Una muchacha iba en el ómnibus, llevaba mis aretes, se notaba que los lucía con orgullo. No le quito la vista de encima; sé que esos pendientes están confeccionados por mí, pero igual quiero cerciorarme, ver la costura, las puntadas, el engarce del alambre. La joven mujer no sabe por qué no desvío mi vista, no puedo mirar a otro lado que no sea su rostro.

Al principio le pareció atractivo que un hombre le mirara de vez en cuando, pero ya ha pasado una media hora y no dejo de mirarla. La mujer empieza a tener miedo de mí, no imagina la historia que existe detrás. Ahí es donde se esconde la raíz de casi todo lo que nos inquieta y nos seduce: en las palabras que están detrás, en leerlas y, si fuera necesario, inventar la historia.

Veo algo común en las mujeres que usan mis aretes, ellas quieren lucir la otra parte de la vida, no quieren ostentar el valor de los metales que por lo general se usan para las joyas. Son mujeres que no tienen miedo de decir: «sufro, estoy rota, pero me compongo, me recompongo, me armo y salgo a lucir mi decadencia». Sé que si algunas se enteraran de dónde provienen las telas de las que están confeccionados los aretes, ellos terminarían en la basura de inmediato. Esa posible decisión no me desagrada.

La muchacha se aleja, se va al fondo del ómnibus. Definitivamente todo lo producido por mí me abandona. Pensé decirle: «Yo fui el que hice los aretes que llevas puestos», pero sería una tontería. Ella compró por el doble del precio esos pendientes, en algunas de las tiendas de manualidades donde dejo mis productos en consignación. A ella no le interesa saber quién fue el autor de la pieza, ella lo que quiere es obtener los aretes, la mercancía. Por su vestimenta puedo deducir que sabe que la bisutería está hecha con telas viejas, ropas encontradas en la basura, o compradas a los indigentes de la plaza del mercado en San Roque.

Haberle dicho a la extraña: «Yo fui el operario que hizo la artesanía», sería tan torpe como cuando le digo a un recién conocido que beso en medio de una noche de alcohol y discotecas: «Me gustas, siempre estuve buscándote».

Vi desplazarse a la joven mujer, vi el pendular de los aretes.

Es curioso saber que le he dedicado tanto tiempo a la construcción de esos aditamentos triviales, algunas podrían asegurar que son de mal gusto, que no tienen clase. Y, pensándolo bien, tienen razón, son joyas sin linaje, sin orgullo, y si tuviera algún valor, no sería el de los materiales con los que están construidos. Y es en esa trivialidad de los materiales, en la intrascendencia de contar cosas, donde centro mi escritura.

La materia prima proviene de la sucesión de los días.  

El movimiento de los aretes es hacia adelante y hacia atrás, en un ritmo enérgico, zigzagueante, totalmente diferente a cuando corrí desnudo por una playa desolada y el pene se movía de un lado al otro.

Fui feliz al correr desnudo al lado del mar, vi la sombra de mi cuerpo perfectamente recortada por el resplandor del sol de las dos de la tarde; vi, sentí las partes de mi cuerpo moverse libremente. Las partes que siempre se mantienen ocultas, resguardadas con sostenes o calzones para que no se muevan. He tratado de repetir esa acción: sol, una luz intensa, una playa de arenas finas, y yo corriendo desnudo, sintiendo el golpear de mi pene de un lado a otro. He podido realizar mi deseo en dos ocasiones.

Creo que escribo dando saltos, simulando el vaivén de los aretes, el de mi sexo cuando corrí desnudo por la playa.

Ahora vivo en un barrio lleno de gradas, escaleras que se elevan frente a mis ojos, planos que se superponen creando peldaños, unas ideas tras otras que se juntan para llegar a un lugar.  

Ver, percatarme que toda construcción está hecha de pequeñas piezas. Cuando vivía en el llano no era tan evidente la fragmentación. Los planos estaban nivelados, lijados para no saber dónde empieza uno y dónde termina el otro. 

Bajar, subir.

