Feliciano Carbonell regresa a casa

    IX

    Sí, dígame, quién es ust… ¡No! ¿Feliciano? Alabao, viejo ¿y eso tú aquí? ¡Así mismo estoy, como si hubiese visto un fantasma! Ya. Pero, ¿quién te trajo? Ah, el muchacho. Buenas, mucho gusto. Yo soy como ahijada suya. ¿Qué? Claro, Feliciano, pasa al baño. Entra y coge el pasillo, segunda puerta.

    Ufff…

    ¡Dios, no pensé que estuviera vivo! Creí que estaba en Las Tunas y que allí se había muerto. ¿Tú eres familia suya? ¿En la playa? ¡Mira tú! Ya te digo, aquí todo el mundo pensaba que estaba en Las Tunas, que se había muerto y qué se yo cuántas cosas más. Ahí donde lo ves, tiene una cantidad de años encima. Y, por cierto, qué hace aquí. Sí, bueno, él vivió un tiempo aquí, en Santiago de las Vegas, pero su familia, su vida, está en Las Tunas. Pero no se va a quedar mucho tiempo, ¿o sí? Ay, niño, por tu madre, llévatelo, que para viejo estoy yo. Si él está así, fíjate, es por su culpa. Sí, por su culpa. Él estuvo con mi madre, y un hermano mío es hijo de él. Pero nos abandonó antes de que mi hermano naciera. Creo que ni lo conoció. Siempre fue así, descuidado, solitario, y la vida todo te lo cobra. Que sufra ahora las consecuencias. Pero llévatelo, en serio, que estoy ocupada.

    ¡Echaaa, Feliciano, y qué! ¿Encontraste el baño sin problemas? Y, bueno, me dijeron que estás viviendo en la playa. ¿Es verdad? Sí, claro, pero vete ya. Nos vemos otro día, eh, que ando complicada hoy. Dale, chao.

    V

    Feliciabo en la costa
    Feliciano en la costa / Foto: Cortesía del autor

    Para Feliciano Carbonell tejer una red es cosa fácil. Basta enredar este hilo aquí, sujetarlo con el índice, hacerle un nudo, luego jalar con suavidad, anudar nuevamente y volver a jalar, esta vez más fuerte.

    —Y así, una y otra vez, por todos lados. No sea bruto, compadre. Tú solo escoges el tamaño de los agujeros y ya. Esto no tiene ciencia —me recrimina sin levantar la cabeza, concentrado en no perder el ritmo con que sus ágiles dedos tejen. Mientras, arranca pequeños cordeles del interior de un neumático deshecho que encontró en la playa.

    Media hora después, la madeja de hilos que sostiene comienza a parecer una red.

    —A lo mejor mañana ya está lista. Entonces podré pescar por mí, y ya no tendré que depender de lo que me regalen los pescadores o de lo que me traiga el mar.

    Feliciano me cuenta que lo último que le trajo el mar fue una picúa enorme. La vio una mañana desde la entrada de uno de los túneles abandonados donde duerme, recovecos destrozados por el salitre que alguna vez se hicieron sobre el diente de perro como línea defensiva para repeler invasiones extranjeras. La picúa estaba sobre las rocas y la regresión de las olas hacía por llevársela, así que Feliciano se apresuró a tomarla. Sin embargo, sufrió una gran decepción cuando descubrió que del animal apenas quedaba la cabeza y algo de carne, la poca que habían dejado los tiburones.

    «Algo se le puede sacar», pensó, y se fue con el pescado al hombro para intentar venderlo entre quienes, a unos pocos metros del lugar, hacían fila para comprar en una de las nuevas tiendas en Moneda Libremente Convertible de La Habana.

    —No quisieron la picúa. Y eso que de la cabeza se hace tremenda sopa. Por eso cogí agua de mar, la metí en un caldero con el pescado y me di un banquete de general. La gente no sabe eso. Bobos que son —cuenta, y suelta una carcajada breve, dejando entrever su boca que es pura encía inflamada y unos poquísimos dientes picados, como vidrios rotos, que increíblemente aún pueden triturar sin problemas un pan duro y viejo.

    Nadie sabe con exactitud en qué circunstancias llegó Feliciano a este pedazo de la costa norte en el municipio Playa, muy cerca de la desembocadura del río Almendares. Fue hace unos meses, poco después de la llegada del coronavirus a Cuba, que la gente reparó en este viejo que camina descalzo sobre las rocas filosas, se da un chapuzón en el mar, y después se cobija en esos túneles donde solo se puede entrar a gatas.

    —No le digas más «túneles», chico. Esta es mi casa. Tengo una en Santiago de las Vegas, por el Rincón; una casa «casa», de verdad. Pero este lugar me gusta más. Está cerca del mar y tengo lo que necesito. ¿Qué más puedo pedir?

    Túnel donde vive Feliciano / Foto: Cortesía del autor

    Buena parte del día la pasa en estos escondrijos oscuros; busca espacios sin escombros donde echar una siesta. Luego se asoma para ver qué le han dejado quienes tiran su basura a la playa o, simplemente, qué ha depositado la marea en la orilla. A veces sale a dar largos recorridos por Miramar. Inspecciona entonces cuanto tanque de basura se le cruza en el camino y se lleva aquello que puede serle útil: zapatos rotos, pomos de cristal, bolsas de nylon, casi cualquier cosa.

