Cuando a primeras horas de la mañana del 8 de septiembre de 1914 Wittgenstein se entera de que los rusos habían tomado Lemberg, escribe en su Diario: «¡Ahora sé que estamos perdidos!». El 9 escribe: «Los rusos vienen pisándonos los talones». El 15 vuelve a repetir la frase (pero con signos de admiración): «¡Los rusos vienen pisándonos los talones!». Ese mismo día pela papas: las pela despacito, como acostumbra hacer con las ideas o con operaciones vitales como fregar platos. (Anota en su Cuaderno que las pela como Spinoza acostumbraba pulir sus lentes. Pero en situaciones de guerra no hay que creer a los filósofos a pie juntillas. Se han visto filósofos abandonar cualquier género de ideas y reflexiones profundas frente a situaciones inesperadas como correr bajo las bombas o hurtarle a su compañero una lata de carne).
Que los rusos vinieran pisándole a W. los talones era, bajo las propias perspectivas de razonamiento de W., un verdadero dislate. Sin embargo, W. olía rusos en el aire: cualquier cosa se aparecía ante sus ojos en nombre de los rusos: un árbol, el morral abierto de un soldado, el cielo gris o azul, una pipa abandonada en medio de la trinchera, una ardilla observándolo con un ojo nervioso un par de segundos para luego hundirse en la negra interioridad de un árbol… No hacía falta ser un filósofo para sentir en el aire helado cuchillas invisibles que venían de «alguna parte», y que, a la distancia de un talón, o dos (¿de cuántos talones se componía la aseveración de W. acerca de la cercanía de los rusos?), mantenían un alto grado de invisibilidad, ese secreteo obsceno entre lo que aún no tiene lugar pero que ya medra en el presente con el mayor descaro.
Mientras W. pela papas se va quedando dormido (lleva dos días sin dormir aferrado a su reflector):
—Ey, que te duermes —le dice otro soldado que pela sus papas con negligencia…—. Y si te duermes te puedes cortar un dedo, o los rusos lo harán por ti.
—¿Pueden pasar las dos cosas a la vez? —pregunta un W. apagado, cuyo cuchillo resbala por la superficie de la papa como sus pensamientos lo hacen en el vacío o en la superficie de la realidad.
No —le dice el otro—. No tendrás tan mala suerte como para que las dos cosas te pasen a la vez.
Y le cuenta a W. la siguiente historia:
—Me crie en el campo. Mi predilección eran los tordos, ver como el cielo se despejaba de nubes, abrir un libro nuevo y olerlo como quien huele una naturaleza sabia y a la vez tierna, aunque no entendiera ni una palabra de él. En fin, nada espiritual me era ajeno. Pero te confieso que sentía un miedo visceral por lo que concernía al espíritu y a sus relaciones con la naturaleza. No era ese miedo vago, indefinible y abstracto que solemos sentir por las cosas que suponemos a mil kilómetros de nosotros. No. Era un miedo muy exacto, digamos, para abreviar, un miedo matemático.
Deja de pelar papas y mira a W.:
—¿Por qué repites cada diez minutos, como un poseso, que los rusos te están pisando los talones? Eso te incumbe a ti, solamente a ti, querido compañero de ruta. A mí no me pisan los talones, lo mío es peor: yo no huelo rusos solo ahora, yo huelo rusos desde mi nacimiento. Pero no como tú. Hordas más terribles que los rusos reclaman su existencia en mi con denodada crueldad. ¿He visto rusos alguna vez? Nunca. Solo he oído hablar de los rusos, del alma rusa, del carácter ruso y otros tópicos similares. Pero nunca los he visto. Ahora bien, en nombre de Dios: si algo se aparece por este o por el otro flanco blandiendo una bayoneta, no esperes de mi ninguna suspensión del juicio, ningún análisis especial acerca de si es o no es un ruso. Esa cosa con bayoneta morirá o yo moriré en sus manos, incluso ambos podremos abrazarnos en un último gesto, mejilla contra mejilla, y aprenderemos el secreto.
