En la noche que el poeta nos inventó

    En un punto de la noche del 27 de abril de 1971 alguien clausura, definitivo, el sarcófago hábilmente construido durante la década anterior y desde entonces, hace más de medio siglo, todos hemos estado viviendo dentro de esa apabullante oscuridad. Lo que hemos hecho, lo que hemos dejado de hacer, la manera en que nuestros sentidos se adaptaron a la crónica minusvalía del tanteo, el susurro, la zozobra y la sospecha, propiedades del ciego, del mudo, del sordo y del paranoico, viene de ahí, de la alocución esquizoide de un poeta condenado que fija en el verso físico de su enmarañado histrionismo el tiempo del simulacro y, maquillando el pánico con exageración, señala la ruta gestual de la supervivencia.

    Es siempre espeluznante el momento en que uno, desprevenido, aún preso en la isla, se da cuenta de que estuvo cada día viviendo en Cuba con una mueca en la cara, y mira las otras caras alrededor y ve por primera vez la mueca en la cara del otro, retrocediendo asustado porque sabe, además, todo de golpe, que esa mueca no es nueva, y que ni siquiera se trata de mueca alguna, sino que es el rostro humano tal cual es. Hoy confirmamos que ese rostro es la ficción lírica de Heberto Padilla el día que esculpió con sádico placer la roca en bruto de Fidel Castro.

    No estoy tan seguro de que el estupor que tantos hemos experimentado recientemente, a través del documental de Pavel Giroud, con las imágenes de la autoinculpación de Padilla como un contrarrevolucionario que luego de un mes de torturas a manos de la policía política vuelve curado a la tumba civil del castrismo, sea tanto por haber observado algo hasta ahora oculto como por habernos percatado de que aquello que creíamos oculto es en realidad lo que hemos estado viendo toda la vida. Diluidos los artificios de la gestación, queda depositado el hábito. Asistimos al instante —un paréntesis apretado de cuatro horas, que en la película son bastante menos— en que fuimos históricamente constituidos.

    Pasados los días, el documental de Giroud se vuelve otra cosa, no el testimonio de un desvío ni la gesta particular de alguien ajeno y ya muerto, sino la conciencia sorprendentemente adquirida del primer día de la costumbre. El proyector son nuestros ojos y la cinta corre adentro. Amnésicos, hay una recuperación parcial de la memoria, pero Giroud ha decidido que todavía no podemos recordar completamente.

    No sé qué hubiera hecho en su lugar, nunca he tenido en mi poder, afortunadamente, los recuerdos de nadie que no sea yo. He visto The Trial, la película de Sergei Loznitsa sobre los juicios contra los economistas e ingenieros de la Gosplan acusados en 1930 de conspiración para derrocar al régimen soviético. Es un documento tedioso, justo y absorbente. Giroud, en cambio, editó y construyó algo entretenido, y tiene plena conciencia del asunto. En una entrevista reciente, declaró que el metraje en bruto de la autoinculpación de Padilla es el Quijote, y que su obra es como uno de esos volúmenes pedagógicos que potabilizan el texto original. Que el Quijote nadie se lo lee. En efecto, si el metraje original es a su película lo que el Quijote a sus glosas didácticas, no podemos conformarmos con lo que nos ha entregado.

    En realidad, algunos solo leemos el Quijote, que no fue escrito, como plantea Giroud, quien evidentemente no lo ha leído, en español antiguo, sino en el español vibrante y desatado que produjo la obra más divertida y viva de la que haya noticias. No discuto el derecho de Giroud a realizar un documental con tan valioso archivo, lo que molesta es la evidencia, asumida por el perpetrador, de que asistimos a una mutilación.

    Me temo que cierta lasitud ética con un documento político de tal importancia, o con cualquier documento público en general, deriva inevitablemente en un resultado de limitada ambición estética. «Habrá quien diga: ‘Yo no quiero ver esa mierda, yo quiero ver el original’. Tienen todo su derecho, solo que tienen que tener un poquito más de paciencia, porque ahora es mi película», dice Giroud con el típico tono mafioso de la élite cultural de El Vedado, una clase tradicionalmente complaciente que entiende el privilegio como derecho natural.

    La insatisfacción quizá se explica porque su documental va dirigido, con su matiz veladamente exótico, hacia los festivales y circuitos extranjeros de distribución, no parece que estemos ante un cineasta que haya calibrado el peso fundamental del material que cayó o amablemente pusieron en sus manos, puesto que él mismo ha admitido lo poco que va a durar su película, el tiempo de la retención del metraje original, cuando pudo, como Loznitsa, haber creado algo que sobreviviera a los compases del entusiasmo o la ansiedad.

