Los policías separan a las mujeres y los niños del resto y les obligan a formar una fila algo más lejos. Solo un hombre se va con ese grupo. Parece ser el marido de una muchacha que no deja de agarrarle la mano a una chiquilla asustadiza, a punto de romper en llanto. Todo estará bien, mamá está aquí. Tu cara, piensas, no debe ser muy distinta a la de la pequeña. Al menos la de Richard no lo es. Las personas apartadas suben a un autobús que aparece de la nada, y se marchan. En tu grupo, considerablemente mayor, hay muchachos que pasarían fácilmente por niños de no ser porque perdieron, quién sabe cuándo y por qué, esa aura de ternura e inocencia propia de la infancia.
Les ordenan quitarse los cinturones y los zapatos. ¡Todo a las mochilas, también los teléfonos!, grita un oficial. Los suben a un ómnibus que no arrancará hasta que sea ocupada la totalidad de sus asientos. Nadie se atreve a hablar, ni siquiera Richard. Solo miran por las ventanillas mientras otro autobús es interceptado frente a sus narices y más migrantes ilegales son capturados. Tres horas después todos los asientos están ocupados.
El ómnibus se interna en la Ciudad de México, primero por grandes avenidas y luego por un laberinto de callejuelas estrechas. Se detiene frente a unos muros blancos, gigantescos; la parte superior cubierta con una espinosa alambrada de metal. Un portón se abre. El policía que los acompaña dice que han llegado a la Estación Migratoria «Las Agujas», en Iztapalapa. Se mantienen en el parqueo del lugar un buen rato y hasta almuerzo les brindan dentro del ómnibus. Más tarde les piden bajar y formar otra fila. Cuando llega tu turno te piden que identifiques tu mochila. Una mujer, también uniformada, la revisa. Solo agarre algo para el frío, dice. Extraes la chamarra ligera que tu mujer insistió en que trajeras y que tú, en principio, te negaste a aceptar porque ocupaba mucho espacio. Richard, por su parte, solo cuenta con una enguatada de tela sintética. En la siguiente fila un hombre los obliga a entregar los cordones de los zapatos y corta los elásticos de las ropas que llevan encima. Luego los hacen pasar a todos por otro portón metálico. Esto es una prisión, a lo Prison Break, te susurra Richard, y señala a los cientos de hombres que, divididos en grupos, conversan en distintos puntos de un terreno pavimentado, rodeado de muros altos, alambradas y pequeñas atalayas. No tienen ropa de presos, adviertes. No la tendrán, pero mira a tu alrededor, asere: esto es una prisión.
Cierran el portón. Los cientos de detenidos hacen silencio. Ahora los miran a ustedes, los recién llegados. ¡Vaselina para los nuevos!, grita alguien y comienzan las risas. ¡Vaselina-para-los nuevos! ¡Vaselina-para-los-nuevos!, corean los demás, y luego siguen en lo que hacían. Los recién llegados se reparten por los pocos espacios de la explanada que permanecen vacíos. Intentan apartarse de los que llevan aquí más tiempo, quienes les dirigen miradas burlonas y risillas. Tú y Richard se pegan a una de las cuatro esquinas del lugar que, visto ahora, parece una inmensa cancha de deportes. Al primer bugarrón que se haga el gracioso le rompemos la cara entre los dos y así nos cuidamos las espaldas. Hay que estar a la viva de que no traigan cosas para meter puñaladas y, si es posible, hacernos nosotros de una. Créeme, así es como hay que manejarse aquí, te dice Richard, muy convencido. Jamás has estado en una prisión. Richard tampoco, pero al menos ha dedicado más horas que tú a ver películas y series sobre prisiones y narcos.