Su voz ahora se hace afable, lenta:
—Te he visto escribir, de noche. Mientras los demás piensan en sus mujeres o escatiman bajo las mantas su ración de alcohol, tú escribes tus impresiones y filosofemas. ¿Sabes una cosa? No hay ninguna diferencia en cómo escribes y en cómo pelas papas. Te he venido observando desde hace tiempo. Primero pensé que escribías cartas de amor, por el cuidado que te tomabas con las palabras. Me dije: ese hombre ama a alguien de manera tan descabellada que apenas le salen las palabras. Era un suplicio verte, doblado en la poca luz, luchando como un cegato con las palabras que no querían acceder al movimiento de tu mano. ¡Noches enteras para conseguir unas tristes y aisladas oraciones!
Baja la cabeza, avergonzado:
—Debo confesarte, mi compañero de guerra en las trincheras, que he hurgado en tus cosas, furtivo como un gato. Cuando dormías, he ido por tu cuaderno, ese que guardas con recato en tu pecho, y he leído para mí, temblando en la soledad más grande que se pueda suponer para hombre alguno, tus garabatos. Y los he comprendido. ¿Por qué los he comprendido, yo, un oscuro hombre de campo, ajeno a los problemas del lenguaje? Porque querías penetrar en el núcleo secreto de la Naturaleza teniendo como llave las palabras… Se ha dicho que en un principio éramos Naturaleza, que nuestros símbolos y creencias pertenecían al espacio cerrado de la Naturaleza. Menuda mentira. ¡Es el timo más grande que el hombre ha sufrido! Hemos acabado por aceptar que somos lo mismo que el trueno, el gato o la hierba, sintiendo una infinita fruición por dicho estado de cosas. ¿No es horrible para la raza…? Escribirás, escribirás sobre estas y otras cuestiones. Eres de los que sobrevivirás para poder dar cuenta.
Sonrió y continuó:
—Yo también quise dar cuenta, a mi manera. ¿Qué puede esperarse de un hombre como yo, que emplea las palabras como si arrancara manzanas o tirara migas a los tordos? Durante mi primera infancia fui mudo. Un médico de Viena me decretó «un desorden elemental de mis posibilidades de lenguaje». Mi madre le preguntó: «¿Es que está loco mi hijo?». El médico le dijo: «No, nadie está loco, señora. Pero su hijo no necesita del lenguaje para vivir». Mi madre hizo un gesto de irresolución y dijo: «Bueno, en nuestros planes no entraba que él fuera abogado o copista». «Mejor para él», le dijo el médico. «¿Y qué necesita mi hijo?». «Su hijo no necesita… nada. Tal vez unos baños de sol. Llévelo a Italia. O al Congo».
»Bueno, en eso sí que el médico se equivocó —tira una cáscara al suelo—. Uno siempre necesita algo. ¿Acaso no hay que llenar el mundo de figuras, de colores, de formas? ¿Acaso tiene sentido la vida si no la llenamos con algo? ¿El alférez oyó disparos en las cercanías? Conozco un mundo sin figuras. Lo conozco porque lo viví. No creas que es un mundo vacío, helado, neutro, como se pudiera suponer. Digamos que es un mundo elemental. Sí, hay flores, sopla el viento, se mueven las ramas de los árboles. Aquí aparece una mano suave, allá otra mano se dobla y retumba como nudillos de piedra. En un mundo así también existen las palabras. Es un mundo de nombres propios, un mundo cuya gramática carece de enigma. Me alimenté de la sustancia de ese mundo como quien bebe la leche materna. Si veía abrirse una flor, más allá saltaba la panoplia mecánica en nombre de las abejas. Si en una calle de Atenas dos hombres charlaban de puñales y mujeres, innúmeras Filis y espadas pasaban realmente por sus bocas. Así de simple, sin misterio… Una vez, de camino hacia Viena, nuestro coche hizo una brusca parada. La tarde era roja como el vino».
Observa a W.:
—Veo cómo has reparado en el uso que le doy a las oraciones. Seguro piensas: es un farsante, un poeta más. Pero si digo: la tarde era roja como el vino, no es producto de la metáfora el que los acontecimientos se hayan colocado de modo tan estratégico en nombre de una realidad efectiva, por decirlo de algún modo. A mi lado había un hombre gordo, apopléjico, burlón. Un estúpido comerciante en salchichones que iba a curarse a Viena. Uno más. Uno que también quería que le arreglaran su lenguaje, o su realidad, o su idea del dinero, que para el caso es lo mismo. Berggasse 19. Herr Freud. En dos o tres sesiones, en esa casa, le atornillaban a uno las palabras que andaban sueltas, y si uno soñaba que era un cerdo le cambiaban gato por liebre, esto es, por lobo. ¿Resultado? Un cerdo-lobo. Una especie nueva que pulula por nuestras comarcas con asombroso irrespeto. ¿Quién no ha visto lobos en su infancia? ¿Quién no ha llenado su cabeza de lobos a falta de mejores figuras? —ahora hace silencio.
