El arte de esconder la bola

    Rey Vicente Anglada irrumpió en el Complejo Cultural Cinematográfico Fresa y Chocolate del Vedado habanero con una sonrisa de guerrero victorioso. La gente aplaudió respetuosa a un “hombre de pueblo” que vivenció la gloria en el terreno y la exclusión; los centros penitenciarios y el afecto de quienes nunca lo olvidaron.

    Lo aclamaban en nombre de esa impronta nostálgica, crédula y populista, lógica pasional entre los viciosos al deporte. Lo engrandecía un puñado de soñadores, que todavía creen en la resurrección del béisbol en un país en fuga perpetua.

    Una variante de reality show como “El jonronazo”, concebido por el periodista Yasel Porto, le dedicaría una jornada al rey Anglada, nuevo manager del equipo Industriales. Lo acompañaría como partenaire de rigor el también intermedista Carlos Benítez, capitán de “Los Alazanes” de Granma y segunda base del team Cuba.

    En su intervención, Benítez distinguió a Anglada como jugador y director triunfador; recordó la combinación de Germán Mesa y Juan Padilla alrededor de la intermedia y, por supuesto, al “Capitán de Capitanes” Antonio Pacheco, degradado en Cuba y anclado en Miami, quien lo marcó desde sus comienzos.

    Demasiado humilde para derrochar soberbia; demasiado ingenuo para sacar lasca mediática, Carlos Benítez sirvió de telonero ideal como quien cumple una misión.

    La estrella de la noche fue aquel chofer que retornó a la pelota gracias al empuje de su admirador Víctor Mesa, y ahora Anglada lo sustituía en otro momento difícil en la vida de un icono tan influyente, patológico y repudiado como VM32.

    La primera alarma en la intervención de Anglada fue cuando aclaró: “Todo el mundo conoce que Víctor repentinamente no quiso seguir dirigiendo a los azules”.

    Nada más alejado de la verdad. Repentinamente fue la partida de los hijos de “El Loco Mesa” (Víctor Víctor y Víctor Jr.) para iniciar carrera en Estados Unidos, en su afán de integrar las Grandes Ligas junto a los hermanos Gurriel.

    Anglada se expresaba con el lenguaje de un funcionario de la Comisión Nacional que ofrece una información al pueblo. Nadie acotó, murmuró ni preguntó nada; el silencio de la conformidad imponía disciplina y subordinación al rey.

    Victor Mesa (padre) dimitió antes que someterse a un repertorio de insultos. ¿Cómo exigirles sacrificio y amor por la camiseta a novatos ambiciosos o veteranos agotados como Alexander Malleta, Rudy Reyes o Frank Monthiet? ¿Quién se tragaría el cuento de que sus hijos eligieron un camino –al que Víctor rehusó cuando tuvo oportunidad – sin la aprobación de un padre autoritario?

    El pelotero favorito de Vilma Espín o director apto para echarle tierra en los ojos a un árbitro es hábil en filosofía callejera; por ello, tomó distancia con la diplomacia que urgía impostar.

    De este modo, Víctor Mesa evitaría lo que le ocurriera a un fidelista “convicto y confeso” tan mimado como Orestes KIndelán, quien fuera destituido como manager del equipo Santiago Cuba para la venidera Serie Nacional. Su hijo Lionard Kindelán también partió en busca de otro horizonte.

    Parecía un acuerdo previo de “El jonronazo” pasar por alto el caso Víctor, tan polémico y atractivo. El aura de una producción al servicio de la Televisión Cubana neutralizaba el encanto de un debate público en que se transgrediera lo conocido.

    En uno de los guiños propicios al careo, el humorista gráfico Laz evocó la ocasión en que Servio Tulio Borges dejó fuera del equipo Cuba a Anglada para llevar a un fantasma pinareño nombrado Carmelo Pedroso. Anglada respondió con una exhortación: “Mejor no hablemos de cosas malas que ya no cuentan”.

    Por esta ruta, las intervenciones fueron laudatorias, tímidas, predecibles.

    Hacia 2016, se publicó El Rey Anglada (Alexandria Library Publishing House, Miami). Esta apasionada monografía de Juliana Venero Bon fue censurada en Cuba. Bueno, mejor no sacar a relucir cosas malas para no disgustar al rey.

    La periodista Juliana Venero, ya instalada en USA, es la autora de una cruda entrevista a José Modesto Darcourt. Entonces el fiel y controvertido industrialista vegetaba como instructor en “El picadero” de Cojímar. Aún la desaparición física no le había otorgado a “El Chichi” Darcourt un salvoconducto de inmortalidad.

    Como una de las reliquias invitadas estuvo el octogenario Juan “Coco” Gómez, quien fuera coach de tercera bajo el mando de Servio Borges. Aunque su acto de presencia fluyó a cuerpo de rey; Anglada lo reverenció por sus aportes al béisbol.

    Antes de darse a conocer el róster industrialista a la 58 Serie Nacional que rompe este 9 de agosto, dos promesas que descollaron en la anterior campaña zarparon de la Isla: el torpedero Yolbert Sánchez y el utility zurdo Jorge Tartabull.

    La nave azul que conduciría Rey Vicente Anglada amenazaba trocarse en “La balsa azul”, surcando el mar Caribe hasta divisar Haití o República Dominicana.

    Un tal Carlos Manuel (no Álvarez) comentó en las redes sociales: “Un hogar de ancianos este equipo de Industriales”. Ardua labor esta de reivindicar a un mito que oscila entre la inexperiencia, el desgaste o falsas expectativas.

    Víctor Mesa, Anglada o quien venga detrás son hombres de béisbol, no alquimistas. “Las continuas bajas me impiden hacer un plan de lanzadores abridores y cerradores”, reconocía Javier Méndez cuando dirigió a los azules.