Cuando llegué por primera vez no tenía la menor idea de que por detrás del parque, adentrándome por la calle Iberia, podría llegar a este caserío tan grande. La concentración urbana está en la ladera de la montaña, y justo cuando se acaba el cerro hay un pequeño río, un arroyo discreto, luego se vuelve a elevar otra montaña, o quizás sea la misma, solo que se escondió en la depresión, para después resurgir, aún más grande. Esa montaña frente a mí es una barrera natural, un muro. En la cresta de la elevación hay unas casitas dispersas, no existen calles, asfalto, los senderos son caminos de tierra. Cuando los caballos pasan corriendo a toda velocidad, se el polvo elevarse.

Desde que vi en una película las imágenes de los caballos correr por una playa, supe que esa imagen es la libertad. Los caballos traían sus grandes penes colgando, moviéndose como se mueven los aretes, como cuando yo corrí en aquella tarde y veía mis testículos moverse, mi pene.

Mi calle se llena de señoras con hornillas de carbón, asan cuartos de pollos, pechugas, chorizos, plátanos, mazorcas de maíz, el olor ya dejó de ser agradable. Al caminar por las aceras el humo molesta, el olor de la carne cocinándose, las señoras con un exceso de amabilidad me ofrecen los productos, le he comprado en algunas ocasiones. Mi calle está situada casi en la parte baja del barranco donde está ubicado el barrio donde vivo. La calle no baja ni sube, es un llano en medio del caos topográfico. La calle se parece al pasillo interno de los ómnibus. Las personas en los laterales, gente que se desplaza, gente indiscreta, atrevida que te miran desnudándote, los hay que miran de reojos, esas miradas son las que más me desagradan.

Sería lindo encontrarme por estos lugares a la muchacha de los aretes, pero estoy casi seguro de que ella vive en los barrios del norte, en el centro financiero de la ciudad, o en las afueras, en los valles.

Me pregunto si aún recuerda mi mirada, la joven mujer. Lo más probable es que ya se haya olvidado de mí.  Soy yo el que la recuerda. Es lo mismo que hago al construir mis artesanías; utilizar los residuos, la basura, así también hago con la escritura. Siempre me quedaré perplejo ante la vida que veo desbordarse en el disfrute de los demás. Como me sucedió con la chica de los aretes. No tuve el valor de decirle: «Yo fui el que hizo los pendientes que llevas puestos».

He empezado a maltratarme y me gusta cómo puedo humillarme sin sentir nada, ni rabia, ni vergüenza. Solo así puedo seguir dañando con palabras al mundo, averiándolo.

Las mujeres que usan mis aretes escuchan voces, alguien les habla desde el centro de sus cabezas. Creo que al usar mis aretes lo que quieren es llamar la atención, no quieren pasar desapercibidas.

Alguien como yo, que se dedica a escribir y hacer aretes, se pasa mucho tiempo creando máscaras, falsedades.

Soy el estafador, el que engaña, me gusta serlo. Las mujeres que compran mis aretes podrían ser sinceras, las veo, se ven cinematográficas, teatrales, son más personaje que personas y eso me gusta.

Las personas las veo allí abajo, son todas ordinarias, demasiado comunes, nada correctas. El exceso de sensibilidad es sospechoso, esconde una crueldad más despiadada que la del cínico, o del que sabe que no le agrada a casi nadie. Me gustan esas personas, tienen textura, pliegues, palabras, historias.   

Una camiseta, el color del pañuelo anudado en el cuello, el anillo que llevas puesto, el sombrero, el tocado que le colocaste en el ala no son simples detalles, nunca lo serán.

He empezado a encontrar parecido entre los muñecos que hago con trapos viejos y las mujeres que prefieren usar mis aretes. La idea es que ellas nunca se percaten, porque se enojarían, solo a algunas les gustaría verse reflejadas en esos muñecos de telas viejas. Los muñecos se sostienen  estirando sus extremidades con trozos de alambres por dentro, igual a la operación que hacen los ortopédicos cuando ponen pasadores en los huesos de las piernas.

Creo que inconscientemente estoy creando la compañía que necesito, o en todo caso estoy recreando las personas que veo a diario.

