El pervertido tiene cara de tímido

    Es verdad. Aun cuando casi siempre estoy solo, me acompañan los gemidos, los gritos, el sonido de los cuerpos cuando chocan. El chapaleteo de las lenguas cuando besan.

    Escucho a mi vecina pedir que le den más, que le abran más el hueco, que se lo ensanchen. 

    Media hora después se publica en el medio digital El Estornudo mi más reciente texto. Recibo esto por Messenger: «Tú lo único que sabes hacer es exponerte, ser un exhibicionista, tú nunca has escrito. Eso de escribir en agendas, escribir diarios es de mujercitas, de maricones. Tú lo que eres es un enfermo mental». 

    El perfil que me ha escrito no tiene foto. El mensaje no me ofendió. Probablemente es verdad que soy un exhibicionista. ¿Pero tiene algo de malo la escritura de lo íntimo, la que no ficciona? ¿Tiene algo de malo hacer el estriptís, si en frente tengo un público que aplaude o rechaza?

    Cerca de la rotonda de La Ciudad Deportiva en La Habana, en el bosque que está a un lado de la Avenida Boyeros, unos hombres buscan ser mirados, se masturban en colectivo, no se miran entre ellos, se masturban a plena luz del día. En muchas ocasiones me inventé ir por esa zona; mis pies me llevaron a esos árboles, como si mis pies fueran autónomos y yo no me percatara de nada. Sé que era una estrategia de mi mente para evadir la vergüenza por lo que en realidad quería (quiero hacer). De más está decir que al llegar al sitio disfrutaba muchísimo de la humedad del bosque, de la adrenalina que se respira en el lugar. Una franja de bosque al lado de una avenida despoblada. La imagen que conservo del lugar es la de varios hombres de diferentes estratos sociales haciéndose pajas debajo de los árboles. Aquellos hombres no buscaban tener sexo, ni siquiera llegar al orgasmo. Aquellos hombres movían rápido sus manos, sus penes entre los dedos; cubrían y descubrían las cabezas: el glande. Los negros no son los únicos que la tienen grande. Allí vi tres hombres aparentemente blancos con unos penes prominentes. Uno de ellos estaba vestido de médico; seguramente tenía su consulta en el hospital que está cerca, sobre la Avenida 26, rumbo a Nuevo Vedado. 

    Hace ya cuatro años que no vivo en La Habana; no dejo de pensar en esas escenas. No se trata de personas que no fueron a la universidad, como muchos dicen, o que no tienen parejas: se trata del deseo de exhibirse, de ser observados. 

    Recuerdo todo esto cuando entro a Twitter, el espacio público virtual donde algunos hombres y mujeres se muestran a diario para sus seguidores. No sé si el exhibicionismo sigue siendo catalogado como una desviación sexual. Si así fuera, son —somos— muchos los enfermos en esa red social. 

    Algunos de los hombres que frecuentan el bosque habanero, tienen sexo entre ellos, pero no me interesan por el momento. Los glandes rosados o morados, la delicada piel que brilla por la saliva que se ponen una y otra vez. Yo también me humedezco sin tener que majármela. 

    Ha pasado mucho tiempo para que pueda escribir esto, sin omitir palabras, sin utilizar metáforas, sin amanerar las imágenes. Como si la escritura tuviera que llegar a una mayoría de edad. Ahora puedo hablar sin tapujos, sin que me tiemble la mano, la lengua. Ahora puedo entrar a Twitter y mirar sin pudor, sin excitarme tan fácilmente; el sexo sin carga adicional.

    Una mujer se mete un enorme consolador de silicona. Lo mueve pendularmente, es traslúcido, tiene un aditamento que ella activa para que suelte un líquido blanquecino que simula el semen. Nunca antes había visto la tecnología del placer. La mujer gime exageradamente; muchos creerán que le duele, pero no es así. A mí no me engaña. Ella puede con eso.

    La cámara hace un primer plano al sexo de la mujer; una deforme protuberancia, es de un rosado intenso la comisura, al igual que muchos glandes, como las flores que a diario pinto. Esas flores ingenuas que tanta incomodidad provocó en el hermano de mi padre. Las flores se elevan en la cartulina comprada al por mayor en un almacén económico. Las flores siempre me han parecido sexos femeninos abiertos esperando ser olfateados. Pintar flores es pintar lo hembra.