Hola. Soy Carlos, de El Salvador. ¿Traes un tapabocas que me regales?, dice un muchacho de veintitantos años que se acerca sonriente. Lleva tatuajes en los brazos y los dedos. Su ropa y sus zapatos están muy sucios y algo gastados. Richard te golpea suavemente con el codo en las costillas; pone cara de tipo duro y cruza los brazos. Supones que debes hacer lo mismo y frunces el ceño, contraes la mandíbula y cruzas también los brazos. Que si traes un tapabocas que me regales, vuelve a decir el joven sin abandonar la sonrisa. Llevas dos nasobucos —ya sabes que aquí le dicen tapabocas— en un bolsillo, además del que tienes puesto. Ha sido lo único elastizado que los guardias te permitieron conservar. Le ofreces uno, pero mantienes tu pose agresiva. Gracias, man. ¿De dónde son? De Cuba, contesta Richard. Ah, mira, aquel grupo de allá son cubanos, dice el salvadoreño y luego pega un grito hacia el sitio que señala, donde unos 40 o 50 hombres conversan sentados sobre el pavimento. ¡Cuba, ey, estos son cubanos! Los sujetos hacen señas para que se acerquen. Caminan hacia ellos, no sin antes agradecer al muchacho.
El ritual de presentación consiste en estrechar muchas manos y decir cada cual su nombre y su provincia. Otros cubanos recién llegados también se suman al grupo. La acogida de los tuyos te da cierta tranquilidad. Ninguno te parece mal tipo. Quienes llevan más tiempo encerrados explican a los nuevos los horarios de Las Agujas. Básicamente, la jornada consiste en hacer colas para todo y conversar en la explanada hasta la noche, cuando los llevan a sus dormitorios. Y de aquí nos deportan a Cuba ¿no?, pregunta Richard. Sí, casi siempre, responde uno. Pero en lo que el palo va y viene te puedes meter aquí un mes muerto´e risa, dice otro. Luego habla Richard. La tartamudez delata sus nervios. Vengan acá… y eso de la… va… selina para los nuevos… ¿Qué es eso? Los demás se echan a reír. Es un chiste viejo aquí, de los presos y los guardias, pa meterles miedo a los nuevos. Así le dice esta gente al papel sanitario. Te dan un rollo todos los días. Pero es un chiste, justamente para que piensen «eso». ¿Entienden?
***
Richard dice no recordar un frío tan cabrón en su vida; tú tampoco lo recuerdas. Cuando el sol cae tras los muros de Las Agujas da la impresión de estar en una nevera; las manos se te entumecen y tienes que calentarlas con tu aliento y frotarlas sobre las piernas y los brazos. No es hasta las diez de la noche que los hacen pasar a los dormitorios, que son celdas con dos literas y un baño, donde el frío es más leve. Ahí orinas por primera vez en el día. En la explanada solo hay un baño para cientos de personas y es mejor aguantar las ganas que emplear quién sabe cuántas horas en una cola; aunque, pensándolo bien, no hay mucho que hacer en las mañanas y en las tardes, excepto más colas para comer. Tus compañeros de celda son Richard, quien duerme en la parte superior de tu litera, y los dos cubanos que él reconoció como opositores anticastristas en Guatemala. Ellos prefieren que les llamen «periodistas independientes». Conversan un poco antes de irse a dormir, y uno de ellos te cuenta que estuvo en prisión varios meses antes de salir de Cuba.
La mañana comienza con una fila para la entrega de algo que llaman «kit de aseo»: una minidosis de jabón líquido, otra de champú, otra de crema para la piel, pasta dental y un cepillo de dientes. También dan un rollo de papel sanitario por persona, la «vaselina». Inmediatamente después vas con Richard hacia la cola del ticket del almuerzo. En la tarde deberán hacer otra para almorzar, y dos más para recibir los tickets de la cena y el desayuno de mañana y para cenar. También está «la cola de la maleta» para quienes obtienen el permiso de tomar alguna de sus pertenencias retenidas por los agentes de Inmigración, excepto el móvil o cualquier objeto que pueda ser usado como arma.
