Juan Carlos Borjas, fotógrafo cubano, viajó al sur de África a fines de los 80 para unirse al contingente cubano (1975-1991) en la «guerra de Angola». Allí fotografió y grabó en video a las tropas isleñas, la vida de campamento, las caravanas, los diálogos de paz… Allí rozó, cámara en mano, los destinos de miles, millones de niños, mujeres y hombres entregados a una existencia dura y, aparentemente, ajena al tiempo que pautan los relojes de muñeca en otras partes del mundo… Allí vio la sabana, la selva, el desierto, el mercado populoso y la costa de los peces y los pescadores… Allí constató por igual los íntimos, los vastos, y siempre pavorosos, desastres de la guerra… A continuación, la cuarta y última parte de esta serie en El Estornudo: un vistazo al horror, la cicatriz, la muerte y también la tregua que se confunden y se deslindan bajo todos los fuegos.
¿De qué momento de la guerra, y sobre todo de la participación cubana, fue usted testigo en suelo angolano?
Culminaba la confrontación en Cuito Cuanavale y las tropas cubanas se movían más al suroeste, a casi 100 km de la frontera con Namibia, para hacerle frente a una posible penetración del enemigo. Así sucedió un poco más tarde. Mi trabajo terminó con la retirada de las unidades de combate cubanas del Sur hacia Lubango y hacia el puerto de Namibe, donde eran embarcadas para Cuba. Permanecí casi un mes en Luanda, y desde su puerto embarqué hacia la isla, trayendo parte de nuestros equipos de filmaciones y fotográficos. Documenté las actividades que se realizaban en la motonave con unos 1200 soldados que terminaban su misión. Navegamos 21 días a través del Atlántico: un viaje de relajación y de añoranza por los amigos que quedaron atrás y por una experiencia que jamás he podido olvidar.
En las imágenes hay varias en las que se ve a cubanos junto a sudafricanos, quienes a todas luces eran enemigos en aquel conflicto…
Fue un momento único cuando llegamos al borde del complejo hidroeléctrico de Ruacana y, desde el helicóptero en que viajábamos, observamos medios de combate y un número de efectivos que, en perfecta formación, acompañaban a un alto jefe sudafricano que saludaría al jefe superior de Cuba y Angola. Todo transcurrió a toda velocidad y solo alcanzó el tiempo para filmar un instante: nuestro H nunca tocó el suelo polvoriento y se retiró de inmediato. Nos vimos rodeados por muchos hombres vestidos de marrón, altos y fornidos; uno se acercó y nos dijo en ingles que montáramos en un vehículo y siguiéramos la caravana. Íbamos en el medio, no veíamos nada por el polvo hasta llegar a un cruce con dos banderas; a partir de ahí había asfalto y estábamos dentro del territorio de Namibia. Llegamos a un campamento donde había de todo: una carpa sofisticada solo para la prensa, y ahí fue la otra historia. Allí no podíamos portar armas, solo las cámaras.
Ellos nos percibían como gentes malas, vándalos; al principio nos trataron de sacar información (hablo de los reporteros que allí estaban). Conversábamos de temas relacionados con nuestros oficios. Nos veíamos día a día y llegamos a volar largas distancias en aviones Camberra y helicópteros Puma de ellos. Al final solo nos relacionamos los fotógrafos y camarógrafos; jamás hablamos con altos jefes. Ellos hablaban a puerta cerrada y nosotros solo teníamos acceso cuando firmaban algún documento.
Los que chapurreábamos el inglés hablábamos un poco con los sudafricanos; nunca le cobré a mis tres colegas cubanos un kilo por la traducción. Allí los que filmaban con cámaras de video Betacam, se encrespaban conmigo por el ruido que hacía mi Arriflex II c de 35 mm; aunque tenían razón, yo me defendía a toda costa. Los almuerzos eran estupendos, tenían chef de alta cocina y un bar de barra abierta; yo no tomaba cerveza, pero el calor sofocante sí lo combatía con mucha Coca Cola sudafricana y holandesa.