    Se trata de un caso donde vemos primero la secuela de la obra de arte y donde sigue oculta la obra de arte, que no es la obra de arte, es la vida. Nos merecemos el aburrimiento de esa cinta larga y repetitiva, porque eso es lo que somos, no su estetización. En cualquier caso, el breve tiempo que media entre la nota al pie pergeñada por Giroud y la adquisición íntegra del material en bruto, algo que más temprano que tarde se va a filtrar, vuelve completamente insignificante y efímero el tipo de conocimiento intermedio que manejamos ahora. Tuvimos más de medio siglo de demencia y pronto habitaremos todos los años del futuro para no olvidar.

    El arrepentimiento fingido de Padilla, algo que conocíamos por los testimonios de los presentes, la transcripción de sus palabras, y que hoy las imágenes no solo confirman, sino que acentúan de un modo grotesco, me remiten a un tipo de incomodidad única, que yo solo, si me apuran, creo haber experimentado con la lectura de Tartufo, el falso predicador. Si estas apreciaciones son ciertas, nos enfrentamos a la mala noticia de que, a pesar de todas sus desgracias, el castrismo es, y siempre ha sido, una comedia o una farsa, un carnaval veneciano-estalinista, de ahí que su exégeta definitivo haya sido Reinaldo Arenas con la clave paródica de sus tragedias.

    De hecho, en la cinta de Giroud, Arenas es la única persona del público que permanece joven y erguido, y así va a entrar a la muerte, que es lo que viene después de esa noche. Cintio y Retamar ensayan in situ los gestos, la faz y el lenguaje abyecto del burócrata; Virgilio se retuerce de pavor, fagocitándose, devastado; Lezama no aparece, como no apareció Dios cuando los soviets lo fusilaron en 1918, y el resto de los delatados envejece de inmediato, disecados como piltrafas, en el momento justo en que Padilla los menciona.

    Pablo Armando adquiere la actitud sibilina que lo lleva a convertirse en anfitrión de un cumpleaños de Castro treinta años después. Norberto Fuentes va y viene, dice una cosa, se asusta, se arrepiente, no entiende la puesta en escena, rompe la cuarta pared, confiesa cómo se ha arrastrado de puerta en puerta para que la revolución lo atienda y enmiende el malentendido de su ostracismo; un concentrado de su posterior vida zigzagueante como edecán letrado de los militares cubanos. Cuzá Male, belleza neorrealista, sigue la ruta de su esposo por el recién inaugurado sendero de la locura, una desfigurada Lady Macbeth insular. No es casual que el único sacrificado presente que luego no se degrada sea Manuel Díaz Martínez, dueño, dentro de los términos del terror, de la inculpación más serena, la más contenida.

    Resulta admirable la voluntad extrema y el pulso con el poder que Padilla sostiene hasta el límite para no entrar en la historia como víctima. No quiere convertirse en un sujeto pasivo, reclama un lugar prominente en el relato de su tiempo, que es, lo entiende perfectamente, el tiempo del mal, y el único recurso que le queda en su acorralamiento es la delación. Y delata. Siempre nos hemos preguntado por qué lo hizo. Lo hizo por nada, porque sí, porque era inevitable como clímax de su exultante representación, un cruel ejercicio de frivolidad.

    Llegado ese momento Padilla ya hace rato ha dejado de actuar, pero no porque lo que diga sea sincero, sino porque lo que dice dejó de ser una actuación, pasa a ser lo que se es. Desde entonces, en Cuba, fingir es ser. Cumple además el sueño masculino de una generación y un pueblo: volverse Fidel Castro. No lo imita, es secuestrado por ese espíritu. Suda copiosamente, la retórica inflamada y triunfante, su desbordante amor propio, el gusto por la verborrea oral (marca registrada del tirano), la interminable duración de su discurso, el énfasis, el regaño, la pontificación. Se sueltan las bridas y Padilla cabalga en dirección al abismo.

    La represión del placer trae al cabo el placer de la represión. El poeta ha sufrido para, en el instante supremo, traicionar su dolor, un giro inverso al de la poesía. Quesada, el inquisidor, es la exaltación autómata de la técnica, la UNEAC es el laboratorio, Padilla es el cuerpo del experimento, y el público que observa cómo lo abren en canal es el Hombre Nuevo. Esa observación, la memoria celular de esa observación, es justo lo que va a definir al Hombre Nuevo, lo que rige en lo adelante su conducta.

    Padilla ya no es nada después, porque es un prototipo y un profeta, triste e insalvable arenisca humana, alguien que entró en Villa Marista por todos nosotros y nos legó el tono de esa experiencia, dado que el país aprendió a hablar, desde el guajiro de Cueto hasta el pepillo de Buenavista, como si ya hubiera pasado por ahí, y sin haber escuchado jamás su nombre, un signo perdido y anónimo, para decirlo con Vico, en el lenguaje simbólico del tiempo de los héroes, enterrado en el fondo de los archivos del ICAIC.

    Visto el fantasma por primera vez, ya podemos dejarnos de temer.

