I
En una entrevista que le realicé hace unos años, Juan Abreu me comentó que su asco por el castrismo tenía un motivo primero: el sufrimiento que le provocó a su madre. El castrismo ha sido siempre particularmente cruel con las madres, y lo que es todavía peor: las ha utilizado poniéndolas en la disyuntiva de aceptar el statu quo con tal de proteger a sus hijos.
Es cierto que esa reserva ha jugado a favor del castrismo. Ha sido una maniobra fríamente calculada y puesta en práctica. Cuando una madre llama a lo cortico a un hijo para aconsejarle con toda la buena fe del mundo que no se meta en problemas, sale ganando el castrismo. La madre sabe que está intentando proteger algo que es demasiado frágil. Si su hijo es consecuente con lo que piensa, no va a escucharla, irá a por todo o se largará; a lo sumo le dirá lo que aquel personaje de aquella obra teatral martiana que todavía deben repetir en las escuelas cubanas.
II
La madre viene a ser nuestra figura de sufrimiento. Si una madre no soporta la muerte de un hijo, lo contrario, que es menos frecuente, también es intolerable. Proust escribe su opus magnum solo tras la muerte de su madre. «No conviertas en sistema, querido, no escribirme para no entristecerme», le escribe a su hijo.
Para Barthes, viajar era separarse de su madre. Su ausencia era existir «sin el bienestar de una intimidad». Sabe también que en esa ausencia hay una libertad, un gozo, por tanto. Creyó que su muerte lo haría más fuerte porque así accedería «a la indiferencia de lo mundano».
Hay un pasaje memorable de la Odisea en que la madre de Ulises, primero una sombra elusiva, termina pidiéndole a su hijo que abandone aquel territorio de tinieblas y ascienda presto hacia la luz. Quizás la huida del poema de Lezama («Llamado del deseoso») remita a ello, a la madre como una conciencia moral que nunca llega a descifrarse porque tanta cercanía la convierte en un ente de oscuridad.
III
Nada de eso debe hacernos perder lo esencial y es que las madres cubanas llevan seis décadas sufriendo vejaciones y miedos, y que esa maquinaria parece no detenerse. Tal vez sean ellas la gran «figura espiritual» de una cultura, pero el castrismo las enclaustró, las dejó sin capacidad de respuesta, las obligó a habitar el vientre de la ballena, a hablar en voz baja.
El último zarpazo fue encarcelar a adolescentes que ni siquiera tienen suficiente entendimiento para comprender por qué les meten diez, quince o veinte años. Los videos de las madres se suceden; están desesperadas porque saben que el hijo que entró a prisión será otra persona cuando salga y quizás ellas no estarán más para acompañarlos.
Las madres poseerán siempre una fuerza natural frente a las imposiciones del Estado. A propósito de las directas de una joven madre desesperada, vuelve a quedar en evidencia por estos días la crónica disfuncionalidad del régimen. Nadie ha sufrido la impotencia y el desamparo que ha propiciado el castrismo como ellas. Es aberrante la sensación de que ese gobierno, además, construyó deliberadamente su impunidad ante un mundo al que últimamente le ha dado por mirar para otro lado, suceda lo que suceda. Un mundo libre, sí, como decíamos ayer, pero líquido, liquidado.
IV
Entre mi madre y mi hijo se establece una comunicación de signos y palabras cortadas, a veces inventadas o de indescifrable sintaxis. Mi madre no habla inglés y mi hijo habla poco español. Mi hijo le dice: «Yo quiero dormir con tú». Mi madre se ríe, pero no lo corrige.
En un ambiente familiar, la lengua no es obstáculo. Ocurre una operatoria instantánea de traducción en que cada uno imagina al otro en el idioma propio, arrastra el deseo de comunicación como si desplazara el icono de un cuerpo por una pantalla.
Con mi hija no sucede igual. Nacida en Bayamo, Cuba, la trajimos con cinco años y ha logrado conservar bastante su español sin haberlo estudiado nunca. Tengo la impresión de que solo lo habla con nosotros en casa, y cuando vamos de viaje a Miami o México. Sé que su lengua de afirmación no es el español porque al hablarlo siento como si pisara en falso.
Sylvia Molloy dice algo muy agudo sobre esto: «Quienes oyen hablar al bilingüe en la lengua de ellos no siempre saben que también habla en otra; si se enteran, lo consideran algo así como un impostor o también, por qué no, un traidor. Esta percepción no es ajena a la que el sujeto bilingüe tiene de sí. Esconde la otra lengua que lo delataría: busca que no se le note y, si tiene que pronunciar una palabra en esa otra lengua, lo hace deliberadamente con acento, para que no crean que se ha pasado al otro lado». (Vivir entre lenguas).
