo verlas. Y probablemente si las viera tampoco me provocarían lo mismo porque emigrar es sinónimo de cambiar.

Así que no hay mucho que hacer. Deprimirse no es una opción. Para eso me hubiera ido con los frígidos. Así que pongo mi cable, preparo mi Internet, constato que ya conozco a los narradores canadienses (y que de hecho me gustan), que su cobertura de los Juegos Olímpicos incluye maratónicas jornadas también, oigo las biografías de los rubios de aquí y sus conversaciones con sus familiares por teléfono cuando ganan medallas, al mismo tiempo que busco por mi parte si los otros morenitos están ganando. Así grito dos veces en la ceremonia de inauguración, mi Tele Rebelde se llama ahora CBC y mi medallero se diversifica mezclando metales del boxeo y del kayak, como el emigrante modelo que soy, que coge lo mejor de su país de residencia sin olvidar lo mejor de su país de nacimiento.

Después de todo, días como este son cada cuatro años. No puede darse uno el lujo de no hacerlo algo extraordinario. Así que reúne uno a los que quiere, se sienta frente al televisor, se apagan las luces del estadio, se hace un conteo regresivo, recuerda uno a su tía que no los verá esta vez…y comienzan los Juegos Olímpicos.

Y nadie es más feliz que este columnista.

 

PD: Dedico este post a Barcelona 92, Atlanta 96, Sídney 2000, Atenas 2004, Beijing 2008 y Londres 2012. A Tele Rebelde y a la Habana. A mi tía.

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