    La alegría de las últimas semanas, dice, es un overol de mecánico que le regaló un vecino de la zona. Hasta entonces se vestía con lo que encontraba, trapos sucios y sin elásticos, tan deshilachados que en ocasiones debía amarrarlos a la cintura con un cordel para no quedar desnudo. Sin embargo, me cuenta, cuando llegó a la costa se trajo un maletín con ropa, mucha de ella casi nueva, porque se la había enviado su hermana que vive en España. Un buen día salió a dar una vuelta y, al regresar a la playa, no encontró el maletín.

    —Coño, es verdad, me la robaron. Y creo que fue una mujer que a veces anda por aquí, una que tiene la cara cortá —dice algo molesto…, pero se le pasa cuando tensa la red que lleva tejiendo toda la mañana—. Está quedando buena… y dura.

    Mientras hace un nudo tras otro, seguimos conversando. Ya se ha convencido de que jamás podré tejer una red como él, así que desiste de enseñarme. Le pido entonces hablar de su pasado y accede con gusto. En la playa, dice, no hay con quien compartir. Luego de una corta charla, comienza a bostezar. Confiesa que el calor de la tarde le agobia y deja al fin la red para huirle al sol, adentrándose en las sombras de su hogar y acomodándose entre sus paredes estrechas.

    —¡Mira qué clase de vista tengo desde aquí! ¡Cómo brillan el mar y las piedras! ¿Sabes qué es ese brillo? Exacto, es la sal, que son cristales chiquiticos. ¿Recuerdas lo que te conté, que cuando esos cristales se amontonan y les da el sol pueden cegar a un hombre? Pues es así.

    I

    Al mediodía, la salina de los Menéndez, al sur de Camagüey, parecía un desierto de arena blanca. A esa hora los trabajadores se iban a sus casas o hacían cualquier otra cosa en las cercanías, siempre lejos de aquella sal que reflejaba el sol y quemaba duro los ojos y el pellejo. Por eso mi papá y yo llegábamos a la salina un día antes y dormíamos allí hasta la una de la mañana, cuando los hombres comenzaban a meter la sal en sacos que después cargarían hasta las lanchas en la costa.

    Mi papá era de los mejores carpinteros de la provincia y sabía construir botes y lanchas de buena calidad. Por eso los dueños de la salina lo mandaban a buscar de lejos y esperaban por él cuando los botes necesitaban algún arreglo. Yo tenía nueve años y ya estaba aprendiendo su oficio, y también a pescar, mientras los hombres trabajaban. Las aguas de la salina, en verdad, no eran muy buenas para la pesca. Pero en Manzanillo, adonde llevaban el cargamento, casi siempre picaba un pez grande. Ya después, cuando llegaba el «tiempo muerto», que en una salina son las lluvias de primavera y verano, dejaba la rutina del mar y regresaba a la finca de mi abuelo materno, Don Gerónimo Pérez Vázquez, en los alrededores de Guáimaro.

    A mi abuelo no le gustaba verme trabajando. Él me peleaba: «Oiga, no me trabaje de tan chiquito, que no le hace falta. Si usted quiere dinero, yo se lo doy pa’ que se compre dulces y vaya a echar gallos». Entonces yo le contestaba: «No me mate las ganas de trabajar, Nono, que laburar es bueno», y arrancaba para los platanales a participar de la escogida de los frutos por nivel de calidad, o iba a arreglar la cerca que rodeaba la finca para que los terneros no se escaparan.

    Mi abuelo le puso a su finca La Demajagua, así, como la de Céspedes. Creo que fue en un arranque patriótico suyo porque el viejo era muy patriota, y también porque tenía mucha majagua. Ese árbol, aprovechando a mi padre, se usaba para hacer los muebles de toda la familia. No, no podía decirse que Nono fuera un latifundista; pero sí que tenía trabajadores, una tienda, una valla de gallos y tierras que pensaba dividir algún día en siete partes, una para cada hijo. Lo que más tenía eran vacas, pero también frutales y un sembrado de caña que le vendía a centrales de gente rica de verdad. A veces el transporte rentado para llevar la caña a los centrales se demoraba mucho, así que mi abuelo se hizo de dos camiones y en ellos me enseñó a manejar. 

    Cuando yo no estaba trabajando, podían buscarme en la valla. Allí me iba con mis primos varones y los peones de la finca, mientras Isabel y Elizenda, mis hermanas, se quedaban en casa con la abuela Enedina y mamá Victoria. En la valla yo apostaba y echaba a pelear mis gallos. No eran buenos, excepto por Cenizo, que era un gallo así de grande y lindo que me regaló Nono, con una cosa rara debajo de las plumas que parecía que el animal tenía cuatro alas. Pero esa fiesta se acabó, o disminuyó, cuando mi abuelo trajo un maestro del pueblo a dar clases en su casa. No recuerdo bien, pero creo que fue en el comedor donde se montó el aula. Podían ir también los trabajadores de la finca y sus hijos, pero ninguno quería o podía pagar la cuota de tres pesos mensuales que exigía el profesor. El que no tenía plata, se quedaba burro, y al final quedamos de alumnos mis hermanas, mis primos y yo.

