Me he encontrado con Rine Leal

    Acabo de ver a Rine Leal, al Rine que conocí cuando yo solo tenía 17 años. Cierro los ojos y tengo al maestro junto a mí. Los abro y vuelvo a verlo en la pantalla del televisor, en un blanco y negro sombrío. Rine, mi maestro, el tutor de mi tesis sobre Carlos Felipe, estaba ahí, escuchando el mea culpa de Heberto Padilla, la noche en que él y toda su generación se paralizaron por el miedo.

    He visto varias veces El caso Padilla, la película de Pavel Giroud, aunque debo confesar que quizás no de manera continua. A veces comienzo por el final, otras veces solo me detengo en la intervención de Armando Quesada, un teniente que fue director de El Caimán Barbudo y luego jefe del departamento de teatro del Consejo Nacional de Cultura. A veces escucho una y otra vez el mea culpa de Belkis Cuza Malé, la entonces esposa de Padilla y evito a Norberto Fuentes, el autor de Condenados de Condado, sí, ya era suficiente con que la cámara que dirigió Santiago Álvarez, el otrora director del noticiero nacional del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), se detuviera en sus zapatos, en sus manos, en aquellas patillas, en su rostro cuando afirma con un gesto al escuchar a Padilla decirle que era un agente de la Seguridad del Estado. Tuve náuseas.

    El mea culpa de Padilla me era conocido. Lo había leído, lo había incluso interpretado en un «performance» de Coco Fusco. Puedo asegurarles que me había propuesto —sin lograrlo, debo confesar— creer la versión que nos había dado el mismo Padilla en La mala memoria: todo había sido una farsa, una gran actuación para burlarse de Fidel Castro, a quien dice haber imitado sin piedad. Volví sobre lo que escribió Abel Prieto, hoy al frente de la Casa de las Américas, por el 50 aniversario de aquella purga estalinista y sí, él también estaba en la misma cuerda de Padilla, de que todo había sido no más que una parodia. Algunos escritores del exilio me dicen que esa es la única interpretación posible. Me niego a creerlo. Esa noche fue la bofetada de la revolución a los intelectuales cubanos, para hacerles saber que el miedo que sintió Virgilio Piñera, el autor de Dos viejos pánicos, al escuchar hacía casi diez años el «dentro de la revolución todo, contra la revolución nada» en la Biblioteca Nacional, era real. Sí, Virgilio, tenías que sentir miedo. Todos tenían que sentirlo. Desde esa noche del 27 de abril de 1971, el miedo quedó instaurado, para siempre, en los jardines de la Unión de Escritores y Artistas Cubano (UNEAC).

    Cada vez que vuelvo sobre la película de Giroud, me detengo en los rostros de la audiencia, busco a un escritor conocido, persigo la reacción de ellos ante la infamia. No fue hasta que Gilda Santana, que estuvo casada con Rine diez años, vivió con él por dos décadas y tuvo con él un hijo, Carlos Leal, me lo señaló, que supe que él también aparecía en la cinta. Lo reconocí primero por su distintivo anillo de plata y el balancear de su pierna izquierda sobre la derecha, «el único gesto de inquietud que se permitía», como dijo Gilda. Ahí estaba un joven Rine, detrás de Norberto Fuentes. Lo vi llevándose el dedo índice a la sien, como siempre hacía en las clases en la Facultad de Artes Escénicas del ISA. Siete años después de aquella noche, cuando lo conocí, ya era un anciano a destiempo.

    Desde el día que entré al ISA, Rine fue mi mentor. Recuerdo que la primera vez que lo vi fue en su rol como miembro del jurado para seleccionar la clase de diez estudiantes de crítica teatral que entrarían ese año. Yo tenía solo diecisiete años. Acababa de ver Memorias del Subdesarrollo, de Tomás Gutiérrez Alea, en un cine del barrio chino de La Habana, el Águila de Oro (en esa época había que ver una película en chino antes de la programada en español), y quedé deslumbrado. Mi ensayo para entrar en el ISA se titulaba «El subdesarrollo tiene memorias». Desde la primera clase con Rine nos conectamos, y ya entonces me confirmó que sería el tutor de mi tesis, cinco años más tarde.

    Gracias a Rine, el gran historiador del teatro cubano, supe del caso Padilla. Parecía ya un pasado muy lejano, aunque no nos separaban ni diez años desde aquella noche siniestra. Leí, gracias a mi maestro, Fuera del juego, el libro premiado por la UNEAC que llevó a Padilla a la cárcel. Rine fue también quien me prestó Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante. Eran amigos, incluso fueron vecinos. Llegó a decirme que, en su juventud, se intercambiaban hasta las novias. Leí también Los siete contra Tebas, la obra de teatro de Antón Arrufat por la que terminó condenado a custodiar una oscura biblioteca en Marianao. Varias veces, a la salida del ISA, íbamos allí a ver a Arrufat, mal afeitado, con los espejuelos de gruesos cristales, sentado en una esquina, rodeado de papeles. En él se veía también el miedo.

    Gracias a Rine supe de la parametración, del quinquenio gris, de los campos de concentración llamados Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), donde recluían a  homosexuales, católicos, hippies, testigos de Jehová y desafectos. Gracias a Rine leí Celestino antes del Alba, de Reinaldo Arenas. Recuerdo que cuando Senel Paz ganó el Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo con El lobo, el bosque y el hombre nuevo, me dijo, con la ironía que lo caracterizaba: «Aquí alguien se beneficia de que ya se han olvidado de Reinaldo Arenas».