La muchacha del ómnibus poseía una rigidez en su postura inquietante, era alta, su cuerpo tenía discretas curvas, no era como esas típicas muchachas que parecen un rectángulo. Y digo esto no porque necesariamente las mujeres deban tener cierta voluptuosidad, reitero ese detalle porque la muchacha lo poseía, no era coqueta, su mirada fría sobre los cristales de las ventanillas del bus. Otra mujer en su lugar se mostraría más accesible.  

Esa mañana disfruté mi viaje, a veces viajo sin ningún motivo, sin nada que buscar, a no ser las palabras.

De repente la muchacha, en un giro brusco de su cabeza, intentó hablarme, o por lo menos yo imagine algo así en su gesto, en su mirada, o en la ligera abertura de su boca, pero mis oídos no escucharon las palabras, los oídos son los culpables de esta incertidumbre. Las palabras estaban en mi cabeza, las sentía, logré imaginar su voz firme, de frases cortas y precisas. Amo a las personas firmes en sus decisiones, con criterios que no temen exponer, aunque estén en contra de casi todo.

Las mujeres que usan mis aretes por lo general han sido violadas, han conocido el sexo de la mano de hombres que solo le interesa penetrarlas, que ni siquiera se toman el trabajo de besarlas, mucho menos hacerles sexo oral, y, si lo hacen, tienen asco de tener frente a su rostro la vulva abierta con su característico olor avinagrado. Estos hombres también son víctimas, los veo a diario, pero ellos no se percatan, no saben hacer sentir de otra forma.

Estas mujeres se han encontrado con otros hombres, o con otras mujeres que les han hecho sentir la totalidad que es el buen sexo, el infarto cuando ya no existe corazón porque este ha sido desguazado por las garras del goce. Porque ya en ese momento poco importan los sentimientos, lo que toma protagonismos es lo biológico, lo hormonal, las aberturas dilatándose, la boca llena de saliva, el olor de tu sexo, el sudor cayendo en mi cara, como si todo se derritiera, se descongelara, se fraguara al son de los gemidos y los susurros. Ya no hay palabras, ni gramáticas, ni leyes, y es ahí donde todos queremos llegar, no a violar las leyes, eso lo hacemos a diario, lo que buscamos es que no existan leyes, ni guiones, ni partituras.

Porque tiene que ser primero los besos en la boca, y desnudar el cuerpo, cumpliéndose así el mismo ritual de hace años. Lo que todos queremos es empezar por donde nunca se ha empezado, o empezar por el final, o quizás no empezar y solo insinuar, hacerlo todo sin llegar, sin demostrarle a nada ni a nadie

—Tú me gustas.

—Yo estoy interesado en ti.

Hago aretes para sentir que penetro a muchas mujeres al mismo tiempo: el engarce del alambre. el metal frío, insensible, atravesando el pabellón de la oreja, al igual que el de los piercings en el ombligo, en el pezón de las tetillas, atravesado la lengua. Metales encarnados en el cuerpo, esperando que una boca los bese, o mejor, que una boca los muerda, que los jale para sentir el pellejo de esa zona estirarse.

4 Comentarios

  1. Muy interesante el cuento y cómo construye sobre la base de la reiteración y una anécdota pequeña ( la de los aretes) toda una serie de pequeñas viñetas paralelas relacionadas con el cuerpo desnudo en la playa, el sexo disfrutable y bien hecho y otros momentos descriptivos que funcionan como telón de fondo ( el colectivo, las calles y su geografía y sus olores y sabores en los puestos callejeros y sus fritangas). Creo que de una historia muy pequeña se construye narrativamente algo con intensidad dramática y espesor narrativo. Siento que en algún instante alguna reiteración se torna cansina y pudo ser editada sin que perdiera la historia central. Muy buen material.

  2. Hola Yanier, me gusta la narrativa. Muy bien usados los recursos, pero sobre todo tus descripciones me permitieron visualizar a aquella chica de <> y <>
    Saludos mi hermano.

    David Valladares

  3. ¡Ay, Paquito! ¡Que descubrimiento! ¡Sara Gonzalez, una cantante de fama internacional aprobaria, de estar viva, el nuevo Codigo. Obvio. Se sabe quei le metia a la tortilla en las mismas costuras

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