El optimismo, tanto como su melancólico opuesto, es un defecto o un lapso de la inteligencia, y también, aunque sea perdonable, del carácter. “Todo tiempo futuro será mejor”, la galante profecía de José Ingenieros, es una frase tan ingenua o mendaz al derecho como al revés. No hay razón para sentir por el futuro, generalmente, más entusiasmo que miedo, ni lo contrario, a menos que tal inclinación tenga fundamentos más hondos que una vaga, claramente injustificada confianza en la esencial bondad de los hombres y las mujeres, y la necesaria progresión de los países hacia la prosperidad y la libertad, o su reverso, misantropía, un sentimiento igualmente ridículo.
La abultada satisfacción de un burgués de Copenhagen que no cree que su presente bienestar vaya jamás a terminar, puede ser excusada, como debe serlo, con más fervor aún, la feroz esperanza de las familias sirias que cruzan el Mediterráneo, caminando sobre la cresta de las olas, para que sus hijos o sus nietos lleguen a vivir un día tan plácidamente como si hubieran nacido en Copenhagen también. A la vez, es muy comprensible la crónica desesperación de quienes han padecido, repetida o largamente, cruelísimas vicisitudes. En Mosul o en Alepo, en las minas de esclavos en África y Brasil o en las salas de cáncer alrededor del mundo, poco puede durar, si aparece, la chispa de una ilusión. Siempre causa asombro que entre los más desgraciados aparezcan notas de alto optimismo, un intento final, in extremis, de salvación, que en casos excepcionales consigue, casi mágicamente, éxito. Pero una amplísima mayoría de los hombres y las mujeres, tanto en los países más ricos como en los más hambrientos, lo mismo el Presidente de los Estados Unidos que los pastores masáis en la sabana de Kenia, viven de una forma que ellos mismos describirían, si les preguntaran, como normal, ese perezoso alargamiento hacia el neblinoso futuro de sus presentes circunstancias, con mayor o menor recurrencia, en cada período, de ese espejismo, felicidad, o de su negación, que nadie quiere, pero a diferencia de la felicidad, no puede ser evitada.
La religión más universal es la del optimismo, la más sinceramente ecuménica, con más fieles que el sombrío carpintero de Belén y que aquel borroso monje de los Himalayas que alcanzó el Nirvana, ellos mismos dos obstinados optimistas. El culto del optimismo tiene catedrales en cada ciudad, Versalles, la Estatua de la Libertad, el edificio Burj Khalifa en Dubai, el Nido de Pájaro en Beijing, y altares en cada casa, la foto de la boda de los padres, el título de licenciado del hijo, la foto del primer cumpleaños del nieto. Esos monumentos son los restos de una ya extinguida epifanía, nacional o familiar, que sirven, los primeros, para atraer a los turistas, los segundos, para cubrir las paredes y entretener a las visitas, y todos, como supuestas pruebas de mejoramiento y renovación humanos. En un hombre o una mujer cualesquiera, el optimismo es casi siempre un error insignificante, si causa daño, no lo causa a nadie más que al propio sempiterno optimista, que se vuelve particularmente vulnerable a la maligna y prolongada repercusión de las decepciones. Si no se convierte en hábito, si no le impide al pobre diablo ver claramente los peligros que lo amenazan, y la vertiginosa precariedad de su condición y su esperanza, si se incurre en tal desliz solo infrecuentemente, creer que el futuro traerá necesariamente más alegrías que lágrimas, muchas más, puede resultar conmovedor, gracioso, un rasgo de gentil bonhomía que nadie reprocharía al que lo tenga y despliegue. Transformado en pasión colectiva, en ideología nacional, sin embargo, el optimismo puede exponer un país a los más groseros abusos, llevarlo a despilfarrar completamente su energía en una causa afincada en la fe y no en la razón, convencerlo de otorgar el mando a un aventurero que pueda, elocuentemente, recitar cursilerías sobre el futuro sin que parezcan tan estúpidas como parecerían si las dijera un orador menos descarado, y hasta podría provocarle una crisis fundamental de identidad y conciencia si la empresa a la que tan devotamente se ha dedicado deviene irreparable catástrofe.
Ese es el caso de Cuba. Es difícil encontrar tres razones convincentes para negar el pronóstico, fácil de hacer, de que la crisis cubana no se resolverá sin violencia política, y en medio de una nueva, rotunda contracción económica, si no un total colapso. Lo contrario, una transición pacífica, justa, equilibrada, respetuosa, democrática, podría todavía ocurrir, pero quién se atrevería a predecir que los cubanos se van a volver checos o que entre ellos aparecerá un Mandela. Esperar que los líderes del actual gobierno cubano adquieran pronto, al final de sus vidas, la sabiduría, generosidad, tolerancia y humildad que nunca antes quisieron adquirir o mostrar, es ya demasiado, no simplemente un pronóstico descocadamente optimista, sino una barbaridad. Pero los cubanos son optimistas radicales, un pueblo nuevo cuyo carácter nacional está basado aún más en el ímpetu y la variedad de sus ambiciones que en las lecciones obtenidas en su pasado, que es todavía muy corto y reciente. Los cubanos, que no han padecido ninguna tragedia remotamente comparable a las que han casi aniquilado a pueblos más antiguos y sensatos, balbucean idioteces: “No hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista”, “La esperanza es lo último que se pierde”, “Siempre que llueve escampa”, “Al mal tiempo buena cara”. Estas cómicas frasecillas son lo más cercano que Cuba tiene a una filosofía.
