Hinchada por la humedad, abrí la puerta con trabajo, pero despreocupada. Pensaba que era alguna vecina, y ahí estaba otra vez la mujer. Se me aflojaron las rodillas. Esa mujer pequeña con su desriz de potasa, con sus pecas en la nariz, con sus ojos de chancho, podía aplastarme con su mirada zoqueta.

El invento de mesa de comedor no dejaba de temblar y chirriar mientras la inspectora de vivienda llenaba la notificación. Yo no puedo ser amable o gentil o buena anfitriona con las personas que deliberadamente me intimidan. Acepto mi cobardía, pero nunca podré invitarles ni un vaso de agua.

—Tienes 72 horas para abandonar la vivienda —me dijo, sin quitar la vista del papel.

Le expliqué otra vez, intentando no tartamudear, que estaba en trámite el cambio de dirección por el derecho de convivencia de más de tres años.

—Tú no puedes estar aquí. Tienes que esperar fuera.

—¿Qué pasa si no me voy? —me obligó a preguntar.

—Tienes 72 horas, esta es una notificación, si no la cumples, te van a desalojar con la policía.

¿En qué momento llegué a creer que lograría que me entendiera? En este país, con estas leyes, con personas como ella, que cumplen la función última de pisotearte.

Le agradecí, cerré la puerta y me convertí en ese chorro de agua a presión con excrementos que se va por el desagüe.

Le había mentido a la inspectora despreciable de vivienda, no llegaba a los tres años en el departamento diminuto de la calle Aguacate, donde ahora vivía sola. Dos años y medio, o quizá un poco más, no recuerdo. Tampoco recuerdo cómo llegué hasta aquí.

Todo empezó quizá en el momento en que él me dijo, apenas una semana después de nuestra primera salida, tras una discusión por unos spaghettis fríos: «Si te vas ahora, no regreses, y llévate tu calzón tendido en el baño.»   

Yo regresé por mi calzón y, por supuesto, me quedé.

Quizá había comenzado mucho antes. Quizá tendría que empezar por mi obsesión infantil de vivir en el Capitolio o en el Calixto García. Traumas de vivir apretados en un departamento, de dormir toda la familia en un solo cuarto, de no tener ni una gaveta propia, de no tener nunca un espacio donde cupiera yo o mis calzones.

Soñaba con distribuir a mi familia en las diferentes alas del Capitolio y quedarme yo con el Salón de los Pasos Perdidos. Imaginaba como segunda opción, aún más atractiva, el hospital ciudadela Calixto García. La repartición sería así: un pabellón para mi papá, otro para mi mamá y mis tías, otro para mi abuela y su escaparate con potes de talco del 58, otros tres pabellones para mi hermana, uno para mis amigos, otro para los perros callejeros, y el pabellón de psiquiatría para mí.

Me fui demasiado lejos, pero mi fantasía con las casas, y la independencia que te da una casa, es inmanente. Y ahora una mujer con una ocupación insulsa y un gesto de asco en el labio venía a echar por los aires mi pedazo de techo.

Podría decir que era amor lo que me hacía quedarme un día más. Yo siempre pensé que era una mezcla entre pena y deseo de tener lo que no se puede tener. Pero es posible que siempre se haya tratado de la conquista de un espacio, el mío.

Esta mujer inspectora no tenía idea de cuánto me había costado permanecer ahí, detrás de esa puerta, en esa casa, y mantenerme viva. La mujer sin futuro en la mirada no sabía que con su papelito sucio amenazaba con desalojar a un cuerpo sobreviviente.

Luego de mostrar el mísero documento escrito a mano que te cambia la vida, todo el mundo entró en pánico. Mi papá pensaba que la policía me arrastraría como al campesinado en los desalojos de la reconcentración de Weyler. Yo vivía sola, y la desinformación y la ilegalidad es algo que te apolilla los huesos y te debilita la entereza. Entonces obedecí.

No podía creer que estuviera haciendo lo que estaba haciendo, sacando hasta los tomacorrientes de la pared de la que yo sentía era mi cueva. Porque también se parecía a una cueva, pero sobre todo porque era mi refugio. Él ya se había ido del país, yo había dejado de temblar mientras dormía, tenía un trabajo fijo por primera vez en mi vida, y podía dormir sola a pierna suelta en una cama, viendo a los ojitos a mi perro que me miraba agradecido y calmo, pues él también era un sobreviviente.

Si esta funcionaria de vivienda supiera, si la presidenta del CDR que me denunció supiera… Tal vez lo saben, es muy probable que incluso la encargada del Comité me hubiera escuchado aquel día que ya amanecía, puesto que por la ventana del patinejo se compartía la basura y la vida de todos. Pero en la jungla a nadie le importa. Lo que pasa en cada madriguera se queda dentro de cada madriguera.