»De pronto el comerciante en salchichones tuvo una visión, una visión que nunca había tenido y que solo tendría aquella vez, una visión que le fue concedida seguramente por mero error, por azar, por la falta de vigilancia que la Naturaleza ejerce sobre los hombres. La visión: baño de sangre. ¿Otra metáfora? Sí, tal vez no podemos renunciar tan fácilmente a las metáforas. A esta altura de los hechos resulta difícil definir si la tarde estaba roja como el vino antes o después de los acontecimientos que se originaron con especial rapidez. La crueldad necesita de la rapidez. Y la palabra puñal no necesita de oraciones largas. La mató. A mi madre. No fue un golpe bajo, como se esperaría de un vulgar comerciante de salchichones. Fue un golpe limpio y alto y luminoso que mi madre recibió con gracia, aferrando el cuchillo como si rezara. Entonces fue que hablé, o farfullé. Signos inconexos, pedazos de sentido que tropezaban como espumarajos en mi boca. Don de lenguas. ¡A esto sí se le podría llamar don de lenguas! Pero no dije: maaa… maaá. Fue un berrido, como el de un cerdo: paaa… paaá. Y luego, más claro, categórico casi, humano casi: ma… má… pa… pá. El comerciante me miró con terror. Si él hubiera tenido un salchichón a mano me lo habría metido en la boca, como suelen hacer los rudos hombres de nuestras comarcas. Se arrojó llorando a mis brazos. Me palpó la cabeza, los cachetes, los hombros, como si me reconociera, mejor, como si me creara. Él, un estúpido comerciante, también tenía los atributos de un Dios, o más exacto, era Dios. ¿Cómo no se puede ser Dios si se poseen los atributos de Dios? —se queda pensando.
»Pero Dios desapareció. Saltó del coche y desapareció. Todavía lo buscan en los bosques, lo confunden con cerdos, con lobos, con cerdos-lobos, también con una especie de gansos salvajes que posan sus ojos en los humanos con terrible fijeza.
»¿Acaso en los cafés de Viena no cesa de repetirse que “la omnipotencia del amor quizá nunca se muestre con más fuerza que en aberraciones como esas?».
Ahora deja caer la cabeza sobre un puño:
—¿Qué hilo me lleva a Viena? El mismo hilo que lo lleva a usted, Sr. W., a los rusos. ¿Rusos? No los veo por ninguna parte. Oteo el horizonte y no los veo por ninguna parte. Quizá nunca existieron los rusos. Pero usted sabe que le pisan los talones, y usted juraría que también pisan los míos. Le concedo la primicia. Le concedo la gracia de ser atrapado entre los hilos de usted y no entre los míos. Le concedo que haya dibujado para mí una idea de la realidad a la que me acostumbro en mis más secretas intenciones.
Ahora se levanta y grita derribando su cesta de papas mientras un obús estalla en las cercanías:
—¡Mamushka! ¡Mamushka! —mirando a lo lejos.
Vuelve a sentarse:
—¿Qué hilo me lleva a Roma? Ninguno. Es imposible probar algo acerca de Roma. Me quedo con los rusos. Al menos son una posibilidad. A usted, como a mí, le gustan el tipo de oraciones: yo amo, tú amas, él ama, aunque no por las mismas razones. Una vez Dios saltó de mi coche y se llevó mi gramática. Pero ahí tenemos el librito de usted. ¿Cómo dice? Lalalí…Lalalá… No, no creo que con sus aforismos se pueda hacer algo en relación con los rusos. ¿Tiene dudas de cómo comportarte si tenemos que disparar? Yo dispararé… Tú dispararás… Él disparará. Oraciones sencillas. ¡Vistas así las cosas le juro que no quedará ni un ruso!
*Del libro de ficción Dulce araña de tus sueños.