    Durante el último año de mi carrera, iba a casa de Rine casi todas las noches. A veces pienso que hice la tesis sobre Carlos Felipe para hacerlo feliz. Él, un estudioso de la obra del autor de Réquiem por Yarini, había contado una anécdota de su juventud, de la cual nunca pude encontrar pruebas. Carlos Felipe había enviado con seudónimo el primero de los actos de El Chino a un concurso de teatro. El jurado, fascinado con el texto, puso un anuncio en un periódico, casi suplicándole al autor que enviara el resto de la obra. Pasé días revisando los periódicos, página por página, en los archivos que entonces estaban en la avenida Carlos III, intentado encontrar aquel anuncio. Al verme desesperado, Rine me consoló: «Quizás ese sea un mito más en la obra de Carlos Felipe. Quizás nunca hubo un anuncio». No me di por vencido, y seguí buscando hasta que una tarde encontré el anuncio en el periódico Avance. Si hubiese podido habría arrancado la hoja. En aquel momento sentí que había cumplido con mi maestro. Corrí a la azotea del Vedado donde vivía Rine, y cuando le conté, sus ojos se llenaron de lágrimas. Nunca voy a olvidar esa noche.

    Al verlo ahora frente a mí, en El caso Padilla, entiendo aquel miedo del que hablábamos en las clases de historia del teatro. Hasta Gilda, que fue su esposa, me comentó sobre el miedo con el que vivía Rine. Sí, Rine tenía que tener miedo, como todos los que presenciaron el mea culpa. Pero Rine, al menos, tuvo la valentía de hablarnos sobre el horror en las aulas del ISA. Octavio Paz decía que «las masas humanas más peligrosas son aquellas en cuyas venas ha sido inyectado el miedo». A esa edad, cuando aún estudiábamos y nos creíamos libres e invencibles, todavía el miedo no se había apoderado de nosotros.

    Ver El caso Padilla me ha dejado un sabor amargo. Ahora, cada día que pasa, doy gracias a Dios por haber podido salir a tiempo del infierno. Al ver a esa «generación de víboras», como la llamó Néstor Díaz de Villegas, me pongo a pensar en qué nos habríamos convertido si nos hubiésemos quedados encerrados allí. ¿Habría publicado una novela? ¿Habría sido miembro de la UNEAC? ¿Tendría que escribir con el miedo con que escriben quienes publican en Cuba? ¿Acudiría a analogías cada vez más enrevesadas para vencer la censura? Habría seguramente terminado escribiendo con la retórica del miedo.Hace treinta y un años que salí de Cuba. Ya he comenzado a vivir más tiempo fuera que dentro del país donde nací. Nueva York hace años es la ciudad en la que más he vivido. El exilio es el abandono, dejar atrás a tu familia, a tus amigos, tu ciudad, tus libros, incluso tus recuerdos. Poco a poco, pude ir sacando de la isla mis libros más preciados. Debo confesar que los primeros que pedí me enviaran fueron los de Rine Leal. Forrados en papel cartucho, para protegerlos, tengo los dos tomos de La selva oscura, la Breve historia del teatro cubano, el Viaje a la crítica y En primera persona. Pero el recuerdo de Rine que más atesoro es lo que escribió sobre mi tesis. Ese original, firmado por él, aún me acompaña. Es una especie de amuleto. Es más, lo conservo al alcance de mi mano, muy cerca de donde escribo cada mañana.

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    4 COMENTARIOS

    1. La fotografía no es de la internet, fue tomada por mi con la cámara zenith rusa que Rine me regaló al graduarme de periodismo, en la azotea de la calle C en el Vedado. Favor de consignar el crédito.

    2. Excelente artículo. Tengo una anécdota con Rine. Yo era un ávido lector de todo lo que había publicado sobre teatro. Saliendo de una función de un Festival de Teatro venía él con un amigo común y hablamos de una de las obras que se estaban presentando. Yo dije que la había visto y Rine me preguntó: ¿Qué tú crees? ¿Me la recomiendas? ¿Vale la pena verla? Primero me sentí orgulloso de mí porque el crítico teatral que más yo respetaba me estaba pidiendo opinión. Luego, cuando lo pensé mejor, me sentí orgulloso de él, de su sencillez, pero sobre todo de su manera directa de enfrentarse al hecho teatral.

    3. Mandy , yo también le debo todo- mi iniciación en el arte teatral y su cosmos- a Rine y a Raquel Carrió, quienes juntos se nos aparecieron en el Preuniversitario Rául Cepero Bonilla en Santos Suárez para hablarnos del ISA y de la fundación de la cátedra de teatrología y dramaturgia en 1977, no tan solo yo fui fascinado de esa manera de allí surgieron también nuestras entrañables Carmen Duarte y Caridad Morales (Cachita) del otro pre que había en la Víbora fueron hechizados Ángeles de la Guardia y René Corvo, o sea Rine dejó una pléyade de teatrólogos y dramaturgos , su magisterio complementado con Raquel fue un privilegio atesorado que guardamos para la eternidad. Tuve vecinos insignes con quienes las charlas sobre Rine no escasearon: Miguel Navarro. Olivia Alonso,Armando Morales y Jonny Ibáñez.

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