Bajando la curva de la terminal ves un carrito de ventas, lo atiende un señor moreno que mira con desconfianza. El carrito es una bicicleta con techo de hule rojo y un mostrador que anuncia cocteles de camarón, jaiba y huevos de codorniz. Cuestan ochenta pesos cubanos, pero si quieres el de camarón con mayonesa entonces serían 150 pesos.
La marea es seca, está amaneciendo. Y en la playa un muchacho desenreda los plomos de su tarraya. Lo hace con maestría bajo el sol pálido. Debajo del farallón, donde crecen arbustos, lo único que se mueve son sus manos.
Hacía años que no venía por aquí. Años.
Pasa un perro flaco. Pasa un remolino de hojarasca. El mar no se escucha.

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Gibara tiene una única entrada, una única salida, a la que se llega después de doblar curvas afiladas que muestran líneas de mar, arenas fangosas entre manglares, montañas engullidas por la niebla, lejanas…
Aquí todos parecen conocerse. Todos son las señoras que venden en las tiendas herraduras para bestias y prendas de ropa, vasijas…, los pescadores que sentados en el malecón miran el mar como decidiéndose, las tres personas que caminan bajo los altos portales con lentitud, bostezando bajo el sopor de las tejas.
La mañana podría describirse en un haiku:
Calles del pueblo
Las ensombrecen garzas
Que no ve nadie.

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En el restaurante no hay comensales, y me siento a una mesa que tiene la mejor vista: la bahía cercada por los pinos, las barcas, sendos muelles. Me atiende una muchacha que usa un prendedor con muy buen gusto. En el prendedor dice su nombre lugareño. Me explica que tendré que esperar a que cocinen el pollo y los vegetales, deben descongelar todo, solo cocinan al pedido, pues cómo saber si alguien vendrá. La verdad es que no se puede saber algo así.
Cuando cuarenta minutos después me sirve fajitas con remolacha en tajadas y arroz con pimientos, me alienta: «Ah, pero te vas a comer algo caliente».
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La bahía está llena de chalupas, de barquitos pintados de azul y verde, todos anclados, todos flotando. Dos hombres en el muelle de madera empujan un barquito que atraviesa el resto. Encima va un tercer hombre con un remo bajo el que las aguas se entregan, ceden.
Se abre paso entre las barcas apartándolas como quien aparta ahogados…
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En el parque crecen árboles centenarios y se escucha un murmullo salir de la tabaquería, son voces que la tarde disipa, espanta. Un muchacho atraviesa la plazoleta a la carrera, pero sus zancadas no despiertan a la mujer que duerme en aquel banco, frente a la estatua y la iglesia. La estatua es una mujer de mármol que levanta una antorcha de un color rosa flamígero, inesperado, pone en la base:
GIBARA TIENE ESTATUA DE LA LIBERTAD PORQUE SE LA MERECE
(Hecha por suscripción popular).

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En una pared cercana al parque hay un Cristo pintado. Si te mueves a la izquierda su mirada te sigue, si te mueves a la derecha, lo mismo. La pintura tiene un efecto óptico que se logra creando un punto de fuga hacia adelante, con las pupilas en el centro del iris. Te hace sentir vigilado. Vayas a donde vayas.
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Escucho una historia que dice así:
Hace algunos días unos huéspedes que se marchaban del hotel Ordoño le regalaron a un hombre, que les pidió, un billete de cien dólares.
El hombre fue casi corriendo hasta el banco para que se lo cambiaran en moneda nacional, hizo una cola para que se lo cambiaran, y una vez dentro, frente a la ventanilla que atiende el contador, tuvo que escuchar que su billete, levantado en el aire, no podría ser cambiado. Era falso.
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En algunas paredes sobreviven mosaicos que me hacen pensar en cuentos orientales, en palacios abandonados en la jungla, en cofres tallados para guardar rubíes de princesas árabes. La mayoría están cuarteados o incompletos, como los mejores sueños.
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A la entrada del pueblo hay un monumento, levantado para el mártir Emilio Laurent desde 1947. El monumento está rodeado de cabras atadas a estaquitas de madera que mordisquean las hierbas frescas, lavadas por la noche. Y en la cara del monumento que mira al mar que no se escucha, en la cara del monumento que mira los barcos anclados, en la cara del monumento que solo descubrirían los hurgadores, reza una frase del mártir:
«No importa que haya tiranías. Lo que importa es que haya hombres capaces de combatirlas».