    Parece tener algo de malo recoger los días: no alterar lo vivido, escribir aquello que exactamente se vive. Son más aceptadas las escenas de asesinatos. En los noticieros se habla y se muestran imágenes de cuerpos desmembrados en algún almacén de víveres en las afueras de la ciudad. Sin pudor, sin censura. En cambio, se teme aún hablar de sexo. Incluso mis amigos, que se supone deberían tratar el tema con naturalidad, creen que hablar de sexo es encarar la maldad, la perversión. No lo dicen así, pero lo piensan. 

    Foto: Cortesía de Alberto Garrandés
    Foto: Cortesía del autor

    Voy en un bus, voy a entregar un cuadro, voy a casa de C., que es actor. Desde hace tres años me han fascinado los actores: los personajes, más que las personas. Las personas son aburridas, predecibles, uniformes, políticamente correctas. Los actores son las personas que más cerca están, al menos profesionalmente, de los personajes. Llevo debajo del brazo una carpeta confeccionada con el cartón de una caja de manzanas. La fruta se cultiva en la sierra de Riobamba, Ecuador; promociona el producto la típica imagen: un campo verde, unas casitas dispersas sin jardín, unos campesinos que al parecer se alistan para recolectar la fruta roja, redonda. 

    A mi lado va un estudiante universitario que cursa una carrera de humanidades, Literatura o Historia; mira fijamente la pantalla de su celular, trae audífonos. Suelo ser indiscreto cuando algún extraño cerca de mí trae un libro y lee, algo que sucede muy poco en Quito. Intento cualquier maniobra para descifrar el título del volumen, su autor. Igual entra en mí esa inquietud cuando veo gente que mira concentrada la pantalla del celular; un nerviosismo invade mi cuerpo, tengo que saber qué es lo que roba la atención de esos sujetos. Algún sicoanalista dirá que es complejo de inferioridad, porque me siento desplazado por un libro o un video.  

    El chico abre la aplicación de Twitter: sigue al mismo actor porno brasileño que yo sigo. El muchacho disfruta del video; sabe que cuenta con mi consentimiento, sabe que disfruto igual que él. En el teléfono un hombre trigueño, musculoso, se pasea en boxer, por una habitación con baño lujoso. Se acerca a unas grandes ventanas de vidrio que ocupan casi toda la pared; mira al famoso barrio de Copacabana en Rio de Janeiro. El hombre está descalzo; tiene unos dedos apetecibles. El hombre se baja el calzoncillo y empieza a masturbarse viendo la hermosa ciudad, tan fotografiada y grabada en películas y videos clip.

    El estudiante sale de la aplicación. Detrás de nosotros no hay nadie, por suerte. Escribo sin utilizar filtros, escribo como si solo anotara momentos, como si se tratara de una receta, los ingredientes de un plato. Es una mezcla de fascinación y horror. Una combinación perfecta para llamar la atención, como el gesto de esas jóvenes en la Galería Nacional de Londres. Dos muchachas que parecían amantes del arte lanzaron una lata de sopa de tomates sobre Los girasoles de Vincent Van Gogh. A pesar de las críticas recibidas, a las que yo mismo me sumé en una publicación, esas jóvenes ambientalistas cumplieron su objetivo: llamar la atención. 

    Vuelvo a los días de mi infancia, a aquella casa de campo en donde crecí lejos de otros niños. Vuelvo al deseo de aquellos años: juguetes y ropas. Los niños pueden ser materialistas; yo lo fui. No recuerdo haber deseado tener amigos ni mascotas. Lo material me ha deslumbrado siempre; quizás de ahí mi amor desmedido por las artes visuales. Por eso no me canso de ir a las tiendas, pasearme entre los percheros, donde se exhiben ropas caras y bonitas. Cuando vivía en Cuba no me percataba de esa debilidad. En Cuba no abundan las tiendas lujosas que despertaran mi apetito por lo sofisticado. En Cuba, por regla general, la gente está predispuesta a ser demasiado naturales. Hay un estoicismo que se ha convertido en cultura. Falta de glamur. Me encanta ir a las tiendas de joyas; observar los diamantes. Una simple cadena con un dije puede costar unos 500 dólares. Creo que al frecuentar esos lugares combato mi ADN, el origen pobre de mi cuerpo. Me encanta conversar con personas que pueden comprar compulsivamente o que adquieren artículos de colección. Me gusta conocerlos, sostener con ellos amenas y cínicas charlas. Ellos saben que apenas tengo para comer, para el arriendo. Algunos me han aceptado en sus círculos más estrechos. Y eso es una victoria: es como ganar un premio literario; es más que un premio literario, porque la escritura siempre es presenta bajo una estética pobre. Existe un orgullo naturalizado por la escasez, como si la pobreza por sí sola fuera un valor literario.