Un día, mientras esperábamos un avión para volar hacia el este por la frontera, me detuve en un taller dentro del sofisticado aeropuerto de Ruacana, donde reparaban tanques y blindados Kasspir y Ratel. Todos los mecánicos eran negros, a mi sonidista y a mí nos miraron de modo raro; hablaron en su idioma y nos retiramos.
Al fin llegó el viejo Camberra; ellos montaron mucha cerveza y al final subimos nosotros; solo me tomé una y el resto del tiempo, hasta Runtu, me dediqué a fotografiar y filmar los ríos que sobrevolábamos, por cierto, llenos de caimanes inmensos. Hicimos muchos vuelos con ellos creando puntos de frontera entre Namibia y Angola; nunca los helicópteros cubanos cruzaron la frontera, tampoco los sudafricanos hacia Angola; los angolanos sí lo hacían (por cierto, eran bien locos, pero tremendos pilotos; con algunos hice excelente amistad). Siempre hubo cierta distancia entre los sudafricanos y nosotros… Un día, ni cuenta me di, ya no estaba en la frontera; estaba en Cuba mirando las fotos que allí hice…
¿Cuál era la percepción de los cubanos destacados allí por entonces sobre la guerra y sobre el papel de Cuba en la misma?
Creo que a nadie le gusta ir a la guerra porque sabe que deja a los seres queridos y que puede que no lo vuelvan a ver más. Unos pocos desertaron o enfermaron de tristeza o hastío. El cubano ha demostrado a través de la historia que conoce el valor de una patria, y eso fue lo que a la mayoría los impulsaba en esa contienda; sabían que un país amigo necesitaba apoyo. Nadie quería saber que niños y mujeres morían inocentemente; los cubanos siempre hemos sido solidarios.
En resumen, ¿cómo cree que la guerra en Angola influyó en su vida posterior?
Primero, me enseñó a ser mejor reportero, y a conocer las personas no por amistad o afinidad profesional, sino por jerarquías políticas y status social. Me enseñó a ser mejor compañero, más solidario, a valorar mucho la responsabilidad personal y a respetar la ajena. Puedo decir que antes de ir a la guerra era uno y después he sido otro; ahora tengo un oído dañado, la columna cervical destrozada, ya no puedo hacer los ejercicios de antes. La guerra también me enseñó a ser más orgulloso, sobre todo con mi obra personal; más intransigente con lo mal hecho y con la injusticia humana; más extrovertido, intuitivo y crítico con todo lo que me parece negativo.
Hoy me cuesta muchísimo trabajo salir a la calle, estar en lugares donde hay tumultos; constantemente sueño con los aviones, con invasiones a nuestro país; sueño cosas raras. Allí desafié a la muerte, hoy sueño con la muerte; hoy solo quiero estar viendo mis fotos o trabajando en ellas. La guerra cambia a los seres humanos, sea para bien o para mal, pero nos cambia. No debió existir nunca.
(…)
Si debo señalar algo… sería que, después del trabajo que todos realizamos allí, de jugarnos la vida, de ayudar a armar esa historia que muchos conocen por los documentos gráficos que supimos hacer allí, no se nos valore al nivel que debiera ser.
(…)
En Angola dedicaba la mayor parte del tiempo a cuidar las cámaras y a organizar muy bien lo que debía o me interesaba hacer… Soy sincero, mi mayor contradicción allá fue no poder ir a lugares que quería conocer. Quién sabe la razón por la que me lo negaban. Si tuviera que hablar solo de Fotografía, no me agotaría tanto…; pero esto me ha servido de ejercicio para recordar…. Gracias por estas preguntas y por valorar parte del trabajo fotográfico que he guardado desde entonces.
(Fotos y testimonio de Juan Carlos Borjas).
Excelente trabajo, FELICITACIONES al corresponsal de guerra Juan Carlos Borjas cuyo trabajo nos ayuda a conocer un poco de historia. Gracias también a El Estornudo.
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