La mujer que canta

    Dos semanas atrás él entra al cuarto y dice: «Hay una mujer que canta. Y está cantando esa canción de Lady Gaga, la que tanto te gusta».

    Ella intenta escuchar y es cierto, una mujer canta en algún apartamento del edificio, «una mujer con voz de soprano», reconoce.

    La canción viene desde los bajos atravesando arquitrabes, cañerías, balcones, hasta que se detiene en esa parte que en español diría: «cuando el sol se pone y la banda no quiere tocar». Después, como si alguien lo hubiese ordenado, la mujer deja de cantar. Y él y ella se miran, decepcionados del silencio de las seis en punto.

    «Tranquilo», lo anima ella, «ya volverá».

    Pero la voz no vuelve a cantar ese día, ni esa semana, y eso que los dos quedan un tanto pendientes, porque la voz es anormal y lo saben. Y ella sale a hacer las compras, y vuelve con una escoba nueva, con posavasos, con un vino. Pero la voz no vuelve. Y él sale y trae lechugas, pan, pero la voz no vuelve.

    Ella, la tarde del jueves, va a sacar la basura cuando escucha, por fin, la voz.

    ¿Un aria de María Callas?

    ¡Ombra leggera!, increíble, piensa ella.

    Y vuelve a entrar en la casa con las bolsas llenas de moscas. Y comienza a buscar la voz ella sola, la voz que, está muy segura, viene de abajo. Del apartamento cinco o del nueve. Seguro del cinco, porque en el nueve vive un estudiante árabe, recuerda. Busca la voz como quien busca una moneda, un botón que se cayó de sus manos, mirando las baldosas naranjas.

    Cuando él regresa, más tarde, ella se olvida de contarle que la voz volvió, porque está tirada en el sofá, leyendo esa obra de Juan Mayorga que se llama El chico de la última fila (un profesor de literatura de bachillerato descubre un joven escritor en su clase y comienza a alimentar con clásicos al alumno hasta que todo, todo, se le va de las manos…), y entonces ella solo quería hablar de esa obra. Posiblemente toda su vida ella quiera hablar de esa obra.

    El salòn. Katherine Perzant.
    El salòn. Katherine Perzant.

    «Qué pena que en Cuba no tengamos un dramaturgo así, ¿verdad?», le reclama ella…, «y no es que no haya gente buenísima, pero, así no tenemos a ninguno».

    Después le pregunta: «Tolstoi o Dostoiesvki?», porque había subrayado esa pregunta en el libro.

    El lunes ella hace pastas. Es 14 de febrero, y cuando está poniendo la albahaca en la salsa, algo, de pronto, la empuja.

    La mujer, es la mujer otra vez cantando.

    A Billie Holiday, «April in Paris, this is a feeling…», pero con un arreglo muy personal, se detiene, como una estrella que toma agua en su propio concierto, «No one can ever…», sigue, «reprise…», pero mucho más feroz, arrastrando la palabra París cuanto le da la gana, la palabra París es un chicle en su boca.

    Ella imagina que la mujer es altísima, que tiene huesos como cuchillos debajo de un vestido calipso y que canta para un tipo que la mira de costado, con una copita en el aire.

    Y, en su cabeza, el lugar donde la mujer canta huele a cigarrillos Camel, a sexo después del sexo, a whisky con Red Bull. Entonces él entra a la cocina diciendo que huele a quemado y ella ve en el sartén la mezcla de tomate achicharrada.

    La cocina. Katherine Perzant
    La cocina. Katherine Perzant

    Los días pasan. Pasan. 

    Ella descarta también la posibilidad de que la voz venga del cinco, porque ha pasado tres veces frente a la puerta del cinco, con mucha precaución. Finge que toca la puerta del siete, aunque sepa que en el siete no vive nadie, y solo ve a dos viejos dándose balance en la sala del cinco. Y gente que se dé balance a media tarde no puede cantar así.

    Para cantar así hay que ser francotirador, exorcista, piensa ella.

    Y ya eso se le va olvidando, como se le olvidan los bellos rostros que se ven en el transporte público, frases que serían buenos títulos, incluso el cumpleaños de gente importante, demasiado importante para ella.

    La vida deja de ser la búsqueda de una mujer que canta, su construcción imaginaria.

    Y como la vida ha dejado de ser eso, ayer ella se lava el pelo, y está viendo por la ventana de la cocina el patio de los vecinos, aprovechando el sol, contando los gatos.

    Es un patio tan limpio, cree, y los cordeles siempre están llenos de ropa lavada. Tan limpio el patio y tan llenos los cordeles que ella comienza a sentirse mal por tirarse horas y horas a leer a Juan Mayorga, a descifrar a Roland Schimmelpfenning, mientras el cesto de la casa se desborda.

    Ella sigue viendo por la ventana, sigue contando los gatos, descubre otro, uno amarillo, debajo de la verja que se abre. Y aparece esa mujer morena que siempre llena los cordeles de ropa, y ahora trae otra cesta con más ropa, y baja un cordel y se pone a tender camisas glaseadas, bellísimas, considera ella, dan alegría hasta mojadas esas camisas, y terminando de tender la última, que es color melocotón, la mujer, que debe tener la edad de la madre de ella y cojea de la pierna derecha, se sienta debajo del mango a tomar un descanso, parece, por como mira la tierra, por como comienza a cantar una canción de Charles Aznavour. Esa que es muy sabida por todos, mucho más por ella, a quien la madre dormía cantándole canciones de antes.

    El pasillo. Katherine Perzant. 

    «Que Venecia sin ti, recordar el ayer, cuando toda Venecia me hablaba de amor…»

    Pero esa parte no la canta la mujer, canta solamente el final del estribillo: «Cómo cuesta pensar/ que en Venecia murió/ el amor que jurabas eterno guardar…». Lo canta y lo vuelve a cantar, no dice más nada, como quien canta todo lo que sabe, todo lo que recuerda.

    Y ella lo quiere llamar a él, decirle, amor, amor, es esta la mujer que canta. Pero no le sale la voz. Ella no puede.

    La mujer en el patio está jugando con la tierra. Las camisas, bajo el sol, serpentean. «Cómo cuesta pensar, que en Venecia murió…».  

    Esas voces así, que nos enmudecen.

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    Katherine Perzant
    Katherine Perzant
    Ha sido funambulista y chainsmoker. Como el Paterson de Jarmusch, escribe poemas que nunca publica. Posee una debilidad alarmante por los puentes y las boyas. La toman, tan a menudo por extranjera, que se siente así en todas partes. Quisiera creerle a Issa, que le sobrevive, le sobrevive a todo, la frialdad.
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