Poco antes de las ocho de la noche del domingo 5 de agosto de 1951, Eduardo (Eddy) Chibás atraviesa los pasillos del edificio Radiocentro hacia a los estudios radiales de la CMQ. Va como siempre, impecable, de blanco entero, luciendo las habituales gafas de cristales gruesos que exageran su expresión nerviosa. Nadie en los pasillos repara en esto, como hacían antes, sino que posan los ojos, con disimulada sorpresa, sobre sus manos vacías. Eddy cierra entonces los puños, furioso. No siente en ellos más que el peso de esas miradas. Sabe lo que todos piensan y callan: ¿dónde está la maleta?
Durante los últimos domingos ha prometido en su programa radial una maleta. Ahí, repitió incontables veces, guardaría las pruebas de que Aureliano Sánchez Arango, ministro de Educación, es un corrupto y un malversador de fondos públicos («los dineros del material y el desayuno escolar»). Pero por más que ha buscado, no aparece prueba alguna, y eso solo ha despertado la desfachatez de Sánchez Arango —como cinco años antes Alemán—, quien ya no se esconde para burlarse de él. También el pueblo —su pueblo, el pueblo de Eddy— comienza a cansarse de tantas acusaciones sin fundamentos. Las risillas, las sospechas, el murmullo de toda Cuba le atormentan.
A Eduardo Chibás, el hombre que hizo de la «vergüenza» casi un lema nacional, y una virtud, se le hace imposible vivir avergonzado.
Eddy pudo haberse evitado semejante drama si tan solo atendiera a los consejos de sus allegados. Le hubiera bastado con no insistir demasiado en las acusaciones, frenarlas a tiempo y volver, como si nada, a sus discursos radiales de siempre. La mayoría de sus seguidores, gente apacible y sencilla, le habría perdonado una jugarreta como esa. Hubiesen olvidado el affaire de la maleta con tal de seguir haciendo de sus furiosos discursos una suerte de terapia contra la inconformidad. Los cubanos jamás se aburren de las monótonas diatribas de Eddy. Les gusta escucharle decir que el presidente Prío es un gánster y que Batista, Napoleón caribeño, conspira para ejecutar una versión malograda del regreso desde Elba. Sin embargo, el objetivo de demostrar la presunta corrupción de Arango le sedujo demasiado. En algún momento sospechó que jamás presentaría «la maleta», y aun así prefirió no ceder. Su excesiva confianza en sí mismo, alimentada durante años, había sepultado en él cualquier vestigio de prudencia.
A sus 44 años, Eddy todavía no conoce sus propios límites. Su intrepidez lo ha hecho ir por la vida como quien conduce un auto sin frenos directo a un precipicio, confiado en que un golpe de suerte o de astucia lo salvará en el último momento. Por eso sus amigos, los más íntimos, le llaman «el Loco Eddy», sobre todo cuando recuerdan juntos los duelos en que estuvo implicado, y también aquel día en España, siendo muy joven, en que saltó de las gradas a la arena para salvar a un torero abatido.
Ahora, por primera vez, Eddy cree que el auto caerá sin remedio en el precipicio. Se siente atrapado. El paladín de la honestidad, título ganado durante años de trabajo, no puede demostrar su verdad al pueblo. Un ridículo capricho ha lanzado sobre él el estigma de la mentira.
Ya es muy tarde para arrepentirse. Eddy Chibás se considera un hombre sin tacha, que no se permite suplicar disculpas. Nada puede salvarlo de su propio orgullo, ni siquiera su oratoria frenética, erógena para la furia popular, ni su historial de lucha contra el machadato, ni su aura de pureza, reforzada por el habitual atuendo blanco. El pueblo de Cuba, que cada domingo sintoniza su programa radial, parece tener problemas de memoria a largo plazo y ocupa su tiempo en la jodedera de turno: «¿Y la maleta, Eddy? ¿Dónde está la maleta?» El chiste se reproduce en las calles, justo cuando las elecciones presidenciales están a la vuelta de la esquina. Los demás ortodoxos no esconden el temor a la derrota, por más que las encuestas digan que el Partido del Pueblo Cubano (O) triunfará.
Las luces de la cabina indican que debe comenzar a hablar. Comienza La hora de Chibás, el programa más popular de la radio en Cuba. El orador repite la fórmula de éxito que le sostuvo antes del escándalo de la maleta. El discurso de hoy tiene sobre el final algo de arenga. Eddy convida a sus oyentes a rebelarse contra la corrupción del gobierno. «¡Pueblo de Cuba, levántate y anda! ¡Pueblo de Cuba, despierta! ¡Este es mi último aldabonazo!», dice, y saca del cinturón una pistola Star que dispara en su abdomen.
