Arturo Cuenca: el Volumen aparte

    Viene caminando Arturo Cuenca por la calle Línea del Vedado habanero. Va a encontrarse con José Manuel Fors en algún punto. Fors le dice a Cuenca que hizo todo lo que pudo, pero que no logró convencer al resto de los artistas para incluirlo en la exposición que se prepara. Cuenca le dice que no hay ningún problema, y le agradece la gestión. Se despiden y cada uno toma su camino. Cuenca queda triste, contrariado, pero sigue trabajando en sus obras, cada vez más duro, más entusiasmado. Transcurre el año 1981.

    Tiempo después Cuenca recibe una llamada desde Estados Unidos; es Bob Calacello, quien le dice que Andy Warhol lamenta saber que él no formó parte de la reciente y mediatizada muestra colectiva Volumen 1, realizada en La Habana. Warhol, decidido a compensarlo, viene programando para el año próximo una bipersonal de ambos en el Museo Nacional de Bellas Artes. Cuenca cuelga y, producto de la euforia, comienza a trabajar inmediatamente en el boceto de un cartel para la muestra, interviniendo con lápices de acuarela un retrato femenino vintage que encontró en la basura.

    En ese momento desperté del sueño. Aquello no tenía que ocurrir en la realidad.

    «A. Warhol & A. Cuenca» de la serie ‘Collages reflexivos’

    ***

    Arturo Cuenca (1955-2021) no es el mejor artista de su generación en el sentido convencional. Para ello, habría tenido que padecer la lamentable unanimidad aparente de la audiencia y la crítica ante la calidad de su trabajo, como sí le sucedió a algunos de sus congéneres. El destino le reservó otras virtudes mucho más jugosas, que le tocó alternar con desgracias personales, incomprensiones ante su postura y sus actitudes soberbias (también hubo de los demás hacia él).

    Cuenca es el mejor artista de su generación porque no inspiraba suficiente confianza entre quienes mueven los hilos en el mundo del arte, e inspiraba demasiado entusiasmo entre quienes necesitan el arte realmente. Pagó el precio de su incorruptibilidad y su necedad, en un mundo en que el éxito depende más de habilidades de ajedrecista que de bailarín.    

    La belleza es siempre un anhelo y nunca un resultado. Cuenca lo sabía demasiado bien como para haber acertado financieramente como artista y, además, haber gozado el viaje creativo del modo en que lo hizo. Resistió esos dolores que siempre parece que van a traspasar el umbral y acabar con uno, a cambio de alguna revelación siempre inútil, como las verdaderas revelaciones suelen ser.

    Stills del cortometraje ‘La espera’. Diseño: Arturo Cuenca. Director: Orlando Rojas

    ***

    Soy bastante agradecido como espectador. Sin compromiso de propietario ni pacto alguno con los funcionalismos decorativos del arte, me doy el lujo, del modo más natural que puedo, de disfrutar desde otro lugar. Es casi imposible que una obra de arte no me guste por cómo luce. Solo no me interesan las pretensiones estéticas burocráticas.

    Arturo Cuenca me atrapó desde la primera vez que vi una obra suya. Tiene esa gracia de algunos productores visuales, que te dan un puñetazo en la percepción y dejan un pequeño hematoma que nunca se desinflama.

    Presentí una actitud encantadora tras ese cuadro suyo en la sala de los setenta del Museo Nacional de Bellas Artes. Una mujer de perfil, sentada en un banco de parque, envuelta en efectos ópticos, ilustraba lo que he tenido siempre intención de conservar de mí mismo. Yo crecía correteando y trepado en bancos como el banco del cuadro y adoro la mezclilla del overall de la modelo. Suficiente gancho. Luego alguien me dijo su nombre y fue como si me lo grabaran a martillo y cincel en la memoria.

    Luego descubrí otra obra suya en la sala de los ochenta del Museo. Me pareció un acto de humildad aquella pequeña foto en blanco y negro, perfecta técnicamente, aunque luego supe que la pequeñez de la pieza se debió a un criterio curatorial museístico. Desestimaron un tanto su importancia y priorizaron obras más vistosas de otros.

    Así, Arturo Cuenca se volvió un referente para mí desde el punto de vista artístico y vivencial. Las anécdotas se sucedían, me volví cazador de sus historias. Crecía mi voracidad por encontrar carpetas y archivos digitales sobre su trabajo. Era una fiesta dar con cualquier objeto, texto o gesto en que su ingenio hubiera mediado. Desde aquellos días, vuelvo siempre a él, a su proceso, me interesa plantearme preguntas creativas desde lo que representa para mí. Cuenca me ayuda a hacer caso omiso a todo lo que puede limitarme, y a creer que vale la pena correr cualquier riesgo con tal de avanzar hacia lo auténtico.