    Yo tenía un primo, Alfredo Álvarez, que al segundo día de clases se le plantó al profesor, y le dijo: «Maestro, usted me disculpa, pero yo no puedo aprender a leer. Tráigame a mi abuelo». Cuando llegó el viejo, el primo soltó: «Abuelo, sáqueme de aquí que a mí las letras no me entran. Yo pongo cercas, ordeño vacas, corto caña, busco leña, pero no me pida leer. Mi cabeza está cerrada como un coco y estas cosas no me van a entrar nunca». Todos nos quedamos tiesos, esperando por lo que diría Nono. El viejo siempre estaba alegre, pero cuando se encabronaba ¡hacía temblar la tierra! Ah, pero esta vez se echó a reír y salió, buscó una guataca y se la puso en las manos a mi primo. «Ahora ande a trabajar. ¡Y a trabajar duro, eh, como un peón!». Eso fue lo que dijo, más nada. Yo me moría de envidia. Prefería el trabajo de sol a sol y no soportaba la escuela, pero sabía que menos iba a soportar la decepción de mi abuelo si yo dejaba el aula.

    Bafff, yo adoraba a mi abuelo, incluso más que a mis padres. Él fue el que realmente me crio. Lo que más me gustaba de él era ese espíritu de jefe con que ordenaba que comieran a todos sus hijos y nietos en Nochebuena en su casa, y después le regalaba a cada familia un puerquito para Fin de Año. Por esas fechas él también mataba alguna que otra vaca y repartía la carne entre sus trabajadores y los vecinos cercanos a la finca. Eso le dio tremenda fama. La gente lo quería y los políticos, muy cabrones, le iban a pedir entonces su apoyo. La gente votaba por el que votara mi abuelo, y él lo especulaba. Decía: «Nadie le va a negar la cédula electoral a quien le da de comer».

    Una vez, mi abuelo se propuso para concejal de Guáimaro, y lo logró sin mucho problema. Ese es uno de los mejores recuerdos que tengo de mi niñez. ¡Qué lindo Nono cuando se hizo fotografiar de traje para el cargo, con una banda con los colores de la bandera que días antes le había cosido la abuela Enedina! Creo que la política, al final, no le gustó demasiado. Él tenía que estar en el pueblo de Guáimaro, reunirse con los otros concejales de allí y esas cosas. Seguro que se le daba bien la política, pero le hacía perder tiempo y descuidar la finca, que era lo que daba la plata.

    Para cuando triunfó la Revolución yo tenía 18 años. Un poco antes se habían muerto mi abuelo y mi abuela, mis padres se habían separado y tenían cada uno una nueva pareja. Me acuerdo que lo primero que vimos de la Revolución fueron los alfabetizadores, unos muchachitos de mi edad que andaban por la zona y enseñaron a leer y a escribir a los guajiros en la casona de mi abuelo. Poquito después se hicieron las primeras escuelas, que las montaron hasta en la salina. Todo estaba cambiando. Sí, en el país, pero también en la familia. Como ya no estaba Nono, mis tíos se fueron alejando y cada cual hizo con su vida lo que le dio la gana. Uno de ellos hasta se suicidó. Se había perdido, y al tercer día apareció colgado de un gajo porque se le iba a descubrir que era bígamo y les había hecho hijos a las dos esposas. Para mantenerlas a las dos, había robado y vendido muchas cosas de mi abuelo. Después la Revolución se quedó con las tierras de la finca; o bueno, con casi todas. A mis tíos se las cambiaron por casitas y apartamentos. Mi madre, por ejemplo, terminó en Las Tunas. De la finca lo que dejaron fue una parcelita, y allí se quedó, solo y trabajando, Alfredo Álvarez, aquel primo mío al que las letras no le entraban. 

    X

    Feliciano según la mirada del autor Darío Alejandro Alemán

    Pero, ¿y por qué lo trajiste? ¿Tú eres del MININT? ¿Ni del DTI, ni nada de eso? ¿Entonces por qué lo traes? Aaaah, así que un favor. Sí, yo lo conozco, pero él hace años que se fue de aquí. Feliciano siempre estuvo un poco loco. Yo creo que es hasta alcohólico. Andaba por ahí, con su locura, y yo a veces le dejaba chapearme el jardín y le daba un plato de comida. Bueno, sí, estuvo por aquí muchos años y después, como te dije, se fue por muchos años, hasta ahora que lo trajiste. Yo lo que sé es que, por allá, atravesando todo este campo, tenía un tugurio de cartones y yaguas. No, y creo que nadie sabe bien por qué se fue. Simplemente fue así, ya, desapareció de pronto. Aunque, te digo, aquí en Santiago de las Vegas se habló de todo. Mira, hubo quien dijo que él había jugado a la bolita por alguien, que se ganó diez mil pesos y después se llevó el dinero de esa persona para vacilarlo. Hubo quien dijo también que Feliciano en verdad tenía tremendo dineral escondido, pero que le gustaba vivir así, de pobre. Yo no sé, pero de que le gusta vivir así, le gusta. ¡No jodas! ¿En Miramar? Ve tú a saber cómo el bicho ese fue a parar allá. Pero, ¿y él te dijo que venía a quedarse aquí? ¿Una casa? No, qué va. Ya te dije que eso no era casa. Nada más mira lo sucio que está y la peste que trae encima. Es más, que ahora lo toqué, así que déjame echarme hipoclorito que el viejo debe andar encendido. Pero ven, pasa para acá. Habla con mi mujer y dile que te dé un vaso de agua, que hace tremendo calor. Mantenme a Feliciano vigilado, que tengo que hacer una llamada.

