Mark ha actualizado su perfil

    Antes de convertirse en un saco de botox, Alejandro Dolina acuñó una frase zonzamente magnífica: los hombres hacemos todo para conseguir mujeres. Roqueros, futbolistas, estrellas, literatos y periodistas. Todos y todo por levantarse una o varias minas. Mark Zuckerberg, dice la leyenda, inventó Facebook por lo mismo. Ah, y por envidia, otra pequeña excusa por la que pisoteamos a los pretenciosos que desafían nuestro machoalfismo.

    La red social, la leyenda de Facebook, es la primera historia de Silicon Valley en llegar al cine. Aaron Sorkin, su productor, la definió como un drama con fondo clásico. “Una historia de amistad, lealtad, traición y envidia”, dijo. Todo eso está en el grupo de sociópatas que, con Zuckerberg en el centro, dio forma al sitio del que pende el ego virtual de quinientos millones de personas y contando.

    La biografía no autorizada de Facebook dice que Zuckerberg, un inadaptado con el rostro de homicida que caracteriza a los nerds, habría robado la idea a dos gemelos del Porcellian Club. El Porcellian Club es un grupo elitista de Harvard University, vedado para gente como él, hijo de un odontólogo judío de clase media de las afueras de Nueva York. Zuckerberg no tenía mucho, quería reconocimiento y chicas —como cualquier adolescente de ignición tardía, como todo hombre—, vio la idea básica de Facebook y, según sus ex socios, se la llevó a casa.

    Después vino el lanzamiento del sitio, su explosión geométrica y las cuentas de Zuckerberg se hincharon de dinero —tiene 26 años y su riqueza personal es de US$ 6.900 millones.Entonces, los hermanos del Club de Porcelana, sucedáneos de la prole envidiosa de Cenicienta, golpearon a su puerta con una muy ubicua demanda. Zuckerberg les dio una compensación millonaria a través de un arreglo extrajudicial y, acto seguido, comprobó que el dinero tiene la dudosa propiedad de silenciar traiciones pero no las hace menos dolorosas. Sucede que los gemelos siguieron la progresión de Facebook, saben de su valor irreductible y tienen una gavilla de abogados echando cuentas para reclamar más —todo lo cual me deja en la incómoda posición de decidir si sigo envidiando a Zuckerberg o me convierto en su sicario.

    La creación de Zuckerberg no puede ser menos que un apropiado artefacto de época. Si los esclavistas pagaban a vista de dentadura y músculo, los anunciantes monetizan a Facebook cuanto más voluminosa y colorida es nuestra exhibición. Facebook es nuestro deseo: nos puede el divismo, la sed de reconocimiento, ser uno en la historia, tener más comentarios que una ex compañera de secundaria, un colega o Sánchez, el de contaduría.

    El negocio de Facebook pasa por valorizar nuestras pulsiones warholianas: Facebook como una base de datos del narcisismo diario. Allí está más que una porción de nuestra vida; está nuestro precio. ¿Es acaso una contradicción que, mientras empuja la línea de nuestra privacidad al mínimo, Zuckerberg sea un sujeto cauteloso que evita la exposición pública?

    El chico es un personaje complejo. Una incógnita envuelta en un misterio rodeado de un enigma, Churchill dixit. Quienes le tratan, aseguran que es capaz de cierta ternura aunque está súperprogramado. Hace poco lo vi en 60 Minutos. Llevaba un tiempo paseando por los medios para contener (o aprovechar, vaya uno a saber) el golpe de La red social. No escuché tanto como lo miré y me generó sensaciones encontradas. Estaba incómodo y alerta, con la soberbia inseguridad de un teen ager desprotegido. En un segundo parecía pedir comprensión o un abrazo y al siguiente los ojos se le encendían con un brillo acongojante.

    Claro, nadie es unidimensional y la pureza blanca sólo existe en los comerciales de jabón para ropa. Zuckerberg es también un maníaco que puede encajar en varias de las definiciones del egoísmo elaboradas por la psicología, la biología evolutiva y la teoría de los juegos. Su mente mide costos y beneficios casi tan rápido como escribe programas desde la adolescencia. Es el tipo de personalidad que divide aguas: las cátedras de psicología harían sopa con su psique y las de ética rumiarían sobre el-ser-Zuckerberg largo tiempo; en Economía lo declararían —ya fue— campeón sin demoras.

    Poco debate hay sobre las ambiciones en apariencia ilimitadas de Zuckerberg. Él mismo parece alentar la idea de que lo piensen como un conquistador. De hecho, ha dado a entender que halló para Facebook una narrativa aspiracional en la mitología clásica griega. Unos meses atrás contó a The New Yorker que su poema preferido es La Eneida, que narra la épica de Eneas, el héroe trágico que abandona Troya y, unos mares más allá, crea un imperio nuevo “sin límites en tiempo y grandeza”.

    Ese imperio era Roma.

    El imperio del muchacho de Dobbs Ferry es más prosaico pero —brutal herramienta de persuasión compulsiva de dimensiones orwellianas, como le achacan los críticos— también está tallando los bronces de la historia. El psicólogo de Stanford University BJ Foog dice en La psicología de Facebook que el inocente acto de postear una foto en el perfil excede el hecho de manejar nuestra imagen personal como una puesta en escena. Por oposición, no hacerlo nos autoexcluye del mercado donde se realizan las relaciones sociales inmediatas y globales de quienes conocemos. Sin rostro en Facebook, somos parias, ilotas 1.0, huraños y misántropos analógicos, los anacoretas que la sociedad dejó atrás.

    Zuckerberg tiene la llave de nuestra vidriera virtual. Puedes irte de Facebook pero nunca eliminarás tu perfil.

    La envidia nos ha vencido: aquel que no tenía a nadie es dueño de todos.

    *Este texto fue publicado originalmente en “Pecados capitales”, serie de perfiles breves en Etiqueta Negra.

     

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