Ese día un autobús se lleva a varios de los detenidos para deportarlos. Horas después, dos autobuses descargan a decenas de nuevos reclusos. Cada vez quedan menos espacios vacíos en la explanada.
Junto a Richard logras hablar con tu primo desde el único teléfono público que hay en la prisión. Le cuentas dónde están y que no tienen idea de qué hacer. Cualquier día de estos nos deportan, dices. Tu primo promete encontrar a alguien en la Ciudad de México que pueda ayudarles. Dile a esa persona que, si puede, nos mande pesos mexicanos en monedas de dos, de cinco o de diez. Nosotros no tenemos dinero, y sin eso solo podemos llamar cinco minutos cada cinco días. ¡Y dos abrigos! Eso primero que todo. No te lo pediría si no lo necesitásemos, pero hace un frío que pela y vamos a agarrar una neumonía aquí. Fíjate que ni siquiera nos hemos bañado.
Los sacan de las celdas y los llevan a la explanada a las siete de la mañana, cuando más frío hace. Conversas con los periodistas independientes, y les hablas de tu primo. Uno de ellos te dice que ambos son bastante reconocidos. Tal vez podamos salir los cuatro juntos e irnos a Estados Unidos, porque a Cuba no nos van a mandar. Nos sacaron de allí, casi. Además, mucha gente nos está apoyando, aseguran. Te duelen las piernas y la espalda de estar parado, pero no quieres sentarte en el piso, que está lleno de gargajos verdes y amarillentos. A tu alrededor la gente tose y escupe flemas todo el tiempo; no sabes si por una gripe o por COVID. Richard también ha empezado a toser. Temes que la congestión que sufres desde ayer no se deba a tu alergia después de todo.

Los guardias federales son mucho más agradables y comunicativos que los agentes de Inmigración, aunque son estos últimos quienes deciden todo en Las Agujas. Nosotros solo estamos aquí para protegerlos a ustedes, te dice un guardia federal. ¿A nosotros? ¡Pero si somos los presos! No, güey, no diga eso, que presos no están. Nomás están alojados. Esta es una Estación Migratoria, no un penal. En realidad, ustedes fueron rescatados. Notas cierto cinismo en sus palabras, pero no miente. Técnicamente, los detenidos están bajo protección, y las detenciones, al menos en papeles, cuentan como rescates. A veces los mismos funcionarios organizan juegos de básquet o de voleibol para disimular el aura de presidio de este sitio. Y también para divertirse un poco, por qué no. Cada miembro del equipo ganador recibe una botella de Coca Cola, suficiente recompensa para dar lo mejor de sí sobre la cancha. Tú y Richard, sin embargo, se niegan a participar. La gripe, o lo que sea, los ha alcanzado a ambos. Se sienten muy débiles y en las noches la tos no les permite dormir.
Una agente de Inmigración grita tu nombre, el de Richard y los de los periodistas. Pide que la acompañen. Alguien les dejó en la garita de entrada unas monedas, y también abrigos para los cuatro. ¿Conocen a esta persona? En realidad, no lo conocen, pero dicen que sí y se enfundan los abrigos. El frío se vuelve llevadero a partir de entonces. Ahora puedes hablar con tu primo, gracias a las monedas. Él confirma que su contacto fue quien trajo las prendas y el dinero, y que con cierta regularidad llevará más para llamadas, pero que hasta ahora no le dejan pasar de la garita de la entrada. También, dice, le he pagado a un abogado para que los saque de ahí.
***
La Estación Migratoria es mucho más tranquila de lo que imaginabas, quizás porque está en la capital. Has escuchado historias de otras, como la Siglo XXI, al sur de México, donde reina un auténtico caos y las pocas cosas que tienen aquí podrían considerarse lujos. La explanada, por su parte, es un mapa con territorios bien delimitados. Los detenidos se agrupan de acuerdo con sus nacionalidades y cada grupo se cuida de no interactuar demasiado con los demás. La camaradería es fuerte. Los pocos conflictos suelen ser entre solo dos personas, más bien intrascendentes, sobre todo gracias a la rápida intervención de los guardias federales. No obstante, a veces conversas con gente de otros grupos, en especial con hondureños, que aquí son mayoría y tienen fama de expertos en materia de cruces ilegales y deportaciones. Las historias sobre intentos de cruzar la frontera norte son las más exitosas y recurrentes en la explanada, donde todo vale para matar el tiempo.
