Ciudad de México es un monstruo que acecha. Una amiga mexicana ya me había advertido que, desde el avión, nunca se ve el final de CDMX. Yo pensaba que era mentira, pero es imposible no sentirte sobrecogido en una ciudad con más de 20 millones de habitantes. Diez veces multiplicando a La Habana, y más ahora que la población de Cuba disminuye por cientos cada día.
Mi novio y yo estábamos nerviosos porque todos suponen que los cubanos vamos a cruzar la frontera. De todas formas, había preparado un itinerario turístico para cuando al aterrizar me preguntaran en Inmigración. En mi mente sonaba tan absurdo que una persona como yo fuera a visitar las pirámides de Teotihuacán, cuando me había ido de Cuba con una pizza tiesa en el estómago y el dinero exacto para llegar a Estados Unidos. Por suerte la oficial se tragó completico el cuento de que nuestra intención en México no era otra sino leerle poemas a Quetzalcóatl.
Al día siguiente quise ir al Zócalo, antes de irnos a la frontera. Frente a la catedral había un hombre con un megáfono diciendo que el reino de Dios está esperando a los fieles, solo a los fieles. Al lado había una protesta de enfermeras pidiendo reformas salariales y oponiéndose a que el gobierno importara personal sanitario de otros países, como Cuba. En medio de la plaza se cruzaban pregoneros de la palabra divina con vendedores de agua de horchata y elotes con mayonesa. Y en la parte trasera el olor del copal te jalaba por la mano hasta una decena de mujeres y hombres chamanes que hacen «la limpia» pa que se vaya lo malo. Por supuesto, el emigrante siempre va a necesitar limpias, ebbos, sarayeye y hasta agua bendita del Vaticano. Uno nunca sabe, y no saber nada es la única certeza del emigrante.
Esa misma tarde salimos desde la Terminal del Norte hacia la frontera en unos autobuses que ridículamente también se llaman Frontera. Luego me daría cuenta de que el norte de México tiene una vida estructurada alrededor de lo fronterizo: el tráfico, la plata, la coca, los narcocorridos, los chacales contra los gabachos. Literalmente estaba entrando en tierra de nadie.
Al principio el viaje de 22 horas parecía tranquilo; paramos en Querétaro, San Luis Potosí y Monterrey. Luego de esta última ciudad, se convirtió en una auténtica odisea. La policía de carretera nos detenía y nos extorsionaba: mil o dos mil pesos mexicanos. Nos dejaban seguir y en el siguiente tramo nos volvían a bajar, y así unas diez veces. Llegó un momento en que mi estómago se hizo un nudo y mi garganta se cerró. Estaba atontado entre el nerviosismo y el cansancio del viaje. Mi cuerpo estaba en su límite, desconectado de la realidad.
Nuestro plan era cruzar por Ciudad Acuña. Otros antes que nosotros lo habían hecho y nos aconsejaron hacerlo por ahí. más común es cruzar por Ciudad Acuña, Piedras Negras, Ciudad Juárez o Mexicali, que limitan con las ciudades americanas Del Río, Eagle Pass, El Paso y Yuma, respectivamente. Ya nos estábamos acercando a Ciudad Acuña después de pasar por una decena de puntos de control de la policía de carretera y un peaje del Instituto Nacional de Migración de México (INM). Justo en la entrada de la ciudad, un oficial nos detuvo; dijo que las visas de turismo no son validad para acercarse a 50 kilómetros de la frontera. Por más que le rogamos no sirvió de nada.
Nos montaron en una patrulla y nos dejaron unas horas ahí. Estaban esperando a unos venezolanos que venían en camino. El oficial del INM dijo que nosotros estábamos reportados desde que salimos de Monterrey. Nos habían dejado llegar a la frontera después que los policías nos habían quitado casi todo lo que traíamos. También nos dimos cuenta de que los chóferes de la guagua se dejaban salpicar por la policía. Dólares van y dólares vienen. Todo es negocio.
Después de un rato sin rastro de los venezolanos, que al parecer tuvieron mejor suerte que nosotros, nos llevaron para la sede del INM en Ciudad de Acuña. Allí conocimos a un ser desagradable que se presentó como «el jefe» mientras se golpeaba el pecho. Irónicamente, empezó a cuestionarnos por qué nos íbamos de Cuba; si nuestro país, según él, es de los mejores del mundo: nos obligan a hacer deporte para que no estemos flacos, tenemos atención médica y educación gratuita. El tipo no hacía más que repetir la propaganda de la dictadura. Nosotros nos mordíamos los labios por la impotencia. La decisión era definitiva: iban a tramitar nuestra deportación.
Nos llevaron a una sala de espera donde había dos muchachas guatemaltecas y dos muchachos hondureños. Llevaban tres días allí, sin bañarse. Uno de los muchachos tenía los brazos llenos de cortaduras porque cuando intentó escapar de la Border Patrol se cayó por un barranco. Nos contó que los gringos a ellos los regresan de forma expedita porque sus gobiernos tienen acuerdos firmados. Desde la sala donde estábamos se podía ver la fila de deportados regresando a tierras mexicanas. Sobre todo, guatemaltecos, hondureños, salvadoreños, y los propios mexicanos. Las muchachas nos contaron que a ellas las cogieron porque las personas con que iban las traicionaron; las dejaron sin comunicación, sin agua y sin comida en medio del desierto tejano. Al contrario de los cubanos y otras nacionalidades de elegibilidad humanitaria, los centroamericanos tienen que sobrevivir en Estados Unidos ocultándose de las autoridades migratorias (ICE y USCIS), y algunos viven años sin poder lograr un estatus legal.
Al llegar la noche esa sala se convirtió en un nido de perras. Nos tiraron colchones para que nos acomodáramos como pudiéramos. Nos dieron un burrito, una manzana y un jugo de piña. Cuando apagaron las luces todos empezamos a llorar como efecto dominó. Primero la muchacha, luego yo, después el otro muchacho…, y así terminamos todos sollozando en esos colchones llenos de moho. Para distraernos un poco empezamos a contarnos cómo era vivir en nuestros respectivos países y la conclusión fue que todos teníamos mierdas de vidas. Con esa escena se podría haber hecho algún corto de cine pobre que se llamara, como el meme, Huyamos de Latinoamérica.
Antes de dormirnos vino un oficial a ofrecernos la libertad a cambio de unos miles de dólares. Nos llevó a su oficina, desconectó los walkie talkies y cerró la puerta con cuidado para que no lo viera nadie. A la extorsión le llamó colaboración, y al rescate le llamó fianza. Nos devolvió nuestros teléfonos para que llamáramos a nuestros familiares y pidiéramos el dinero. Había pasado casi un día entero desde que nos detuvieron y no habíamos podido avisarle a nadie. A esa hora mi mamá se puso a dar gritos, mi papá más gritos, mis suegros gritando también.
Al día siguiente, amaneciendo, el oficial recibió su dinero en la Western Union. Y nos dejó ir. Caminamos sin rumbo en una ciudad que no conocíamos. No sabíamos si seguir o regresar, no coordinábamos los pasos… Los zapatos se nos caían porque nos quitaron los cordones en el centro de detención. Teníamos el contacto de un tipo que te indicaba por dónde cruzar, pero nos dijo que en ese momento no se podía cruzar porque la corriente del río estaba demasiado fuerte. Buscamos un motel barato para pasar la noche e intentarlo al día siguiente. Esa noche no dormimos.
*Continuará… Primero de una serie de testimonios del mismo autor sobre su experiencia migratoria.
¡Que tristeza da leer esta odisea en el Estornudo! Espero un final feliz