Solo los trabajadores de la CMQ que le auxilian son testigos de sus últimas palabras y del disparo. Extasiado por sus propias palabras, Eddy había perdido la noción del tiempo. Hace varios minutos que la emisora, puntual con los horarios, pasó a comerciales. Una relación macabra ha empezado a tejerse en Cuba entre las arengas radiales interrumpidas y la muerte del orador.
Existen dianas más convencionales que el abdomen. La sien y el corazón, por ejemplo, garantizan una muerte limpia, casi siempre inmediata. Sin embargo, el «error» de Eddy no se debe a la torpeza. El discurso, la Star escondida bajo el chaleco, «el harakiri radial», como lo llamaría Guillermo Cabera Infante, todo es parte de un guion.
En sus planes, todo el país escucharía hasta el final la arenga y también el disparo. La gente saldría a las calles, le harían su héroe definitivo: un hombre honesto hasta las últimas consecuencias que de puro milagro burló la muerte. El pueblo adora a los héroes en apuros. Lo supo cuando la presión popular obligó a Prío, pocos años antes, a sacarlo de las mazmorras del Príncipe. De ahí sacó esta patética salida a su vergüenza, este ridículo intento de rescatar una reputación que ha creído perdida.
Todo le sale mal a Eddy. El disparo ha dejado una herida que se resiste a los médicos. La historia que comenzara con la promesa de una maleta —cuya popularidad radial dejaría en pañales los guiones de Félix B. Caignet— termina en un trágico culebrón sin demasiados enredos narrativos. X El plan de inspirar al pueblo se ha ido a pique, y la muerte conspira en su contra. Nadie tiene deseos de salir a derrumbar un gobierno. Todos prefieren quedarse en casa, pegados a la radio para escuchar los partes médicos, o leyendo el Diario de la Marina, que durante 11 días dedica sus portadas al moribundo.
En 16 de agosto de 1951, mientras Eddy es declarado muerto en La Habana, un rayo cae en el pueblo oriental de Aguas Claras y fulmina a una vieja. El velorio de la anciana se organiza el mismo día y la toda familia acude a desfilar frente al ataúd. Uno de sus bisnietos, un chiquillo excéntrico llamado Reinaldo Arenas, se muestra sorprendido ante el llanto desmedido de los presentes. Como le parece exagerada tanta tristeza por una insignificante vieja carbonizada, pregunta a su madre el motivo de aquel río de lágrimas. «Es por Chibás», contesta ella.
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Para algunos el suicidio es el más grande obstáculo que enfrenta la teoría evolucionista, su eterna encrucijada, porque burla el principal instinto de toda especie: la supervivencia. El suicidio, podría decirse, es el triunfo más indiscutible del Thanatos. Pero, ¿y si en verdad no es más que una malformación del Eros, es decir, un ruido azaroso, exclusivo de la cultura y ciertas nociones garantes de la unidad social, como el honor?
El honor y la vergüenza han impulsado muchos suicidios a lo largo de la historia y son, como causas, las más aceptadas socialmente. Para Platón, por ejemplo, el suicidio era un crimen directo contra la sociedad que podía justificarse, como en el caso de Sócrates, si se aplicaba como método de ejecución ordenado por las autoridades de la polis. Como segunda excepción, el filósofo decía comprender el suicidio si a una persona «la aqueja una vergüenza» que pone su vida «en un callejón sin salida y la hace imposible de ser vivida».
En la antigua Grecia, la deshonra podía llegar incluso después de la muerte, de manera que velar por el destino de los cadáveres era una prioridad entre los vivos. Peliandro, uno de los «siete sabios» y dictador de Corinto, al saber que sus enemigos iban tras él, no solo procuró morir antes, sino que evitó que ultrajasen su cuerpo. Para ello ideó un plan tan astuto como macabro: dos escoltas lo matarían en el bosque y lo enterrarían, luego otros dos soldados matarían a los primeros, después otros dos matarían a los segundos, y así sucesivamente. La ubicación del sepulcro de Peliandro sigue siendo un misterio, escondido por una larga cadena de homicidios.
Tampoco en la Roma republicana e imperial el suicidio era bien visto, excepto si resultaba una salida al deshonor. De las culturas precolombinas es difícil saber si se tenían las mismas concepciones; sin embargo, los suicidios colectivos tras la conquista, envueltos en un aura martirológica, dan a entender que al menos podían ser aceptados si los movía el deseo de evitar una vergüenza.
El cristianismo siempre ha considerado el suicidio como una falta grave ante Dios y la Creación en general, al punto de que durante siglos quienes morían por propia mano eran enterrados, sin derecho a ritos funerarios, fuera de los cementerios amparados por la Iglesia. El infierno dantesco tiene en su séptimo círculo un pequeño y terrible espacio de suplicio para estos pecadores. Las sagradas escrituras, por su parte, no juzgan demasiado explícitamente el suicidio; ni siquiera en el caso de Judas Iscariote, el más famoso de los suicidas bíblicos. Este discípulo del Nazareno, vale añadir, se dio muerte consumido por el arrepentimiento y la vergüenza que le provocó su traición.