    Stills del cortometraje LA ESPERA. Diseño: Arturo Cuenca. Director: Orlando Rojas

    ***

    Hace unos días Arturo Cuenca murió en Miami. Se supo el 20 de agosto, luego de que los vecinos sintieran el mal olor que salía de la casa. Un amigo suyo, que vive en Cuba, había hablado por teléfono con él días atrás, y me cuenta que le llamó la atención la cantidad de veces y el modo en que pronunciaba la palabra soledad durante la conversación.

    Un hombre carismático y afocante, se sentía solo al final de sus días e infartó sobre su cama, cubierto con una sábana. La oración anterior podría leerse como una síntesis biográfica exacta, pero no dice nada sobre su arte. No sirve más que como frase ingeniosa, aunque con toda la admiración y respeto que alcanzo ahora mismo.

    Es un artista total, cuya totalidad no tiene nada que ver con la solemnidad o con la pedantería surrealista y mercadotécnica de un Salvador Dalí. Arturo Cuenca es una lección postraumática, fructífera y apendicular, en la noción de «esnobismo maquinal con que Jean Baudrillard ilustró a Andy Warhol. Si el «efecto Warhol» es lo esencial, por encima del «objeto Warhol», el «efecto Cuenca» supera lo objetual y lo saca de cualquier discusión. Pone al objeto «a salvo».

    No es casual que Arturo Cuenca sea más o menos contemporáneo de Richard Prince, Jenny Holzer, Sherrie Levine o Jeff Koons. Estos son algunos de los artistas norteamericanos que, a finales de los setenta e inicios de los ochenta, se comprometieron con un tipo de trabajo que heredó la caja de herramientas creativas del conceptualismo tradicional y, a la vez, la maña publicista del arte pop. Aunque a Cuenca lo separaba una galaxia de la escena en que florecieron y se consolidaron estos artistas, y era casi un analfabeto social y tecnológico al lado de ellos (por el hecho de vivir en Cuba), la energía cultural del momento de algún modo le llegó. Se nota porque tenía claro que el dominio artesanal artístico no era nada si no se usaba para crear obras de arte como artefactos emisores de onda. Para él, un cuadro bien pintado, sin más, era un tareco, y un tareco bien dispuesto y coordinado en el espacio-tiempo era una verdadera obra de arte. 

    Stills del cortometraje ‘La espera’. Diseño: Arturo Cuenca. Director: Orlando Rojas

    Pero lo que convierte a Arturo Cuenca en un artista de primera, perteneciente a esa genealogía de peces gordos gringos y ochenteros (hoy cotizan altísimo en Sotheby´s y son representados por Larry Gagosian y otras fieras del medio), es su capacidad para urdir, despojado de cualquier prejuicio y mojigatería, la alta cultura y la cultura de masas en una misma trenza. Eso lo llevó pintar en clave fotorrealista, idear montajes fotográficos antes de que existiera el Photoshop, diseñar ropa, carteles, hacer instalaciones, chistes, performances, demostraciones danzarias, juegos de palabras, pelar muchachitas de la farándula, y crear un cortocircuito cultural que no lo favoreció tanto, pero que le inmunizó ante la posibilidad de caer en la medianía intelectual.

    Al emigrar a Estados Unidos le hubiera venido bien desarrollar esa capacidad de ajedrecista cabrón o de estratega pasional que, en un contexto así, marca la diferencia entre un artista que logra vivir de su obra y uno que vive a pesar de su obra. Arturo Cuenca terminó sobreviviendo tan a pesar de su obra que su creatividad se terminó apagando para luego apagarse él.

    De cualquier manera, hoy, que ya no está, permanece como un buen sabor en la boca, como una locurita estimulante chisporroteando en las cabezas de quienes no le vamos a olvidar. Un artista que ilustró cómo las actitudes devienen formas, con solo proponérselo, con solo correr el riesgo.                                        

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    Julio Llópiz-Casal
    Julio Llópiz-Casal
    Se rumora que vive orgulloso de haber nacido en la misma ciudad que José Lezama Lima y Elvis Manuel. Escribe por vocación testimonial, hace diseño gráfico por necesidad poética y las artes visuales le salvaron de no convertirse en un intelectual orgánico más de su generación. Según algunos amigos, su mayor talento es el de encontrar la relación que existe entre la noche habanera de los 50, Marcel Duchamp, el Trap Music, Alice in Chain y todo lo demás.
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    8 COMENTARIOS

    1. Gracias por tu artículo. Es un reflejo de Cuenca muy calibrado y amoroso. Un consuelo y una alegría que siga vibrando hasta en quienes no lo conocieron.

    2. […] Cuenca es el mejor artista de su generación porque no inspiraba suficiente confianza entre quienes mueven los hilos en el mundo del arte, e inspiraba demasiado entusiasmo entre quienes necesitan el arte realmente. Pagó el precio de su incorruptibilidad y su necedad, en un mundo en que el éxito depende más de habilidades de ajedrecista que de bailarín. Para seguir leyendo… […]

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