    VI

    Feliciano Carbonell tejiendo una red / Foto: Cortesía del autor
    Feliciano Carbonell tejiendo una red / Foto: Cortesía del autor

    Feliciano está de mal humor. Me dice que lleva así unos días, desde que se lo llevaron detenido a la estación policial del municipio. Aquella tarde había sentido discutir fuertemente a dos hombres muy cerca de donde vive. Luego llegaron los policías, pero no parecieron hacer mucho caso a la discusión. En cambio, bajaron hasta la costa y lo encontraron a él en lo de siempre, revolviendo la basura entre las piedras. Como no llevaba mascarilla, lo subieron al auto y le hicieron pasar la noche en un calabozo. A la mañana siguiente le dieron de desayunar y lo liberaron.

    —Esos policías son unos singaos, sí, pero había uno bueno. Hay que decirlo: ese me dio un par de cigarros para el camino de regreso.

    En otras ocasiones ha estado a punto de suceder lo mismo, pero ya algunos policías de la zona lo reconocen y le permiten andar sin mascarilla. Él agradece que sea así. Lo único que desea es, confiesa, que lo dejen vagar en paz.

    Feliciano a veces dice «vagar», como si reconociera implícitamente su status de vagabundo. Sin embargo, el gobierno cubano prefiere llamarle «persona con conducta deambulante». Las «personas con conductas deambulantes», advierte el gobierno, son una «comunidad protegida» a la cual se destinan fondos estatales para tratamientos de salud y reinserción social. Según cifras oficiales, solo en La Habana existen 244, la mayoría hombres, casi todos entre 41 y 59 años de edad. Feliciano tiene 79 y es muy probable que todavía no integre estas estadísticas. Tampoco ha recibido apoyo de ningún programa social. Excepto para algunos vecinos y trabajadores de centros laborales cercanos que en ocasiones le regalan agua, comida y ropas, Feliciano Carbonell no existe.

    —Tengo un lote de zapatos bastante bueno. Los más rotos están aquí, pero los otros los tengo escondidos, no vaya a ser que me los roben también. Por suerte, la ladrona de la tajada en la cara no ha vuelto. ¿Tú has visto a la hijaeputa esa? —pregunta, y le contesto que no, aunque sí he averiguado por ella.

    Cuenta un vecino que, poco antes de llegar Feliciano, esa mujer de mediana edad y con una cicatriz en un costado de la cara vivía en los túneles de la costa. Un día dejó de habitarlos, pero no por eso dejó de frecuentar el lugar, de donde recoge jarrones, estatuillas, cestas y herrajes que los devotos yorubas dejan a sus santos, para luego venderlos por unos pesos a las tiendas de artículos religiosos de la capital.

    —Coño, negocio redondo —me dice divertido—. Por cierto, ¿en qué parte nos quedamos de mi historia?

    II

    Sí, ya recuerdo, en que a mi madre le dieron una casa en Las Tunas. Bueno, allá se fue ella con mis hermanas, tuvo otro hombre y le parió. Yo me fui con mi papá a Colino porque se me metió en la cabeza que, como los dos éramos buenos con la madera, podíamos abrir una carpintería. Mi papá tenía otra esposa que no me soportaba. Me acuerdo que por todos lados me dejaba brujería, trabajitos que hacía para que me fuera de allí. Y un buen día me acusó de robarme unos pollos y convenció a mi papá para que me corriera de la casa. Yo lo detesté, más que a ella, por débil y traicionero. Y así terminé en Las Tunas, con mamá Victoria, Isabel y Elizenda, haciendo de carpintero en la construcción. A mi papá jamás lo volví a ver.

    Allá estaba en algo parecido a una brigada. No me preguntes el año, que no soy bueno para eso. Solo tengo claro que a inicio de los setenta empezaron a exigir expedientes y calificaciones laborales hasta para limpiar pisos. Tuve que pasar un curso y me reconocieron como carpintero «A», o sea, de los mejores. El otro año que recuerdo es 1982, cuando me fui a Angola.

    Los ochenta fueron buenos años, los mejores. Un vecino, amigo de mi madre, me recomendó para la UNECA [Unión de Empresas Constructoras del Caribe], y así me vine a La Habana. Ya yo me había casado y tenía dos hijos, una hembra y un varón, pero no los traje. Me dejé de mi mujer, porque quería estar solo, vivir solo. No, no me arrepiento. Mujer era la que tenía al lado en ese momento y ya, hasta que decidiera cambiar de rumbo. Pero mejor dejemos eso.