    Recuerdo esa especie de miseria digna la primera vez que estuve cerca de ti. La primera vez que conversamos. Yo estaba enamorado de ti. Hace poco te lo pude decir, porque comentaste una foto que publiqué en Instagram. 

    De no haber sido por tu comentario, no me hubiera atrevido a decirte lo que alguna vez significaste para mí. De haber tenido algo contigo seguiría en La Habana; no me hubiera ido Cuba. Te lo dije así. Te gustó. Mentir también es crear, aunque para escribir la verdad también hay que ser creativo. Te conocí una tarde de verano en el Pabellón Cuba. Te había visto algunas veces, me había masturbado con tus libros. Las páginas de tus novelas están manchadas de semen; mi semen sobre la foto en la solapa de tus libros, en la cara aséptica que pones en las fotos de tus libros. Un pervertido nunca tiene cara de pervertido. Luces tímido; tus ojos son claros, verdes o azules. En todo caso el azul no es intenso. Te comes las uñas de las manos; lo sé por lo súper recortadas y disparejas que las tienes. Eres ansioso; lo disimulas bien. En público te presentas contenido. Me llamó la atención la camisa que llevabas ese día. Era de mezclilla, vieja, muy decolorada; el tejido muy fino sobre la espalda por la cantidad de veces que te la habías puesto, por el sudor de tu cuerpo. 

    El descuido es desmedido. Soy algo pretencioso; es una táctica para camuflar mi origen pobre: hijo de unos padres campesinos, sin ninguna instrucción en el mundo del arte. Por esos años llevabas el cabello corto, con algunas canas. Estabas celebrando la presentación de un ensayo sobre cine erótico; tema al que siempre regresas. Estabas acompañado de tu esposa y tu hijo: el muchacho tiene tu mirada. Constantemente regreso a mirar tus manos. Me fascinan las manos de los hombres. Tus dedos son flacos, sin ninguna gracia. Son dedos que no dan deseos de chuparlos, mucho menos invitan a ser penetrado por ellos. Para completar, tus uñas carcomidas. Aun así, yo hubiera deseado tener tu mano en mi nuca, acariciando mi sexo. Esa tarde fue la primera vez que estuve cerca de ti. Tu apariencia no corresponde para nada con lo que escribes. ¿Quién será el verdadero, el escritor que desata todas sus pasiones en las páginas de sus libros, o el hombre desaliñado de apariencia tímida, casado, que usa ropa pasada de moda y un peinado demasiado tradicional, y que se hace acompañar por esposa e hijo?

    Foto: Cortesía de Alberto Garrandés
    Foto: Cortesía del autor

    Traes las manos tomadas, no ríes; miro tu entrepierna. En tus textos hablas de un pene grande. Estaba casi seguro de que se trataría del tuyo, pero el pantalón que traes es ancho. Llevas lentes como era de esperar, y un bigote rojizo: así debe ser el color de tu vello púbico. Tus labios no son grandes. Yo miro tu boca imaginando que la beso. Morder tu labio inferior, darle pequeños jalones. Tienes un anillo sin piedra. Nunca me pasó por la cabeza que terminaría escribiendo esto. Que, transcurrido el tiempo, viviendo lejos de ti, de Cuba, plasmaría estas divagaciones. 

    Nos decimos te quiero, nos recordamos momentos, me lees, buscas en mí los puntos, zonas del pensamiento que te interesan para estar cerca al menos intelectualmente. Cómo es de raro el tiempo. Es en estos momentos cuando los detalles toman mayor importancia, se redimensionan. Ahora los puedo exhibir. Exhibición para entender, para llegar a alguna conclusión. Me envías mensajes de voz, fotos de tu pene ligeramente encorvado; sin duda, se trata del sexo que describes en tus libros. Tus fotos no son diferentes a las fotos de los hombres que comercializan su cuerpo en redes sociales. Algunos perfiles son tan literarios, algunos videos son bellísimos; me recuerda páginas de Opus Pistorum de Henry Miller. 

    Me escribes por la mañana, hablas de mis ojos; en esa conversación lo sexual no estuvo presente. Dices cómo te gustaría hacer realidad la historia. Tus fotos en blanco y negro; traes chancletas: el dedo medio de tus pies es el más grande. La foto está tomada frente a la computadora en que escribes. En la parte baja del buró está tu colección de CDs, películas eróticas y porno. En ese momento, te llama tu hijo.

    —Tengo que dejarte, pipo.

