Hay una canción de Chavela Vargas que yo aguanto solo una vez, porque si la escucho dos veces me desarma; es esta: «Si no te vas, te voy a dar mi vida./ Si no te vas, vas a saber quién soy./ Vas a tener lo que muy pocas gentes/ Algo muy tuyo, mucho, mucho amor». Uno lo lee así y no parece tan doloroso, pero si uno la escucha en la voz de ella, con esa promesa llorada, ay, uno se va cuesta abajo y de cabeza.
Hay un poema de Louise Glück que es una pistola en el estómago; tiene estos versos: «No quería irme a Chicago contigo./ Quería casarme contigo, quería/ que tu mujer sufriera./ Quería que su vida fuera como una obra de teatro/ en la que todas las escenas son tristes./ ¿Piensa así/ una buena persona?». A mí este poema me recuerda que cuando era una niña escuché un grito en la madrugada, me levanté y fui hasta la puerta; el grito venía del parque que estaba frente a la casa y quien gritaba era un hombre. Me asomé por la mirilla y vi a un tipo joven enterrarse una navaja él mismo, y le decía a la noche: «Me duele, pero tengo que hacerlo».
Hay un poema que Idea Vilariño le escribió a Juan Carlos Onetti cuando ya no lo tuvo más, cuando él ya vivía con otra persona. Le dijo, entre otras cosas: «No me abrazarás nunca como esa noche/ nunca./ No volveré a tocarte./ No te veré morir».
Hay un libro de Marguerite Duras que se llama El amante, que te deja sin uñas en las manos, sin cabellos, como una carta sin destinatario, sin remitente, con una voz de puta muy muy triste. Es un libro sobre un amante que Duras tuvo a los quince años, un chino rico, precioso, que le hizo el amor de todas las formas posibles y luego se casó con una mujer rica y preciosa, como debía de ser en la indochina francesa, en 1929. Acaba así: «Años después de la guerra, después de las bodas, de los hijos, de los divorcios, de los libros, llegó a París con su mujer. Él le telefoneó. Soy yo. Ella le reconoció por la voz. Él dijo: solo quería oír tu voz». Y luego se dicen otras cosas, de esas estupideces que uno dice cuando está nervioso, muy nervioso. Y el libro finalmente termina así, con la voz del hombre chino: «Le dijo que era como antes, que todavía la amaba, que nunca podría dejar de amarla, que la amaría hasta su muerte».
Hay un cuento de terror escrito por Katherine Mansfield que se titula «Felicidad», y el personaje principal, una mujer joven, ya casi al final, ve como su esposo besa a una amiga suya, a la que no paraba de criticar. Es un cuento que da un miedo enorme. Que te desangra. Y uno se queda viendo con ella, con la mujer engañada, un sembrado de olivos más allá de las ventanas. De las ventanas de su propia casa.
Hace años un amigo y yo salimos de una fiesta, serían las dos de la madrugada, regresábamos a la casa en la que vivíamos entonces, totalmente borrachos, y mi amigo me detuvo para decirme. «No puedo más, no puedo más, tengo que llamarlo». Llamaba a un hombre al que había conocido pocos días atrás, con quien probablemente ni siquiera se había acostado. El teléfono fue respondido como al séptimo timbre y mi amigo le gritó a la voz soñolienta: «Te llamé para decirte que te amo». Estábamos en una calle desierta de La Habana Vieja, y mi amigo le decía al tipo, una y otra vez, como si de eso dependiera su vida, y también el mundo: «Eres, eres, lo que más amo».
Hay en esa obra perfecta de Roland Schimmelpfennig que se titula en En la calle Greifswalder un hombre que le dice a una mujer: «Ahora lo recuerdo: entonces te dije que tú eras la única mujer de ojos verdes en mi vida, pero no era cierto, Tania Wideking también tenía ojos verdes. Se me había olvidado».
Sabes que todos comemos panqueques pero todos no podemos sentir eso. Es un privilegio, o un don, o las dos cosas. Tocados por el dedo de Dios. Como sea, perdón por garabatear, a tirones, una «sugerencia» más :
También hay algo sobrecogedor en el libro «Catalina» de Mario Coyula. Un amor fulminante que se hizo posible en tiempos imposibles. Aderezado con descripciones ágiles y perfectas de la Arquitectura de la época. Derroche abrumador de saberes emanados de la vasta cultura del autor, Nos inunda de sentimientos e historias en primera persona, entre arcos y fustes, termina dejándonos malparados y tristes frente a dos palmas reales en el gran cementerio de Colón.
Este escrito me recordó esa canción tan linda que dice: tú eres la música que tengo que cantar.