    Mientras estuve en La Habana trabajé en la construcción, pero me llamaron para África. Cumplí misión tres veces, pero en ninguna llegué a pasar más de un año. Fui con un grupo de constructores, todos tuneros. El avión que nos llevó hizo escala en España y luego aterrizó en Luanda. Adentro íbamos vestidos de civiles, pero en cuanto pisamos Angola nos recibieron con uniformes militares. Y yo me dije: «¡Ahora sí que me jodí! Los hijoeputas estos me van a dar un fusil y van a mandarme a la guerra». Pero no fue así. Jamás escuché un disparo ni estuve en batalla. Lo nuestro era construir, adaptarnos a la peste tremenda de aquel lugar (que lo hicimos) y hacerlo todo rápido y bien, para ganarnos nuestras vacaciones. No te voy a decir que la pasé muy mal, porque Viana, el municipio en que estábamos, da al mar, y allí a veces me metía con la gente para conseguir pescado. Además, había negras muy lindas. Jejejeje. Pero sí, trabajamos mucho haciendo unas plantas para el ensamblaje de carros y de equipo militar. Yo había ido como relevo, por eso también estuve solo cuatro meses esa primera vez. Después regresé y me albergaron en las últimas plantas del edificio Nueva Isla, por el parque El Curita, donde metían a los de provincia de la UNECA. También trabajaba construyendo cosas aquí. Laburaba mucho y no pedía ayudante. Claro, sin ayudante cobrabas más, igual que si hacías el trabajo en tiempo récord. Por esa época se pusieron de moda las barbacoas. ¡Todo el mundo quería una! Y a mí se me prendió el genio y me dediqué a hacerlas por todo Centro Habana y Habana Vieja, usando la madera que sobraba de las obras estatales. ¡Muchacho, en el invento hice plata, y la vacilé! Muy buenos tiempos, te digo. Ya después vino el segundo llamado a Angola, que fue igual que el primero: unos meses encofrando y para La Habana. Lo único nuevo fue que, de regreso, se me chivó lo de las barbacoas. Ah, y que me dieron una casita larga, pero estrecha, en El Rincón.

    XI

    ¡Yo me he quedado fría! Debe hacer casi diez años desde que Feliciano se fue, o no, quizás un poco menos. Mi hija era una niña y no sé si se recuerde. ¿Mimi, tú te acuerdas de Feliciano, el viejito que venía a trabajar aquí? Ah, mira, se acuerda. Sí, él venía y chapeaba el jardín. Mi esposo y yo le dábamos un plato de comida o cualquier cosa. Él es bueno, un viejo bueno, pero está un poco loco. Ahora que lo dices, creo que sí, que trabajaba en algo de una cooperativa cercana. Cuando yo tuve a la niña, Feliciano a veces venía con plátanos y me los regalaba para que le hiciera purés. Pero no sé si tenía casa. Supongo que la tenía, porque siempre andaba en esta zona de El Rincón. Muchacho, eso nadie lo sabe. Dice la gente y la gente tú sabes cómo es que Feliciano jugó la bolita por alguien y se ganó diez mil pesos, pero que se los quería quedar y por eso lo habían matado a puñaladas. Yo ni lo creí, ni no lo creí, porque lo cierto es que desapareció sin decir nada. No tengo idea si tenía o no familia aquí. Aunque una vez, no recuerdo si fue unos meses antes de que desapareciera, vino un familiar suyo. Creo que quería llevárselo a provincia… En fin, que no tengo idea. Lo que sé es que él se quedó y el familiar se fue.

    VII

    Feliciano en la costa / Foto: Cortesía del autor

    Hace unas semanas, mientras una tormenta tropical apenas rozaba La Habana, Feliciano fue invitado, por los custodios, a refugiarse en los bajos de un edificio cercano, perteneciente a la compañía CIMEX. Aunque en la noche llovió e hizo algo de viento, la marea no subió lo suficiente como para inundar los túneles. Feliciano igual agradeció el gesto a los custodios, y ahora los visita de vez en cuando para que le rellenen pomos con agua fría o para pedirles cigarros y con qué encenderlos. Uno de ellos le regaló una fosforera, pero hace poco se rompió y ahora no tiene cómo fumar sin salir de la costa. En la vida reciente de Feliciano estas cosas son, por lo general, sus únicas preocupaciones.

    —Sí, pero también hay otras como, por ejemplo, ver cómo remodelo esto para que no me entren a robar más. Tengo que organizar lo que tengo tirado por aquí adentro, recoger las piedras y tapar las entradas…

    Justo ayer pensaba ponerse manos a la obra, pero amaneció con un fuerte dolor de barriga y ganas de vomitar. La causa del malestar fueron unos pepinos encurtidos que encontró, según él, metidos en un frasco de cristal sellado. Hoy, ya mejor del estómago, iba a comenzar su faena, pero una agradable sorpresa lo ha disuadido. Alguien le regaló una fosforera nueva esta mañana, hecho que coincidió felizmente con la aparición de unas gallinas decapitadas en la costa, de seguro ofrendas para los santos yorubas. Feliciano no piensa perderse la oportunidad de comer carne. Me pide que llene de agua salada un tiznado caldero de hierro y que lo afinque bien sobre dos rocas mientras él amontona debajo algo de hierba seca, telas y los restos de una cesta de mimbre que más tarde arderán. Después se va con las gallinas a la orilla, las despluma a tirones, las lava y las coloca en el caldero.