En ocasiones te detienes a pensar en lo afortunados que han sido tú y Richard; dentro de lo que cabe, claro está. Los hondureños, por ejemplo, son tan pobres que no pueden darse el lujo de pagar un coyote. Tampoco cuentan con familiares o amigos en Estados Unidos a quienes pedirle el dinero. Solo unos pocos te cuentan sobre un hermano o un tío que logró cruzar la última frontera, pero, de cualquier forma, viven allá tan jodidos que apenas pueden enviarles dólares. Sobre ellos escuchas varias historias, pero nada te sorprende tanto como La Bestia: el mítico tren de carga que atraviesa Centroamérica y México, al que suben infinidad de migrantes cuando está en marcha. Es normal que la gente resbale y que el tren los haga mierda o provoque cortes perfectos en los brazos y las piernas, asegura Julio César, hondureño, más joven que tú, aunque aparente lo contrario. Su esposa y sus dos hijos lograron entrar en Estados Unidos; de manera que ya nada le queda en su país, ni siquiera una casa. Esta es la sexta vez que me agarran, pero fiuuuuu, lo volveré a intentar, dice, y dibuja con el dedo índice una U en el aire. Julio César conoce La Bestia. Justamente, iba en ella cuando las autoridades mexicanas lo detuvieron por segunda vez. Mientras lo narra, sonríe. Me dio miedo lanzarme antes de que parara. Tú y Richard le piden más detalles. Allá arriba sí que hace frío, y hay que aguantarse las ganas de todo. Algunos se quedan dormidos y caen, por eso hay quien se amarra a lo que puede. Julio César se va un jueves. Lo mandan a integrar una fila, junto a otros hondureños, y a continuación sube a ómnibus. Dicen que todos los jueves sale un avión con deportados rumbo a Honduras. Hubieses querido despedirte de él y desearle suerte en su próximo intento.
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La mayoría de los detenidos está triste la mayor parte del tiempo. Hacen sus chistes, sí, y anécdotas graciosas de todo tipo, pero casi siempre hablan de sus familias. Si algo tienen todos en común es el dolor por la separación de los seres queridos. En Las Agujas, además, se comparten dos grandes miedos: la deportación y la muerte por COVID-19. Hasta ahora deportados hay muchos; muertos por COVID-19, ninguno. No obstante, sabes de un cubano, cuarenta y tantos años, que dio positivo al virus. Lo aislaron en el pabellón donde se supone que llevan a los enfermos graves, y se olvidaron de él. Ningún médico fue a interesarse por su estado de salud hasta pasadas más de dos semanas.
Hoy no has tomado agua. Richard tampoco. En la explanada hay un garrafón de 20 litros del que beben unas 400 personas. Se vacía rápido y hay que pedir a los guardias federales que traigan otro. No ha llegado el agua todavía, dice un guardia ante las protestas masivas de los detenidos. ¡Llevamos horas así! ¡Es inhumano!, grita alguien. Esa no es nuestra responsabilidad. A media mañana del siguiente día traen un garrafón, que se agota al instante. Lo reponen unas cuatro veces más, pero no alcanza para aplacar la sed de todos. Con la comida, excepto por las colas, no hay problemas. El desayuno, el almuerzo y la cena nunca varían: pan y arroz con sopa o frijoles. No es, ni de lejos, lo peor que has comido en tu vida.
