Timothy Treadwell era un amante furibundo de los osos. Un protector extremo de estos animales frente a la avaricia humana, que los había colocado al borde de la extinción. Empezó con campañas de concienciación, después pasó a internarse en su mundo y, finalmente, llegó a la convivencia definitiva con ellos. Treadwell se mezcló hasta tal punto con sus amados osos que acabó devorado por uno.
De su pasión, llevada hasta sus últimas consecuencias, da fe un documental de Werner Herzog: Grizzly Man. Es angustioso seguir su deriva a favor de estas fieras y, al mismo tiempo, presentir casi en tiempo real el desenlace de su fusión con la vida animal.
El del hombre-oso norteamericano, que muere a manos -más bien a garras- de aquellos a los que ampara, no es un caso único. La británica Vicky Moore defendió tanto a los toros que acabó irrumpiendo en el ruedo para detener una corrida en Cáceres, España. Con tan mala suerte que el toro acabó propinándole once cornadas que le produjeron la muerte.
Mucho se ha escrito sobre estos actos que rozan la pulsión de muerte (que diría Freud). O la actitud irredenta de esos poetas “absolutamente modernos” que –según Kundera- acaban convertidos en sepultureros de la modernidad.
Por alguna razón –seguro que a medio camino entre la alarma del psicoanalista y la convicción del novelista-, he pensado en estos ejemplos leyendo la historia del joven norteamericano Otto Warmbier. Un turista occidental que fue a parar a Corea del Norte para conocer de cerca a ese país, archienemigo del suyo, buscando acaso las secretas verdades del que muchos definen como “el Estado más cerrado del mundo”.
Una vez allí, Warmbier se enamoró de un afiche norcoreano (sin duda socialista a más no poder) y se hizo con él para llevárselo de recuerdo. (Como cualquiera de nosotros despegaría, en otros lugares, un cartel que anuncia el concierto de su grupo favorito, una exposición, un espectáculo, una casa de masajes con final feliz, incluso el ubicuo póster del Che). Sólo que Corea del Norte no es cualquier lugar del mundo, y el joven fue apresado y condenado por ese gesto. Diecisiete meses después, lo devolvieron en estado de coma a su país, donde murió a los pocos días.
Warmbier no es el primer occidental que se fascina con el país de la idea Suche y la dinastía Kim. De hecho, llama la atención que un país conocido por su hermetismo haya impactado últimamente con tanta fuerza en la cultura occidental.
Desde una exposición colectiva como El peso de la historia (con carteles de propaganda socialista propiedad de un coleccionista chino y que se pudo ver en Barcelona) hasta las fotografías de Charlie Crane o Andreas Gursky. Desde El huérfano (la novela que le valió un Pulitzer a Adam Johnson) hasta Sin ti no hay nosotros, libro desde el cual Suki Kim nos descubre los entresijos de la élite norcoreana. Desde la Barbara Demick de Querido Líder hasta el James Church del inspector O encargado de resolver crímenes en Pyongyang. Todo ello sin olvidar un programa que le dedica En tierra hostil, el número pionero de la revista Vice o el hecho de que este país también aparezca como destino carcelario del espía más famoso de todos los tiempos: James Bond…
Quien quiera divertirse, puede seguir en Twitter los comentarios de @norcoreano –“Líder Supremo de la Corea buena, la del Norte, la fetén. Soy de los que se apuntan a un bombardeo”-, capaz de fustigar lo mismo a las estrellas del fútbol que a las incoherencias de la democracia mundial.
Quien quiera alucinar, puede seguir la historia de Alejandro Cao de Benós de Les y Pérez (en coreano 알레한드로 까오 대, según la Wikipedia). Este catalán, de 43 años, se considera a sí mismo como el primer embajador occidental de ese país, dedicado a desmentir la sarta de calumnias que se desgranan sobre un Estado al que no sólo defiende, sino al que representa en temas económicos y culturales. (Muchas veces vestido con el uniforme del ejército norcoreano y desde una oficina que ha montado para tales tareas).
Regresemos al joven Otto Warmbier.
Es difícil imaginar lo que sufrió en su celda, la angustia de su familia, el dolor por su muerte. Pero lo cierto es que este muchacho no entendió el país al que fue, ni calibró la magnitud de ese conflicto que, desde 1952, arrastran las relaciones entre Estados Unidos y Corea del Norte, lo que te hace pasar de turista a rehén o espía en cuestión de segundos.
Su muerte, además, se inscribe en las consecuencias de un turismo “extremo”, al que las agencias de viaje (chinas o españolas), anuncian de esta manera: “viaje al país más hermético del mundo”, “tenga una experiencia singular” o, directamente, “visita un lugar al que tu madre no quiere que vayas”.
Estas agencias de viaje –algunas ya han declinado la gestión de clientes norteamericanos- no hacen otra cosa que repetir esas metáforas ya gastadas para intentar describir la relación con los distintos: “bailando con lobos”, “durmiendo con el enemigo”, cosas así. Aunque también podríamos definirlas, recordando al malogrado Timothy Treadwell, como el “protocolo del oso”.
En esa secuencia, el primer paso es la curiosidad. Más tarde llega la fascinación. Después el abrazo.