Ese rasposo optimismo contaminó la política de Cuba y se extendió a los dos bandos de su conflicto civil, al que ganó, y arruinó el país, y al que perdió, a pesar de haberse aliado a una nación extranjera. Ambos, en el delirio de la victoria, o en el de la frustración, perdieron los estribos. Los castristas y sus enemigos han llevado el optimismo cubano a exquisitos extremos, casi poéticos en su exuberancia. “Ahora sí ganamos la guerra”, chilló Fidel Castro cuando se encontró con su hermano en la Sierra Maestra, los dos medio muertos de hambre y fatiga. Optimista supremo, Fidel declaró al tomar el poder: “Tengo la seguridad de que en el curso de breves años elevaremos el estándar de vida del cubano superior al de Estados Unidos y del de Rusia”. Una vez, llegó a pronosticar que Cuba produciría más leche que Holanda. “La próxima Navidad, en La Habana”, decían los cubanos de Miami ya en 1960. Todavía hoy, estos inflexibles rivales siguen vorazmente exagerando. “¿Se caen o no se caen?”, le preguntó Diario de Cuba al Sexto la semana pasada. “No se caen, los tumbamos”, respondió el muchachón, que pasó diez meses en una cárcel por pintar los nombres de Fidel y Raúl Castro en dos orondos puercos. Oscar Elías Biscet anunció en Miami que su Proyecto Emilia, un documento que declara la actual Constitución cubana ilegal, ha recibido tres mil firmas desde su publicación hace tres años. Biscet dijo en Miami que espera que estos tres mil se conviertan en “una multitud que le ponga fin a la dictadura en Cuba”. Mientras tanto, Fidel Castro sigue enquistado en su euforia sesentista. “Somos capaces de producir los alimentos y las riquezas materiales que necesitamos con la inteligencia y el esfuerzo de nuestro pueblo”, escribió en las conclusiones de un artículo escrito para reprochar al Presidente Obama su pérfida exhortación a los cubanos para que acaben de poner los pies en la tierra. “No necesitamos que el imperio nos regale nada”, declaró Fidel, tronitonante.
Sin pruebas, sin ruta, ciego y terco, el optimismo de muchos cubanos le hace más daño al país que su reverso. Es paralizante, cobarde, una agónica excusa para no admitir que Cuba marcha, sonámbula, hacia un desastre aún mayor que el presente, y que cada día se vuelve más difícil evitarlo. Aceptar al menos esa posibilidad, reconocer que los defectos originales del país continúan agravándose, que la fractura política y social de Cuba se vuelve continuamente más ancha, que una reforma sensible y justa de la economía y el estado es actualmente improbable, y quizás, si sigue demorándose, pronto será imposible, no es un amargo exabrupto, ni una nota de histérico alarmismo, es, probablemente, lo único que alguien que lea los estridentes periódicos de La Habana y del exilio, camine por las ciudades y pueblos de la isla, y hable con los cubanos, podría concluir. Muchos cubanos, de hecho, han llegado a una conclusión aún más grave, que Cuba no tiene remedio, que será siempre lo poco y malo que es hoy. Por debajo del altisonante optimismo de los columnistas de Granma o de Oscar Elías Biscet, y de sus respectivos seguidores, corre una tumultuosa, devastadora corriente de pesimismo, la de los cientos de miles de cubanos que se van de su país cada año, y la de los que se quedan, resignadamente, ocupados solo en sus propios asuntos, indiferentes a los de todos. “Esto no hay quien lo arregle”, musitan esos cubanos en la parada de la guagua, en la cola de la bodega, en la reunión de padres de la escuela. Ese ríspido desánimo es de todas maneras menos destructivo que el pernicioso optimismo de los políticos, causa menos daño, no entorpece el cambio de Cuba, no lo bloquea. Hasta que no haya algo que celebrar, un indicio irrefutable de que el país empieza, al fin, a ser más libre, más democrático y más rico, el optimismo, pueril e inconveniente, inepto y pusilánime, debe ser denunciado, minuciosamente rebatido, pero no para ser sustituido por la desesperación, sino por algo que en Cuba sería casi revolucionario, realismo, pragmatismo, sentido común.