Desde hace 20 años vivo en un barrio chino. Prefiero los barrios chinos a los barrios latinos de Los Ángeles. Los chinos son buenos vecinos: amables, solidarios, respetuosos de la privacidad ajena y, afortunadamente, no tocan charangas a todo volumen, ni celebran cumpleaños con trampolines inflables en los jardines.
El valle de San Gabriel, donde está situada la ciudad de Alhambra, es un boomtown chino y uno de los mayores centros comerciales asiáticos de Estados Unidos. El 47 % de la población de mi ciudad es de origen chino, mientras que en la vecina Monterrey Park (60, 439 habitantes), los chinos son el 61 %. En ese medioambiente me convertí en experto en té oolong, lector de Mao Zedong y adicto al dim sum.
En un barrio chino jamás verás una bandera china a las puertas, y menos aún en las defensas de los autos. Por lo general, los barrios chinos tienen magníficas bibliotecas, hospitales y mercados, farmacias con médicos de turno, herboristas, acupunturistas y masajistas a precios módicos, todas marcas de la alta cultura china, pero sin visos de nacionalismo enfermizo. En las tiendas del dólar chinas no encontrarás calzoncillos rojos con estrellas amarillas, porque los chinos no abusan de sus símbolos patrios.
Lo cual no significa que no sean jingoístas, sino que jamás lo demuestran. Como cualquier otro inmigrante, los chinos tienen madres, tíos, hermanas, primos y abuelas en su nación de origen; y como cualquier ser humano, son fieles a sus tradiciones y propensos al atavismo. Si fraternizas suficientemente con ellos, irá saliendo a la luz el discreto chovinismo que mantienen lejos de la vista pública.
Para los chinos, obviamente, China es lo más grande. La medicina china es muy superior a la occidental. Lo mismo sucede con el idioma, la calistenia y la culinaria. Con un poco más de confianza, les oirás decir que Estados Unidos es un país decadente, con una cultura débil y permisiva, poblado de seres flojos e irresponsables. Algunos llegarán a admitir que Taiwán y Tíbet son territorios que pertenecen históricamente a la gran madre patria. Muchos creen, y lo discuten, que el sistema de partido único, con su líder vitalicio, evita problemas políticos y preserva la paz social en una nación de las dimensiones de China. La Revolución Cultural y los hechos de la Plaza Tiananmen serán cuidadosamente soslayados. Una conversación íntima con un emigrante chino podría tomarte por sorpresa.
Todos sabemos que la manera incruenta de imponer la superioridad china en el mundo es la excelencia académica. La tan alabada competitividad en el ámbito escolar funciona como convicción irrefutable: el conquistador como erudito. Lo cual se hizo patente en la respuesta del canciller chino, Cheng Jingye al Primer Ministro australiano, Scott Morrison, cuando este recomendó, en 2020, que una comisión independiente investigara el origen del coronavirus. «Los padres de nuestros estudiantes podrían pensárselo dos veces antes de enviar a sus hijos a un lugar tan hostil», amenazó Cheng.
Los chinos dejaron claro, desde el principio, que cualquier averiguación independiente de la pandemia sería considerada un acto hostil, y que sus escolares serían los escudos humanos de la confrontación. Del coronavirus solo podíamos saber lo que los chinos consideraran relevante. EL PCC estableció un férreo control sobre la información, acatado lacayunamente por la Organización Mundial de la Salud y la comunidad científica mundial. Estados Unidos, como un buen decano, creó «espacios seguros» para la hipersensibilidad estudiantil china.
La superioridad de resultados académicos de los estudiantes chinos está sustentada en la asunción tácita de supremacía moral, que es otra manera de proclamar la supremacía política. En última instancia, lo que China pretende imponernos, como cualquier otro Estado rebelde en la historia del mundo, es su superioridad a secas. La guerra que se avecina vendría a ser la continuación de la ofensiva escolástica por otros medios.
El primer requerimiento de un estado superior es el espacio vital: pero los reclamos del nazismo alemán palidecen ante las pretensiones globales de la China de Xi Jinping. Para empezar, China no oculta sus intenciones de apropiarse de Hong Kong, Taiwán y, posiblemente, Australia, ni sus planes de tragarse a toda África, las porciones más ricas de Eurasia, y dejar a Latinoamérica de postre. Desde Argentina, Brasil y Nicaragua hasta Afganistán, Sudáfrica y la Antártica, el apetito chino es omnívoro e insaciable.
Por eso China no se inmiscuye en los asuntos internos de nadie, así se trate de las peores dictaduras: un no-intervencionismo que equivale a una intromisión solapada, como lo ha demostrado su posicionamiento en el conflicto ruso-ucraniano. Después de todo, China no tiene por qué mimetizar la decadencia de Occidente ni envidiar a unos partidos políticos en bancarrota, que son el mejor argumento contra el liberalismo.
La China en despegue tampoco tiene por qué aceptar la ruina como destino. Ya le llegará el ocaso, aunque no por el momento. Carecer de un problema migratorio crónico, rechazar la diversidad, no tener que conceder el voto a 800 mil extranjeros de un solo plumazo, no creer en la inmigración como un derecho humano, y contar, en cambio, con una enorme diáspora distribuida uniformemente por siete continentes, controlada y penetrada por los órganos de propaganda del Partido Comunista, le concede a China la definitiva ventaja.
El número de estudiantes foráneos de origen chino que regresa a vivir y a trabajar a la madre patria ha aumentado en un 80 % desde los años 70, mientras que la llamada «diáspora china» es una pantagruélica fuerza productiva de 60 millones de almas, de las cuales el 70% reside en el vecino sudeste asiático. Pero la China del Presidente Xi está particularmente interesada en los «nuevos inmigrantes», esos 15 millones que dejaron el país después de las reformas de apertura y que, según el profesor Zhuang Guotu, de la universidad de Xiamen, son «altamente educados, adinerados y dispuestos a mantener relaciones estrechas con la China continental».
Es decir: mis vecinos.
China tampoco tiene que desvelarse por colaboracionistas al estilo Tim Cook, de Apple Inc., que aceptan las condiciones impuestas por la misma dictadura que terminará tragándoselos a ellos y a sus compañías. Aun así, falta decir que China, con todo su enorme potencial desarrollista, no es Japón, ni Nueva Zelandia, y tampoco Corea del Sur, ni siquiera Taiwán, y que mientras continúe siendo el gigante torpe que persigue y destruye individualmente a una pequeña tenista contestona, no llegará a mucho más de lo que ha sido hasta ahora: la fuente inagotable de mano de obra barata y la productora robótica de malas imitaciones, incapaz de crear ningún valor intrínseco ni una cultura modelo.
Esta es, obviamente, una idea que no podré compartir con mis vecinos. Por eso, cuando el vocero del ministerio de relaciones exteriores chino, Zhao Lijian, se lamentó del boicot a las olimpíadas de invierno y tuvo el descaro de traer a cuento el genocidio de los pieles rojas, cometía una especie de desliz freudiano, pues, en realidad, es la China expansionista y retrógrada la que pretende convertir al mundo libre en su corral privado, haciéndolo retroceder a unas condiciones propias del Oeste salvaje.