El contacto de tu primo no dejó monedas ayer. En la mañana vendes tu desayuno a un muchacho que te ofrece 25 pesos; comes de la bandeja de Richard. El dinero no alcanza para realizar una llamada a Cuba, que cuesta 35 pesos por minuto, pero sí a Estados Unidos. Primo, ¿cómo van las gestiones del abogado? Ya llevamos una semana aquí y estamos desesperados.
***
Richard te avisa de que un funcionario de Inmigración atraviesa la explanada. Ustedes lo interceptan. Buenos días. Nosotros somos cubanos y llevamos una semana trancados aquí. Nadie nos ha dicho qué va a pasar con nosotros; si nos deportan o no nos deportan. Nada. El funcionario les pregunta el día exacto en que los detuvieron, y ustedes responden. Ah, esa no es chamba nuestra, sino de Toluca. Me explico: lo que vaya a pasar con ustedes es jurisdicción de las autoridades de Toluca, porque ahí fue donde los detuvieron. ¿Entonces estamos aquí hasta que los de Toluca decidan qué hacer con nosotros? Pues sí. Nosotros solo les damos alojamiento hasta que ellos decidan. ¿Y no sabe cuándo vendrán los de Toluca? Ellos vienen por los suyos en las noches. Pero, repito, nosotros no tenemos nada que ver.
Cerca de la medianoche escuchas un ruido desde tu celda. Las luces están apagadas y no puedes ver bien a qué se deben los pasos y susurros que te llegan desde los pasillos. Deben ser los de Toluca llevándose gente, dice Richard. A la mañana siguiente se enteran de que ha sucedido lo contrario. Sí, eran los de Toluca, pero no se llevaron a nadie. Vinieron a dejar a unos muchachos, y con la misma se fueron. En mi celda dejaron dos, te cuenta un cubano.
Cuatro nicaragüenses se niegan a entrar en el pabellón donde se encuentran las celdas. ¡De aquí no nos movemos!, gritan, mientras dos guardias federales intentan convencerlos amablemente de que se integren a la fila. ¡No, señor! Que venga una autoridad y nos diga hasta cuándo vamos a estar encerrados aquí. Richard te jala del brazo. Es ahora o nunca, dice, y de un salto se coloca justo al lado de los nicaragüenses. Tú lo sigues. ¡Nosotros somos cubanos, y tampoco vamos a entrar hasta que nos digan qué van a hacer con nosotros! Unos pocos cubanos se les suman. Los nicaragüenses parecen más decididos a sostener su protesta, quizás porque llevan algún tiempo planeándola. Todos le hablan al guardia, exigen una respuesta. Algunos dicen que no les importa dormir afuera. La fila de entrada al pabellón se detiene. Son más los curiosos que los amotinados. Que hable uno, a ver, pide el guardia. Nosotros lo que queremos es que no nos traten como delincuentes, porque no lo somos. O sea, somos emigrantes, violamos la ley al atravesar sin papeles un país que no es nuestro, pero no le robamos a nadie ni matamos a nadie, dice Richard. Yo sé, yo sé. Pero no puedo hacer nada. Nosotros solo estamos aquí para protegerlos a ustedes, así que a dormir ya y mañana hablan con quien quieran. ¡No nos movemos hasta que alguien nos diga hasta cuándo estaremos aquí! ¡Esto es inaceptable!, responde un nicaragüense. Está bien. Espérenme tantito, dice el guardia, y se marcha. En su ausencia uno advierte que en todo momento deben mantener un estilo de protesta pacífica. Los demás amotinados aceptan. El guardia federal regresa con un funcionario de Inmigración. Mañana debe venir el bus para sacarlos a Tapachula, explica el funcionario. ¿Cómo que a Tapachula? Sí, cerquita de la frontera con Guatemala. Los llevamos ahí y les damos 20 días para abandonar el país. La promesa termina disolviendo el motín.