    El problema de la pelota cubana no está en desatender la base preparatoria en categorías infantiles, escolares, juveniles. Ya eso es un chicle pegado a las muelas de los medios de difusión masiva como superestructura demagógica.

    Los cazadores de talentos que frecuentan la Isla les echan el ojo a los prospectos y se los llevan hasta con sus padres. La ruinosa Escuela de Iniciación Deportiva Escolar (EIDE) Mártires de Barbados se halla diezmada en el área de béisbol.

    El mal llamado robo de talentos es una bendición para los sujetos ansiosos de brincar por encima de cercas podridas y callejones invadidos por la violencia marginal.

    Tener un hijo que le interese a un scouts de Grandes Ligas es una esperanza para un matrimonio joven, atrapado en la penuria cotidiana de un barrio indigente.

    La pelota cubana no se ha quedado atrás. Al contrario, nuestro pasatiempo nacional marcha hacia adelante. Su brújula marca rumbo norte, bajo las inclemencias del tiempo y el espacio que se interpongan en el camino trazado.

    De nada de esto se habló en “El jonronazo”, que se antojaba una sucursal de la Mesa Redonda televisiva. Allí, Rey Vicente Anglada, la fiera herida de ayer, es un invitado de honor en el presente. A Randy Alonso y Reinaldo Taladrid les fascina la pelota y al confiable Taladrid le atraen los peloteros por encima de la ciencia, o esa doble moral de la política norteamericana que disecciona meticuloso.

    Abordar e intentar un diálogo con figuras connotadas del béisbol resulta la tarea del indio. Hablan como reproduciendo mensajes que les mandaran esos compañeros que los atienden. Pero cuando notan que el interlocutor omite el tema de la pelota se relajan, sonríen, bromean. ¿Con quién desahogarán obsesiones íntimas que pudieran agobiarlos? ¿Con su falsa conciencia o con la almohada?

    En la peña del Parque Central habanero escuché el rumor de que a figuras establecidas del béisbol cubano no les interesaba actuar de segundones en la Gran Carpa. Quizás preferían ser cabeza de ratón, no cola de león. Tal vez les satisfacían las regalías que les brindaba su estatus de glorias deportivas o héroes populares, donde “lo tienes todo” sin atesorar nada como una garantía del arca familiar.

    Contra la intransigencia provinciana (a lo Ariel Pestano) de cuestionar públicamente la opción de un equipo unificado, Anglada se pronunció a favor de “unirnos para ganar” como sea. Incluso, ponderó sin envidia ni tibieza a la armada cubana en la Major League Baseball (MLB); una tropa liderada por “El Misil de Cayo Mambí” Aroldis Chapman, relevista estelar de los New York Yankees.

    De vacaciones en Miami en 2015, Víctor Mesa soltó: “Me gustaría dirigir a los Marlins. Sería una gran felicidad, me encantaría”. El jazzista de origen cubano Arturo O´ Farril acierta al decir: “Cuba y Estados Unidos están locamente enamorados”.

    Los perros de casa deben quitarse el bozal para inquietar a otros amos. Los caballos desbocados necesitan levitar para captar el campo voluble que pisan.

    De inmediato, Rey agregaría una morcilla rescatada de la guerra fría, para salvar la honrilla política: “Los americanos son unos hijos de puta, pero tienen el mejor béisbol del mundo”. Maquiavelismo barriotero seductor para la cúpula gubernamental, que lo admite y vacila en privado con aceitunas y whisky.

    Viendo a Rey Vicente bailar con su esposa en el bar-restaurante de Fresa y Chocolate, varios jugadores malogrados de su generación fueron recordados. El antesalista Rogelio Montes de Oca, golpeado por un lanzamiento que lo sacó de la pelota y le provocó la muerte, con bastante menos fortuna que Eulalio Linares, quien libró de un rectazo que le propinó el veloz Roldán Guillén.

    El Yayo” Linares, hermano mayor del fallecido Reinaldo “Mantecao” Linares, deambula por la Playa de Marianao como una sombra.

    Sin obviar a José Ramón “Monguito” Cabrera, fulminado por la diabetes y el abandono; o una leyenda rehabilitada demasiado tarde como Armando Capiró, quien vendió cerveza a peso en el estadio del Hospital Psiquiátrico de La Habana a fines de los ochenta.

    La secuela épica del béisbol capitalino es algo más que los cuatro anillos logrados por Orlando “El Duque” Hernández en Series Mundiales o aquel jonronazo inolvidable de Agustín Marquetti contra Rogelio García en el Latinoamericano.

    En la apoteosis triunfalista de la reescritura histórica, los perdedores no cuentan. Ni siquiera para justificar el abuso de poder. Mejor es recapitular cosas buenas.

    Yo compartí una mesa junto a dos viejos verdes, que solo abrieron la boca para tomarse dos o tres cervezas Presidente. Seguro que ellos me vieron a mí como yo los vi a ellos: corresponsales deportivos voluntarios del G-2, infiltrados entre los aduladores de Anglada. Debí emborracharme como el resto de los comensales para no pensar.

    Después de todo, al manager repuesto de los Industriales no le ha ido mal. Anglada supo lidiar con la injusticia y, semejante a miles de cubanos que desean continuar respirando el aire que les toca, ha sabido adaptarse al momento.

    Ser carismático es un arma en tiempos difíciles donde subsisten los más fuertes. Todo parece indicar que Anglada, profesional de la sobrevida y gloria del deporte cubano, conserva energía para retomar desafíos. Alguien que domina el arte de esconder la bola y sacar out a los contrincantes, esos jugadores que subestiman el precio de un descuido.

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