En el séptimo inning Alfredo Despaigne conecta un jonrón con el swing hacia el dugout, los botones de la camisa a punto de reventárseles, y el narrador nos comenta: “Déjenme contarles, este jonrón es bueno”. Ok, gracias. No lo sabíamos. Pensábamos que nos perjudicaba, pero si tú lo dices, ya respiramos más aliviados.

Despaigne ha asesinado con su estilo cualquier posible defensa de la estética. Se para en home con la barriga de un bodeguero y los ademanes descuidados de un millonario a la vuelta de todo –que es, bueno, lo que en definitiva es– y despacha palos casi con fastidio. Como quien dice: “Uf, y ahora tener que dar un jonrón, con el aburrimiento que me provoca.”

En el Tokyo Dome, Despaigne está jugando en su casa, en su liga, con atletas de su nivel, y este partido contra Japón en el debut del Clásico Mundial es como el campo de golf lujoso en el que los ricachones de cuello blanco suelen reunirse los domingos. Despaigne, en un gesto de caridad, parece haber invitado por unas horas a los muchachos descalzos de su viejo barrio, los colegas de la pobreza que viven con el talonario de la Serie Nacional y que van a conocer la ostentación por unas horas pero que no serán capaces de disfrutarla en absoluto porque todos llevan guardado en el gavetero de sus cabezas el Samsung cincuenta pulgadas y el Split que hay que comprar y las cajas de tabaco que hay que vender en cuanto el out veintisiete caiga.

Cuba, tal como los especialistas se encargaron de vaticinar, ha perdido finalmente con este equipo de ojos rasgados que tiene el mal gusto de tocar la bola para avanzar corredores con un out, haciéndonos sentir por un segundo, a las personas que sí sabemos de esto, que lo que estamos mirando no es exactamente béisbol. Lo que nadie va a decir, respecto al juego, es que en realidad el vaticinio no se iba a cumplir pero que la dirección técnica hizo todo lo posible para que se cumpliera. Como si, pronosticada la derrota, no se debiera ya ganar bajo ningún concepto.

Fue una pelea del tipo cuatro y veinte de la tarde en la que nosotros representamos al alumno mocoso y enclenque por el que nadie apuesta un céntimo. Cada vez que pudimos anotar una carrera, sacar un out o conectar un hit, los narradores parecieron decir: “Eh, mira, lo arañó.” Y luego: “Eh, qué bien tú, lo arañamos, lo arañamos”.

En realidad Cuba está envuelta en una zona de competencia que parece la reunión del G-20, con Japón, Australia, Israel, Corea, Holanda y China (y aunque este redactor no tenga ni la menor idea de quiénes conforman el G-20, eso es justo lo que dicho listado sugiere), pero recordemos por un segundo –jodidos motherfuckers conformistas–  que ESTO ES BÉISBOL Y QUE NOSOTROS SOMOS CUBA. Un país que no tiene nada, pero que de eso todavía le queda un poco. No importa que nos represente la novena de la Escuela del Partido Ñico López. Siempre podemos plantar cara.

No teníamos que exponer a Lázaro Blanco, si así se prefería, pero uno de los dos camaradas Vladimir bien que pudo treparse al box. Con esas seis carreras le ganábamos incluso a Batista. Solo que el abuelito tierno de Carlos Martí nos hizo saltar al terreno vestidos de Oshín.

Ahora ante Australia, siguiendo con la lógica, que nos disfracen de Mofli y asunto zanjado. Así viramos en primera ronda para que a esas veintiocho pobres almas peloteras no les dé tiempo vender lo que fueron a vender a Japón y tengan que guardarse las cajas de tabaco –que esa ha sido hoy toda nuestra sublime estrategia– donde mismo se guardó el gato hidráulico el tipo del cuento . En el equipaje de Carlos Martí.

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