Al día siguiente un bus se lleva unos cuantos hondureños y nicaragüenses. Los cubanos, decepcionados, planean esa misma noche otra protesta. Hay que presionarlos para que ellos presionen a los de Toluca, dice Richard. Pero con respeto y sin violencia, insiste alguien. Tu primo dice por teléfono que el abogado intentó visitarles ayer, pero le negaron la entrada. Estuve averiguando y ustedes creo que tienen que ir a ver allá adentro a alguien a quien le dicen «El Jurídico», y decirle que tienen un representante legal. El abogado se encargará de ustedes y de los periodistas. Ya el tipo intentó de todo, incluido soborno, pero no funcionó. Entonces me dijo que pedirá un amparo en favor de los cuatro. Lo malo de eso es que pueden estar más tiempo encerrados, pero en cuanto los liberen para el proceso vienen para acá con otro coyote. Respondes: No te apresures que aquí nos dijeron que a lo mejor lo que hacen es soltarnos en Tapachula, y quizás sea mañana o pasado. Estamos presionando para que así sea. Tu primo duda. ¿Quieres que mejor te dé el teléfono de mi contacto en México, que es quien está cuadrando con el abogado? No tengo nada para anotar. Memorízalo. No puedo, el número es demasiado largo. El tiempo de la llamada se agota.
Organizan una segunda protesta. Esta vez se suman casi todos los cubanos detenidos en la Estación Migratoria. Voten por cinco de ustedes que los representen, porque no puedo hablar con todos a la vez, dice un funcionario de Inmigración. Los cinco elegidos son llevados a una oficina, y cerca de 20 minutos después salen muy alegres. ¡Dicen que mañana ya nos darán una respuesta!, anuncian.
El día transcurre exactamente igual que siempre, entre colas y conversaciones intrascendentes en la explanada. Como nadie se ha acercado para comunicarles qué harán, arman luego otra protesta. Voten por cinco representantes, porque no podemos hablar con todos a la vez, vuelve a decir un funcionario de Inmigración. Esta vez ustedes no están dispuestos a ceder. ¡No! En cualquier caso, que vengan cinco funcionarios a darnos la cara. El reclamo surte efecto. Los funcionarios se comprometen a presionar a las autoridades correspondientes, incluidas las de Toluca, para sacarlos de ahí lo más pronto posible.
***
A la mañana, después de mucho insistirles a los guardias federales, logras entrar en la oficina del «jurídico» de Las Agujas. Estoy enterado de que mis compañeros y yo tenemos un abogado, y que no lo han dejado vernos. Tampoco hemos podido recibir visitas. El jurídico no parece estar de humor para atender a nadie. Un hombrecillo y su buró, inseparables, solitarios, satisfechos con pasar todos los días laborables rodeados de papeles, piensas. ¿Y qué quiere usted? ¿Cómo que qué quiero? Mi derecho a un abogado y a visitas. ¿Usted ha designado por escrito a un representante legal y a una persona de confianza?, pregunta el jurídico sin levantar la vista de su escritorio. Sí, tres veces ya. ¿Se ha comunicado con su abogado o sabe qué trámites está realizando? Está pidiendo un amparo para mí y tres compañeros más, todos cubanos. ¿Y para qué quiere representación legal?, dice. Esta vez te mira a los ojos. Porque tengo ese derecho, respondes. Pero para qué, si pronto se irán de aquí. Eso nos llevan diciendo casi 15 días. Pero se irán pronto. ¿Dónde los detuvieron? En Toluca. El jurídico toma unos papeles, escudriña en una hoja con los dedos. Toluca, aquí está. Como le dije, se irán pronto. ¿Cuándo? No tengo fecha exacta, pero en estos días. ¿Nos deportan? No, y justamente por eso le pregunto para qué quiere usted representación legal. ¿Nos van a dejar en Tapachula? Así es. Es una medida que se está tomando provisionalmente. Un amparo, sin embargo, demora mucho. Es un proceso complicado. Solo debe esperar unos días más.