V
«Amaba todo aquello que era natural en mi madre», escribió André Gide. Se sorprende de que, ya anciana, recuerde que su padre nunca le dijera un cumplido. Pero no era eso, sino no haber podido saber si había estado a su altura, si había sido digna de aquel hombre. Gide le reprocha sus amistades, le reprocha que no le hiciera un regalo caro a una amiga pobre como sí se lo hacía a su padre; también haber vivido tanto tiempo rodeada de seres vulgares, que hubiera sido siempre temerosa y poco segura de sí misma.
Las madres son nuestro punto de partida hacia el mundo y marcan el modo en que formamos nuestra mirada. Por ello no es absurdo decir que son las primeras productoras de ficciones de una vida. A veces los hijos nos portamos como héroes trágicos, a veces como antihéroes. De todas formas, terminará la madre pensando la vida como el valle de lágrimas que realmente es.
VI
En Los muchachos de zinc, Svetlana Alexievich indaga en los efectos de una guerra, pero su maniobra va mucho más lejos: examina un totalitarismo crepuscular. La obra también va de madres profundamente marcadas por la muerte, la mutilación, la impotencia y el dolor de la separación.
El libro contiene una lección sobre el papel del escritor. Tras publicar algunos adelantos del libro, dos testimoniantes se desdijeron y decidieron llevarla a juicio. Una de ellas, la madre de un soldado muerto, regresa reconvertida en presidenta del comité de familiares de las víctimas. Dicen que la autora miente sobre la memoria de sus hijos, que calumnia y tergiversa la historia, y mencionan la grandeza del pueblo ruso, que siempre ha sido un hueso atravesado en la garganta, suponemos que se refieren a Occidente. A la autora la acusan de Judas al servicio de una vil Europa. Dicen no haber dicho lo que aparece en el libro. Niegan que se pueda hacer literatura y ganar dinero con su dolor.
Por detrás de ambos, dijo Alexievich, veo las charreteras de los generales, y también un nacionalismo y un patriotismo mal entendidos porque abogan por la exaltación a cambio de olvidar el error. Y aquí es donde la estatura de una escritora se alzó para dejar las cosas en claro: yo como persona las entiendo, como escritora nada puedo hacer distinto de lo que hice. «No se puede llegar a la verdad sin el dolor», les dice en su alegato de defensa.
VII
Antes importaba lo que una madre cubana callaba. Su silencio era particularmente desafiante, denunciante, frente a esa colectividad avasalladora y bastante despiadada que era el castrismo. En ese mutismo había siempre una tensión, aunque también una renuncia. Era paralizante el miedo a terminar devorada por el monstruo indomable y bifronte de la maquinaria policial, productora puntual de ataúdes de zinc en forma de ficciones de Estado. El episodio de Amelia Calzadilla es el estallido de la impotencia cubana, y me ha recordado uno de los más crueles pasajes del libro de Alexievich.
Una madre intenta conseguir una dispensa para que su hijo no sea enviado a la guerra. Un oficial le dice que, si le lleva una carta firmada por un reclutador, él se encargará de que su hijo no viaje a Afganistán. La madre acude entonces al burócrata militar, pero este no comprende la petición: se niega porque está fuera de su estrecho margen de asimilación. Al poco tiempo, el burócrata militar toca la puerta del apartamento familiar: trae en un ataúd de zinc los restos del muchacho.
Cuando leí ese pasaje sospechaba lo que sucedería; no podía tener otro desenlace y por eso también el libro deja a uno con un talante sombrío que demora en quitarse. Las pesquisas de una madre habanera, sus encuentros con dirigentes y funcionarios para conseguir lo que el régimen desde hace mucho tiempo es incapaz de proveer, solo conducen a corroborar la inviabilidad de ese estado de cosas, y otra vez al ataque ad hominen, al intento de asesinato de una reputación. Eso también podíamos augurarlo pues no hay muchos episodios de desafío al castrismo que contengan finales felices.
VIII
Vasili Grossman contó en algún lugar que, ante la hambruna provocada por el estalinismo, alguna madre con ojos de lobo debió devorar a sus hijos. «Pero ¿crees que se puede encontrar al culpable? Ve y pregunta… Es por hacer el bien, el bien de la humanidad, que llevaron a las madres hasta ese punto», escribió. «Todos los hambrientos son, en cierto sentido, caníbales».
La única forma que tiene la política para volvernos lúcidos es que nos aburra. No recuerdo ya dónde leí eso, pero quien quiera que lo haya dicho acertó. El castrismo ha estado muy a la altura de las ruinas que crea, pero no tendrán estas el poder de absolverlo.