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    Carlos Manuel Álvarez
    Carlos Manuel Álvarez
    Bebedor de absenta. Grafitero del Word. Nada encuentra más exquisito que los manjares de la carestía: los caramelos de la bodega, los espaguetis recalentados, la pizza de cinco pesos. Leyó un Hamlet apócrifo más impactante que el original de Shakeaspeare, con frases como esta, que repite como un mantra: «la hora de la sangre ha de llegar, o yo no valgo nada». Cree solo en dos cosas: la audacia de los primeros bates y la soledad del center field.
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    9 COMENTARIOS

    1. Fuera del juego se mantiene hoy, en 2023, entre lo mejor de la poesía social de habla hispana en el siglo XX. Es el más fuerte, vigoroso cuaderno de poemas disidentes escrito por un cubano. Entre Fuera del juego (premiado en octubre de 1968) y la represiva puesta en escena que antecede al Congreso Nacional de Educación y Cultura (abril de 1971) pasan casi tres largos años de fracasos de la dictadura… No confundir poemas con mea culpa, poesía con grotesco. No lo hace Carlos Manuel Álvarez, claro está, pero me parece saludable el deslinde.

    2. Bro: usted cada vez que sale algo que le echa bala a la dictadura y triunfa, lo quiere apagar. Apagaste San Isidro, le echaste a Patria y vida y ahora la coges contra el filme este que le hace más daño a los dictadores que todo lo que tú escribes. Lo bueno de un filme así es que el mundo entero ve con sus ojos lo que es el monstruo ese con el que en teoría tú estás en contra.

    3. Si no te conformas con lo que Pavel Giroud nos ha entregado, ¿por qué no haces tú tu versión? O, ya que no es tu medio, ¿por qué no escribes un libro sobre el tema? La crítica al trabajo de otros es demasiado fácil, José Manuel. Trabajar es lo difícil, lo complicado. Pasar horas y horas, días, semanas, meses intentando dar forma a una obra cinematográfica, en toda su magnitud es lo jodido. No veo que te hayas tomado ese trabajo.

      Ahora te puedes tomar el trabajo de borrar mi comentario, como has borrado otros.

      • El árido mundo de la real y supuesta oposición al régimen mafioso que aún impera en Cuba, está repleto de percepciones como estas que nos ofrece este artículo. Lamentablemente siempre, desde cualquier orilla, sospechosamente alineados no con lo que une y construye, sino con lo que desune y destruye. Después de casi 52 años de estos hechos y la tonelada de evidencia sobre el rotundo y estruendoso fracaso de ese engendro llamado “Revolución Cubana”. Es inaceptable la manipulación intelectualoide de aquel horror y de aquella terrible realidad. Aunque no viví los hechos de manera directa, fui contemporáneo de esa etapa que marcó un antes y un después, para la desgracia y decadencia de la cultura cubana. Creo firmemente que toda aquella exaltada actuación de mia culpa de Padilla, fue su mejor venganza ante el horror vivido.

    4. Mi comentario aparece, desaparece, aparece. ¿Es cuestión de que te dicen: Carli, todo el mundo lo la visto, vuélvelo a poner? Para que sepas, estoy haciendo captura de pantalla de esto que escribo, para que no haya cuento chino. Tenemos que descifrar si tu problema es que colaboras con el régimen conscientemente, o si tu ego es tan frágil, que todo lo que se salga de tu entorno en la lucha contra la dictadura, es un problema para ti. Eso significaría que colaboras. Da igual si por activa o por pasiva.

    5. No entiendo nada. El escándalo internacional que siguió al primero, motivado por la encarcelación de Padilla, fue porque evidentemente lo obligaron no sólo a retractarse, sino a delatar a sus amigos, porque el poder los tenía también en la mirilla y usó esa estrategia estalinista, la delación forzada, para sacudirlos a ellos y para escarmiento de toda la clase intelectual y artística. No olvidar el congreso de educación y cultura que ocurrió casi al mismo tiempo. Decir que Padilla delató “por nada, porque sí, porque era inevitable como clímax de su exultante representación, un cruel ejercicio de frivolidad” es, cuánto menos, un cruel ejercicio de frivolidad.

    6. Los que hemos leído «El Quijote» sabemos que hay más probabilidad de que lo haya leído Giroud, a que lo haya hecho el autor de este ¿artículo?. Pavel Giroud sabe lo que dice: la obra cumbre de la literatura española no lo es por como está escrita -ciertamente ilegible y con probados errores gramaticales y de sintaxis en nuestro idioma, que no tenía reglas entonces- sino por sus renovadores personajes y sus situaciones hasta entonces iéditas, elementos que no se sacrifican en esas ediciones simplificadas. Académicamente hablando, no es castellano antiguo, pero 400 años es suficiente como para que sea un tostón hoy día: «Si no os picaderes más de saber más menear las negras que llevais que la lengua –dijo el otro estudiante–, vos lleváredes el primero en licencias como llevaste cola». Si esto os resulta vibrante y entretenico, chapeau!.

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