Esa noche hablas con tu primo. Le comentas que quizás sea mejor abandonar los trámites del amparo. Richard y los periodistas independientes saben de tu conversación con el jurídico, y también creen que la mejor opción es esperar el traslado hacia Tapachula. De cualquier forma, avísale al abogado que nos visite, para que me explique mejor las opciones que tenemos. Dile que lo he puesto como mi representante legal, que deben dejarlo entrar.
Cerca del mediodía, un guardia federal te dice que debes ir junto a Richard a la oficina del jurídico. De manera extraoficial te comenta que un abogado ha creado problemas en la garita porque no lo dejaban entrar, y los mencionó a ustedes. ¿Qué pasó?, preguntas una vez están frente al jurídico de Las Agujas. Queremos hacerles el proceso de nombramiento de un abogado para que los asista, pero, primero que todo, ¿qué creen de su estancia en la Estación Migratoria? ¿Se han sentido incómodos en algún momento? ¿Podemos ayudarlos en algo? El jurídico habla y fuerza una sonrisa amable. Supones que su actitud responde a algún tipo de presión ejercida por el abogado. Si nos quieren ayudar, mándennos para Tapachula ya. Y quejas, sí, claro, ¡por supuesto!, como que tenemos un catarro que no nos deja dormir, y nadie nos ha atendido, y que no han dejado pasar a nuestras visitas, y que nos tienen hasta tarde a la intemperie, con el frío que hace. Está bien. Todo eso lo podemos solucionar pronto. Ahora empecemos con el proceso. En este papel que les entrego está el nombre de su abogado. Ustedes deben firmar y automáticamente el abogado podrá venir a verlos. Les extiende un bolígrafo. Te detienes a leer el papel. Richard te señala una línea escrita al final con letras pequeñas. Dice que al firmar el documento confirmas que durante tu estancia en la Estación Migratoria fueron respetados todos tus derechos. Yo no voy a firmar esto. Aquí dice que, si lo firmo, acepto que mis derechos fueron respetados. Y no lo fueron. Además, tener abogado es un derecho humano, y esos no se dan mediante chantajes. Si no lo hace, entonces no podrá tener un abogado. Pues no queremos abogado, ¡y ya está!, contesta Richard.
***
Aún no te has dormido cuando dos sujetos se detienen ante la reja de tu celda. El guardia federal que los acompaña retira el candado, y menciona tu nombre y el de Richard. Les piden firmar un papel donde se reconoce que ambos, así como dos venezolanos que no te suenan de nada, entraron de forma ilegal a México por la frontera sur. Más abajo lees que la estancia en Las Agujas no ha sobrepasado las 36 horas, y que aceptan un «oficio de salida», es decir, ser llevados a Tapachula para largarse del país en menos de 20 días. Los dos periodistas independientes cubanos optaron por otras vías para salir de ahí. Así que nuevamente son solo tú y tu amigo. Firman sin poner peros.
Tres días después un autobús viene por ustedes. De los 20 días para abandonar México, les van quedando 17. El viaje por carretera, escoltados por policías, dura casi 15 horas. Al llegar al parking de la Estación Migratoria «Siglo XXI», en Tapachula, les devuelven sus mochilas, y el dinero y los celulares en dos sobres. Firman un documento donde aseguran que les fueron entregadas todas sus pertenencias, y se alejan de aquel sitio donde otro cubano y un hondureño protestan por la desaparición de sus teléfonos móviles.
Buscan un lugar donde descansar y discutir cuál será el próximo paso. Encuentran un hotel, muy cerca del centro de Tapachula, donde les cobran 450 pesos mexicanos (unos 23 dólares) por noche. La habitación es pequeña y tiene dos camas. El agua de la ducha es fría, pero no te importa. El calor es asfixiante en esta ciudad sin inviernos. La última vez que nos bañamos fue aquí, en Tapachula, recuerda Richard mientras se acaricia la modesta barba que le ha brotado. Pareces un náufrago, bromea. Le respondes: Tú también. Hay que volver a ser personas. Ya después veremos.