    —Te invito… ¿No? Bueno, no importa. Claro, vamos a hablar. Pero después, si te embullas y te apetece, puedes venir a comer.

    III

    Mis segundas vacaciones de Angola las pasé de visita en Las Tunas, con mi mamá y Elizenda, porque Isabel se fue a trabajar a un central en Camagüey. Pero no pienses que disfruté mucho, porque a los seis días un amigo me dijo que tenía un trabajo para mí. Era en Moa, en las minas de níquel, donde hacían falta carpinteros encofradores. La paga era bastante aceptable y yo, además, estaba bien recomendado por haber sido internacionalista.

    En Moa había mucho polvo y la tierra era colorá, que se te metía por todos lados y empercudía la ropa. También había mucha gente. Incluso, mucha gente del Campo Socialista: ingenieros, mecánicos, químicos. Bueno, allá me ofrecieron un cuartico donde me garantizaban el desayuno y la comida, pero lo rechacé. Prefería irme a casa de un amigo, carpintero también, de mis tiempos en Las Tunas. Cuando no dormía allí, la pasaba en casa de la hermana de un cuñado mío que tenía un bayú armado en la zona. Sí, chico, un bayú: un lugar para templar guajiras, donde se metían hasta los soviéticos.

    Mi trabajo consistía en dos obras: encofrar una rampa fuerte y grande, por donde iba a correr el níquel, y lo mismo para una escalera de caracol que rodearía un horno. Lo hice en tiempo récord junto a varios hombres, entre ellos mi amigo. No era entretenido, pero de cosa en cosa tuve mi mujer por allá y hasta hice de padrastro, pero no estaba para eso. Lo mío era trabajar sin descanso. Quizás por eso, cuando terminé, cogí el dinero y decidí que dejaría la construcción para siempre. Sí, nunca más; a fin de cuentas, sabía hacer otras cosas y ya estaba cansado de lo mismo. Me ofertaron otros trabajitos en Moa, pero también dije que no. ¿Sabes qué quería? Ir al mar. No, no fue «porque me dio por eso»; simplemente me gustaba la vida del pescador, como los que conocí cuando viajaba de la salina a Manzanillo.

    Fui a la zona que conocía: la costa sur. Me contraté en una base pesquera al sur de Jobabo, muy cerca de la caimanera de Sábalo. Oh, sí, la pasé muy bien allá. Los de la base salíamos a pescar en botes con y sin motor, y allí mismo dormía yo, dentro del bote. Era entretenido. Una vez capturé un flamenco, otra participé en la caza de un cocodrilo grandísimo que tenía a un guajiro de allá hasta la coronilla, porque cada cierto tiempo se zampaba a uno de sus animales. La comida, que es lo más importante, no faltaba. ¿Cómo iba a faltar, si aquella época fue la mejor de la Revolución? Poco después vino el hijoeputa de Gorbachov y la jodió, pero hasta ese momento yo comía de todo. Fíjate tú que allá en Sábalo se hacían hasta fiestas. La base la dirigía el teniente coronel Silva, que casi nunca estaba allí, pero algún que otro día llegaba con su señora en un «yipi» y se llevaba pescado para su casa. Otras veces venía solo, con ron y cajas de cerveza, y entonces era que se armaba la fiesta y tomábamos y comíamos todos. No, no me gusta beber… o, bueno, bebo como cualquiera: solo cuando hay algo que celebrar.

    Con mi tercer llamado a Angola; ahí terminó mi aventura en la base. La verdad, nunca debí irme de allí, pero, no sé cómo, me localizaron y me dijeron que fuera a Las Tunas, que de allá me llevaban a La Habana, y de La Habana a Angola. Chico, nada, fue lo mismo que las veces anteriores. Trabaja, trabaja, trabaja. Eso sí, trabaja en este lugar específico, porque había otros por donde no podías ni asomarte. Las minas, por ejemplo. Igual, fueron unos meses, pero insoportables. Recuerda que como yo no quería saber más de construcción me di baja de todo eso también. Cuando me llevaron al aeropuerto para venir a mis vacaciones, dije muy serio, haciéndome el encabrona’o: «Si yo me monto en el chivo volador ese, tengan por seguro que no vuelvo más». Y no volví.

    XII

    Oiga, venga acá, que nos avisó el vecino de aquí que trajeron a un deambulante. ¿Dónde está el viejo ese? Ah, ese. ¿Usted fue el que lo trajo? Bueno, permítame su carné de identidad. No, no se lo vamos a devolver hasta que se resuelva esto. ¿Usted no ve, compadre? Yo soy el jefe de la Policía que atiende el consejo municipal y el compañero acá es el jefe de sector. A ver, deme su documento. Pero tú no eres de aquí. ¿Y entonces por qué carajos trajiste al viejo? Así que un favor, ¿no? No se puede estar haciendo tanto favor, porque después te metes en candela. ¿Usted no sabe que uno no puede estar acercándose a… gente así? Esa gente transmite enfermedades. ¡Ve tú a saber si ese viejo trajo el coronavirus pa’cá! A ver, espérese un momentico para anotar sus datos. Ya. No, le dije que no le voy a devolver su documento hasta que esto se aclare. Así que voy a preguntar otra vez… ¿Por qué lo trajo…? ¿Y usted le creyó? ¿Usted no se da cuenta, nada más por la pinta que tiene, que ese viejo está loco y no tiene casa, ni tiene nada? A mí no me importa. Usted está violando una ley al traer a ese hombre acá. Sí, una ley, porque, fíjese, hasta a nosotros, la Policía, nos han prohibido subir a ese tipo de gente en las patrullas. ¡Esa gente son vectores! Sí, claro, yo estoy de acuerdo con eso de que son seres humanos, ¡pero también son vectores! Mire, yo no voy a discutir más. Usted está en un problema y ahora mismo vamos a ver qué hacemos con usted y con ese viejo. ¿Cómo me dijo que se llamaba? Anjá, Feliciano qué. Car-bo-nell. Perfecto. Vamos a ver al viejo.