Me tocaba ahora recoger mis años de convivencia y arrancarlos de las paredes y los muebles, y también los pocos muebles y algunas ollas.

Pensé entonces que así podría enterrar aquel día, y dejar en la habitación vacía las noches en que lloré en silencio, las noches en las que me botaba y esperaba callada con mi perro en las escaleras, las noches en que tragué en seco y dormí en la silla, y esa mañana en que ya no pude dejar de gritar. Pensé que podía dejar ese fantasmita que era yo, por ahí, retumbando en las paredes, como esa basurita que siempre dejas cuando te mudas de un lugar.

La noche previa a la mañana fatídica yo tenía mucha hambre, no teníamos dinero, yo no había conseguido comida como siempre hacía, porque él ya había dicho que traería. Se apareció muy tarde, con plata, sin comida, y con una chica que quería tirarse. Yo ya había perdido cualquier vestigio de dignidad, y sobre todo, tenía hambre. Fuimos los tres a comer en algún sitio.

Más tarde regresamos a la casa. Él le tenía demasiadas ganas a la muchacha, y a ella le molestaba mi presencia. Al final ella se fue. Y él se molestó, mucho.

Casi al amanecer, le imploré llorando que por favor no lo hiciera. Es ese el momento en que la presidenta del Comité y todo el edificio tuvo que haberme escuchado. Estoy segura. Fue cuando decidí gritar, y gritar no solo de dolor. Gritar por estar viva.

Él había introducido por completo y a la fuerza su puño en mi ano. Yo gritaba en un primer momento para que él reaccionara, pero después comencé a gritar para que alguien escuchara. Para que un vecino, unas ventanas, un edificio entero me escuchara antes de perder mis fuerzas, antes de quedar tendida como un trapo con un chorro de sangre. De mis entrañas salió, rajando mi garganta varias veces, la frase: «Ayuda, que alguien me ayude, por favor».

Sería la primera y única vez que pediría auxilio, que sacaba el terror de aquellas cuatro paredes, y lo hacía porque durante esos segundos tuve la certeza de que iba a morir.

Perdí las fuerzas. La mañana continuaba igual. Ni un ruido, más que mis gemidos secos sin aliento. Nadie apareció, salvo la sangre en mi cuerpo. Mi cuerpo reaccionó y lo hizo reaccionar a él. La sangre, que no dejaba de brotar, lo asustó, y de sentirse en la cumbre del poder, de sentirse dios sobre mi cuerpo y mi deseo, comenzó a llorar sin consuelo. Sacó su puño ensangrentado de 15 cm de mi cuerpo.

Ni siquiera sentía dolor. Mi espíritu o eso que llaman alma había abandonado mi cuerpo y todavía no regresaba. En el temblor solo había espacio para el alivio, el alivio de saberme viva. Mientras él, nervioso, me suplicaba ir a un hospital para que me vieran, yo estaba en otro lado, ya muy lejos de él y de mí, de esa habitación. No había sensibilidad en mí, solo la conciencia más despierta que nunca. No se trataba de un amor tóxico, no se trataba de amor. Se trataba de una carrera de resistencia en la que a la meta solo podía llegar un cuerpo vivo, y no sería el mío.

A partir de ese día me dediqué a sobrevivirlo. No lo denuncié, sabía que debía hacerlo, como mismo había exigido que lo hiciera la amiga de mi mamá, mi maestra, mi vecina. No lo hice, y nunca nadie se enteró. Para ese entonces ya me había alejado tanto de todo que nadie se atrevía a mirarme a los ojos y preguntar ¿cómo estás?

Será que aún no entendemos lo peligroso que puede resultar ese respeto que roza la indiferencia. Será que aún no entendemos que sí hay que preguntar, que insistir, que incluso determinar. La violencia no es doméstica, no se trata de una discusión por quién friega los platos, se trata de un cuerpo violentando a otro cuerpo hasta extinguirlo. Todavía no aceptamos que el cuerpo de una mujer en manos de un hombre a veces puede ser fácilmente descartable.

La inspectora de vivienda, que ahora también me amenazaba, me desnudaba y me dejaba en la calle, no tenía idea de todo lo que me obligaba a desalojar.

Mientras revisaba por última vez la casa vacía, pensaba que tal vez había sido un error pensar que aquel pudo convertirse en mi espacio. Siempre le pertenecería a él. Quien violó mi confianza y mi alegría. Quizá yo tampoco lo amé. Me vi de pronto romantizando una lata con piezas de cera, pedazos de brazos, torsos y cabezas sueltas de mujeres, ideas suyas que nunca terminó de ensamblar. Era este el momento de renombrar, de aterrizar, de no cargar más con la basura ajena.

La independencia que tanto asociaba a un espacio podía quizá encontrarse dentro de mí. Quizá sería más real o conveniente dejarlo todo en este espacio, en estas paredes verdes que nunca dejaron de ser grises, detrás de la humedad de esta puerta.