    Tu expresión es tierna, pero igual me duele. Tu voz no es sensual; al menos, no lo que uno cree que es una voz sensual. Prefiero tus gemidos, cuando hacemos videollamadas. Tu pene erecto entre tus manos. Mantienes la cámara baja; también veo el ombligo y la hilera de vellos que baja hasta la pelvis. Son color café claro, no encrespados. Cierro los ojos e imagino que toco mi sexo con el tuyo, que tus vellos púbicos rozan mis labios. 

    Las fotos que publicas me recuerdan imágenes de cuando te conocí. Tus fotos son de cuando vas de compra al mercado. Una mujer en chancletas con un pañuelo en la cabeza. Unos jóvenes mostrándose bajo el sol implacable del trópico. Los estantes con muy pocas ofertas, el listado de los productos que se venden.Veo con más definición lo que la pobreza material ha influido en nosotros. Cómo quizás no sabemos mirar con objetividad el confort, el lujo, el abolengo, la elegancia. No hemos podido inventar la prosperidad; esto demuestra que ni soñar con la abundancia nos está permitido. Pongo tus fotos al lado de las fotos de un hombre colombiano que se dedica al comercio de su cuerpo: las poses son idénticas. Él tiene tu misma edad. No lee; se lo pregunté. Esta necesidad de la pobreza se comprueba con la ansiedad que experimento al no recibir tus mensajes, ahora menos frecuentes. El colombiano utiliza las mismas palabras que tú utilizas para referirse al sexo.

    spot_img

    Newsletter

    Recibe en tu correo nuestro boletín quincenal.

    Te puede interesar

    La Resistencia, los Anonymous de Cuba: «para nosotros esto es una...

    Los hackers activistas no tienen país, pero sí bandera: la de un sujeto que por rostro lleva un signo de interrogación. Como los habitantes de Fuenteovejuna, responden a un único nombre: «Anonymous». En, Cuba, sin embargo, son conocidos como «La Resistencia».

    Guajiros en Iztapalapa

    Iztapalapa nunca estuvo en la mente geográfica de los cubanos,...

    Selfies / Autorretratos

    Utilizo el IPhone con temporizador y los filtros disponibles. Mi...

    Un enemigo permanente 

    Hace unos meses, en una página web de una...

    Reparto: la otra relación entre Cuba y su exilio

    El dúo de reguetoneros cubanos Dany Ome & Kevincito el 13 aterrizó en La Habana el jueves 7 de marzo. Sin haber cantado jamás en la isla, son uno de los responsables del boom que vive actualmente el reparto cubano. La voz principal, Ome, llevaba casi 13 años sin ir a su país.

    Apoya nuestro trabajo

    El Estornudo es una revista digital independiente realizada desde Cuba y desde fuera de Cuba. Y es, además, una asociación civil no lucrativa cuyo fin es narrar y pensar —desde los más altos estándares profesionales y una completa independencia intelectual— la realidad de la isla y el hemisferio. Nuestro staff está empeñado en entregar cada día las mejores piezas textuales, fotográficas y audiovisuales, y en establecer un diálogo amplio y complejo con el acontecer. El acceso a todos nuestros contenidos es abierto y gratuito. Agradecemos cualquier forma de apoyo desinteresado a nuestro crecimiento presente y futuro.
    Puedes contribuir a la revista aquí.
    Si tienes críticas y/o sugerencias, escríbenos al correo: [email protected]

    Yanier H. Palao
    Yanier H. Palao
    Yanier H. Palao (Cuba, 1981). Escritor y artista plástico. Sus manos han envejecido prematuramente por su antigua labor como restaurador. Sus manos han acariciado más la piedra de cantería, el yeso, las rejas de hierro, que la piel humana. Le interesa lo escondido, recoger fragmentos, desechos, con ellos construye artesanías que después vende. Le hubiera gustado ser arqueólogo. Ha publicado, entre otros, los libros: Sombras del solo (Ed. Holguín, 2005), Peces en bolsas de nylon (Ed. Ávila, 2009), Música de fondo (Ed. La Luz, 2010), A la intemperie (Ed. Holguín, 2011), Vaciados (Ed. Aldabón, 2011), Esteros (Ed. Abril, 2013). Ha recibido numerosos premios entre los que se encuentran el “Premio Calendario” en Poesía, 2012 y la beca de creación literaria que otorga el proyecto “Torre de Letras”, 2016. En el 2018 publicó Óxido por Letras Cubanas. Recientemente ha salido a la luz País excéntrico, publicado por Iliada Ediciones.
    spot_imgspot_img

    Artículos relacionados

    DEJA UNA RESPUESTA

    Por favor ingrese su comentario!
    Por favor ingrese su nombre aquí