    Mi padre, dígame una cosa, ¿qué usted hace acá? Una casa… sí, pero dónde. Espérese un momento, para anotar la dirección. ¿Usted está seguro de que vive aquí? Porque a mí me dijo un vecino que no. ¿Usted no vive en Playa? Bueno, deme su carné. Jajajaja. ¿Cómo que se lo robaron? Jajajaja. Espérese, que ahora mi compañero lo tira por la planta. Dígale su nombre y dos apellidos.

    Hummmm… Esto está muy raro. Oiga, le dije que no le iba a dar sus documentos hasta que esto se arregle. A ver, vamos a la dirección que él dice, que no está lejos. Usted cargue con él y síganos. Vamos a hablar con el Delegado de aquí.

    Sí… Buenas, Delegado. Mire, me hace falta un favorcito suyo. Míreme bien al viejo este y dígame si lo conoce, si él ha vivido aquí. Dice que se llama Feliciano, Feliciano Carbonell. ¿No? Pues, mire, que por todos lados aparece que esta de aquí es su casa. Ah, ya se acuerda. ¿Y hace cuánto que se fue de aquí? Coño. Venga acá, y esa de ahí es la familia que vive en esta dirección, ¿no? ¿Y no son familia del viejo? Uffff. Déjame ver cómo arreglo esto.

    Familia, acérquense un momentico. ¿Ustedes conocen a este señor? ¿No? Mira tú qué clase de enredo ha traído el viejo este. No entiendo nada. ¿Qué? Claro, Delegado, ahora voy. Los demás espérenme ahí.

    Ya. Mire, compañero, tome su carné y arranque con el viejo ese para donde sea que él esté viviendo y suéltelo ahí, donde se lo encontró. Parece que de seguro alguien le hizo… ¡Oiga, viejo, cállese la boca, que yo soy la Policía, eh!… Le decía: lléveselo de aquí ahora mismo. ¡Qué dirección ni dirección! Al Feliciano este seguro que alguien le hizo el favor de inscribirlo aquí, o no sé, pero se nota que ese viejo no tiene casa. Así que, vamos, vaya para su municipio y no me traiga más a ese señor. ¿Está claro?

    VIII

    Túnel donde vive Feliciano / Foto: Cortesía del autor

    Feliciano, al fin, ordenó un poco su hogar, o eso dice. Aunque en los pasillos interiores de los túneles siguen los cúmulos de escombros, telas y zapatos, lo cierto es que en una de las entradas ha puesto como techo un plástico delgado, desde el que caen tres de sus redes como cortinas, y a los lados, unos nylons negros para bloquear la luz del sol. También me cuenta que ya tiene espacio para ocultar de los ladrones la goma de camión con la que piensa lanzarse a pescar.

    Cambió ese neumático por un centenar de frascos de cristal que llevaba tiempo almacenando. Este tipo de canjes son comunes en la costa, donde confluye una suerte de comunidad de recogedores de «materias primas» y cualquier otro tipo de desechos reutilizables. De todos ellos, solo Feliciano pernocta en el lugar, por eso algunos le dan a cuidar sacos de botellas con los que no pueden cargar o le encargan varas de hierro a cambio de cigarros o algún objeto muy preciso que él necesite. 

    —Con esta goma ya puedo levantarme bien temprano y tirarme al mar a pescar. Entonces, fíjate, tendré pescado para comer y para vender. Ser pescador es lo mejor del mundo, muchacho —dice, y comienza a revolver el desorden de trapos que tiene a un costado. Finalmente, da con un libro muy grueso de cubierta roja que resulta ser una Biblia para niños, escasa en letras y abundante en ilustraciones coloridas.

    —Déjame buscar, déjame buscar… aquí. Escucha. «En-tre los diiiiscípulos de Je-sús ha-bían pescadores. Él los lla-mó para con-ver-tir-los en pescadores de hom-bres.» ¿Viste? Desde esa época los pescadores son importantes. Él pudo haber escogido herreros, soldados, sacerdotes. Pero no; escogió pescadores.

    A Feliciano nunca le gustó leer, sin embargo, confiesa, desde que vive en la costa ha comenzado a interesarse por los libros. Entre los túneles abundan textos de todo tipo, desperdigados. Desde publicaciones médicas sobre los peligros de la diabetes y sus tratamientos (que sorprendentemente ha memorizado) hasta cuadernos escolares y revistas Bohemia.