En el Japón feudal, el suicidio se hizo famoso mediante la práctica del seppuku, que comenzó siendo algo primitivo, usado por prisioneros de guerra para evitar torturas y muertes aún más dolorosas, como la crucifixión. Luego, los japoneses hicieron de dicha técnica un arte, sobre todo los samuráis. Estos guerreros, que consideraban la deshonra como una muerte en vida, crearon el estilo jumonji, el cual consistía en eviscerarse cortando primero los centros nerviosos de la columna. El dolor provocado por la herida, parte del rito depurador y expiatorio, servía para demostrar la dignidad de quien lo sufría. Después, comúnmente, se aplicaba el kaishakunin o decapitación para dar fin a la agonía.
El suicida impulsado por el deshonor se sabe un alma en pena. Más que una fatal agresión al cuerpo, busca aniquilar el estigma social con que carga. Su autocastigo, además, aspira al fin último de la redención, pues cree que solo a través de la aceptación de la deshonra y el sufrimiento puede emerger la dignidad perdida.
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Fue de un balazo en la sien, seguro y sin dilaciones, que el comandante Félix Lugerio Pena, de 29 años, puso fin a su corta carrera política. Sucedió el 14 de abril de 1959. En solo cuatro meses, la Revolución por la que se jugó la vida en las ciudades y las montañas le había dado la espalda.
Fue el propio Fidel Castro quien, un mes y unos días antes, le había dado la orden de presidir uno de los tantos Tribunales Revolucionarios que por entonces se realizaban. El caso asignado a Pena, por alguna razón desconocida, había captado toda la atención del máximo líder rebelde. Se trataba de 43 hombres, todos pilotos, mecánicos y artilleros de la Fuerza Aérea Militar cubana, acusados de bombardear poblaciones civiles durante la guerra.
El 2 de marzo de 1959 sucedió el juicio. En el tribunal, la única prueba incriminatoria era la palabra «genocidio» que el propio Fidel Castro había lanzado sobre los acusados, como quien deja caer la cuerda que sostiene la cuchilla de una guillotina. Sin embargo, para Pena esto no era suficiente. ¿Para qué, si no era para impartir verdadera justicia, había triunfado la Revolución?
Esa misma noche, al conocer la absolución por falta de pruebas de los 43 acusados, Fidel Castro habló en la radio nacional. En su discurso dijo no reconocer el veredicto del comandante Félix Pena, a quien acusó de incompetente y de poca experiencia en materia jurídica. Luego informó de la creación inmediata de un nuevo Tribunal que juzgaría a los absueltos, conformado por el comandante Manuel Piñera (Barbarroja), presidente, y el comandante Augusto Martínez Sánchez, fiscal. Los pilotos fueron entonces condenados de manera conjunta a 30 años de prisión, mientras que otros ex integrantes de la de la Fuerza Aérea Militar cubana recibieron sanciones entre 20 y dos años de privación de libertad . Pena, a su vez, recibió la orden de dirigirse a La Habana. No se supo más de él hasta el día de su muerte.
Cinco años después, Augusto Martínez Sánchez, el hombre que exigió la pena de 30 años de prisión para los acusados absueltos por Pena, se convirtió en el nuevo blanco de las críticas de Fidel Castro, quien públicamente le incriminó en un supuesto caso de corrupción. Martínez Sánchez, entonces ministro de Trabajo, intentó resolver como Pena la vergüenza que le aquejaba, pero con tan mala suerte que el disparo que debió atravesarle el pecho apenas le hirió un hombro. Quedó vivo y olvidado. Solo Guillermo Cabrera Infante se atrevió a rescatar su figura para, con sorna, colgarle otro estigma: «un samurái con una espada de palo».
!Excelente! un relato muy bien hilvanado. No viví esa época, pero el mote de «loco» no le venía mal a Chibás por lo que he leído acerca de su persona. En cuanto al juicio de los pilotos, sabía de ambos juicios, pero no del suicidio del revolucionario que presidió la absolución en el primero. Otra intervención de FC para agitar a las masas también dio a lugar a un segundo juicio por el caso de Humboldt 7, culminando en el fusilamiento de Marquitos y, posteriormente, en el encarcelamiento de Jorge Valls, el único testigo parcial al acusado. Saludos.
Eduardo R.Chivas fue un hombre honesto,pero el destino le jugó una mala pasada.Lo que si hay una cosa cierta y es que nunca vió con buenos ojos a Fidel Castro por su pasado de pandillero.
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Fidel Castro cuando estaba en las montañas huyendo con algunos combatientes, después del ataque al Cuartel Moncada en 1953, intentó suicidarse disparándose con su pistola y uno de los que estaban con el lo impidió.