    También guarda en un rincón un montoncito de semillas con las que piensa hacerse una huerta en algún terrenito cercano.

    —Deja que yo monte la huerta. Ahí sí que no me va a faltar nada. Pero eso demora, y necesito vegetales ahora. Por eso quisiera pasar por mi casa. En Santiago de las Vegas se resuelve de todo, o por lo menos vegetales. Yo tengo amigos allá, pero hace mucho que no voy y ya no sé en qué andarán. ¿Tú me podrías llevar?

    IV

    Cuando regresé a La Habana no tenía trabajo. Estaba un poco solo, aunque mi hijo varón, el que dejé cuando vine por la UNECA, estuvo viviendo cerca de mi casa por un tiempo antes de irse a Matanzas, donde debe estar trabajando ahora. Yo estaba bien solo, eso lo aguanto y hasta me gusta; pero estar sin laburar, eso sí que no. Por suerte conseguí que me aceptaran en una cooperativa, la «José Martí». Pero no sé qué problema hubo con el jefe de la cooperativa creo que de robo que lo botaron y me fui a la cooperativa de al lado, la «Jorge Dimitrov». Allí lo que hacía era escoger frutos, cargar cosas, alguna que otra vez me encargué del regadío y hasta hacía puré de tomate y lo envasaba en botellas de cristal. Trabajaba mucho e iba a las reuniones de la cooperativa, pero oficialmente nunca fui un cooperativista. O sea, no tenía salario. Creo que debieron pagarme, pero entonces yo estaba bien porque me gustaba lo que hacía, conseguía la comida gratis y me daba tiempo para hacer otras cositas, como cuidarle la casa o chapearle a un vecino muy amigo mío. Pensándolo bien, la cooperativa debiera pagarme por esos años.

    Luego sucedieron dos cosas muy tristes. La primera, que mientras cargaba unas tuberías de regadío me caí al piso con las piernas rígidas. Me dolían mucho, y eso que yo no soy de andar quejándome. Los cooperativistas me llevaron rápido para el Hospital Nacional, donde un doctor me atendió muy bien, pero les dijo a mis compañeros que yo no podía trabajar más. No recuerdo bien, pero era artrosis no sé qué. Supuestamente iba a empeorar, pero no sucedió. Solo mírame aquí, vivito y coleando, caminando mucho y sin que me duela nada. Pero en aquel momento estaba asustado, y mis compañeros más, por lo cual me dijeron que no podía hacer más nada en la cooperativa. La segunda noticia triste fue la muerte de mi hermana Elizenda. Eso fue lo que me hizo volver a Las Tunas.

    Yo hacía mucho que no la veía. Cuando llegué, me dijeron que llevaba años loca, loca de verdad. Su marido era un tipo muy violento, y su hija, rebelde, se fue de casa siendo muy jovencita. Para colmo, su hijo también le salió violento. La maltrataba, o eso me dijeron. Elizenda murió de un golpe en la cabeza. Dicen que después de haber tropezado y rodado por una escalera. Poco después, murió mi mamá, que ya estaba muy viejita. Ahora sí que estaba solo, porque su hijo, mi medio hermano, no me dejó quedarme en la casa. Primero fui a casa de mi sobrina, la hija de Isabel, que para entonces se había ido a España, casada con un médico español. Pero a mí no me gusta ser una carga, así que anduve por ahí. Sí, por ahí, durmiendo aquí y allá, recogiendo materia prima, ayudando en un matadero de puercos. De vez en cuando iba a ver a mi sobrina y las últimas veces me enseñó desde el aparatico ese sí, el celular las fotos de Isabel en España. Isabel, que no sabía de mí desde hacía muchos años, pensó que yo estaba muerto, pero cuando me vio se puso contenta. Entonces me mandó unas ropas con alguien, que mi sobrina metió en un maletín. 

    Después vino la enfermedad de mierda esta, el coronavirus, y un día la Policía me cogió en la calle y me mandó para el Palacio de Pioneros. El Palacio de Pioneros es eso, un Palacio de Pioneros, pero lo comenzaron a usar para meter a la gente sin casa. Para que entiendas: era un albergue de viejos que recogían de la calle. Bueno, creo que fue un mes o dos los que estuve allí, con desayuno, almuerzo y comida, hasta que vieron que yo vivía en La Habana y tenía casa aquí. Entonces me montaron con dos o tres más en una guagua, con nuestras pertenencias. Dijeron que nos llevarían a nuestras casas, pero la guagua nos dejó a todos en el mismo lugar: la estación de ómnibus. Quedaron muy mal, porque yo no tenía un centavo y ni siquiera había transporte en La Habana. ¿Qué hice? Pues, ¿qué podía hacer? De repente estaba allí, solo, con mi maletín en la mano y sin saber a dónde ir. Caminé un poco, y fue cuando sentí ese olor a agua salada y el ruido de las olas. Decidí que quería vivir cerca del mar; que, para lo que le queda a uno, con eso lo tenía todo para ser feliz. Seguí andando por el Malecón hasta llegar a aquí, y entonces pensé: este lugar es perfecto.

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    Darío Alejandro Alemán
    Darío Alejandro Alemán
    Nació en La Habana en 1994. Periodista y editor. Ha colaborado en varios medios nacionales e internacionales.
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