Estados Unidos: el miedo decidirá la elección

    En The American President, una comedia romántica con aires de drama político, el ficticio presidente Andrew Sheperd, interpretado por Michael Douglas, dice sobre un oponente político: «Él no está interesado en resolver problemas, él está interesado en dos cosas y solamente en dos cosas: meterles miedo de algo y decirles a quién echarle la culpa de ese algo. Y así es como se ganan elecciones, embaucando a un grupo de votantes con la nostalgia de un tiempo pasado que fue mejor». Esta típica declaración rimbombante de los guiones de Aaron Sorkin se ha convertido en la definición de las elecciones estadounidenses, en las que ya no se enfrentan dos propuestas políticas, sino dos visiones apocalípticas del futuro del país, y la batalla siempre califica como la más importante de nuestras vidas.

    Uno de los conceptos centrales de la antropología, luego adaptado a las ciencias políticas, es el concepto del «otro». El «otro» son los miembros de un grupo que ubicamos fundamentalmente por fuera de la identidad dominante. La otredad puede determinarla el origen nacional, la religión, la raza o la cultura. En casos extremos, la otredad se usa para discriminar, deslegitimar y demonizar a tales grupos, aprovechando el miedo a perder la supremacía o el encono y el resentimiento para movilizar políticamente.

    Donald Trump le debe su carrera política a ese miedo al otro. Comenzó con el bulo del certificado de nacimiento de Obama, basando la otredad del expresidente demócrata en su nombre, raza y origen. Continuó el día que anunció su candidatura presidencial, cuando dijo en su discurso que México nos estaba «enviando criminales y violadores». Y luego, durante su presidencia y dos campañas, ha llevado dicho miedo a profundidades cada vez más oscuras y ha llamado a sus oponentes políticos «alimañas» y «enemigos internos».

    Trump dedica la mayoría de su emponzoñada retórica a un otro en particular, los emigrantes, con una línea entre legales e indocumentados que cada vez se vuelve más difusa. Más allá de las acusaciones tradicionales e infundadas de que los emigrantes roban trabajos o se niegan a asimilarse, falsedad que cuenta con una larga historia en Estados Unidos, Trump los acusa de «invasores», de «envenenar la sangre del país», de «criminales», e incluso los amenaza con la pena de muerte. Poco importa que los estudios demuestren que no hay conexión entre la emigración y el crimen.

    También ha prometido llevar a cabo la mayor deportación en la historia, un plan impracticable por su costo político y económico, pero que, no obstante, genera aplausos y vivas entre su base enardecida. Junto a su adopción de la ideología cristiano-nacionalista, esta demonización de los emigrantes —basada en el miedo a la otredad y el resentimiento ante cierta pérdida de hegemonía percibida en algunos sectores sociales, particularmente entre los hombres sin educación universitaria— ya le dio la Presidencia en 2016 y muy bien puede dársela en 2024.

    Por su parte, la vicepresidenta Kamala Harris, que comenzó su campaña con un mensaje más optimista, basado en la alegría y en la esperanza de una renovación electoral que realineara al país en torno a la unidad, en las últimas semanas ha asumido un tono y enviado un mensaje basado también en la ansiedad y el miedo a una restauración del trumpismo. Los argumentos sobre las tendencias autoritarias del expresidente han aumentado, acusándolo de fascista a partir de las declaraciones de su antiguo jefe de despacho, el general John Kelly, y de otros funcionarios que trabajaron con él.

    Trump ha polarizado tanto el país que el mayor segmento del electorado aún está compuesto por quienes se le oponen, y él no ha hecho casi nada por ganar esos votos. Harris ha descrito una posible segunda presidencia de Trump como un período de «caos, división y venganza» y ha amplificado aquellos pronunciamientos del exmandatario en los que dice que guarda una lista de enemigos y que usará la Presidencia y el poder del Estado para buscar retribución. De manera justificada, la actual vicepresidenta también ha alertado sobre la expansión de determinadas políticas conservadoras como la prohibición del aborto.

    Sin embargo, su campaña no se ha enfocado solo en la figura de Trump, sino que además ha utilizado la otredad como argumento. Hasta ahora, los demócratas habían evitado el error de Hillary Clinton de clasificar a los partidarios del otro bando como «deplorables», pero el presidente Biden los llamó «basura» y otros los han calificado de nazis o racistas. El miedo a Trump y a sus seguidores se ha vuelto el arma predilecta del último tramo de la campaña demócrata.

    A unas pocas horas de las elecciones, las vaticinios son tan comunes como estériles. El sistema electoral estadounidense, que realmente son 50 elecciones separadas, más el Colegio Electoral, vuelve prácticamente imposible una predicción basada en encuestas, lo que no quita que cada día se publiquen más. Al mismo tiempo, las campañas presidenciales son un motor económico gigantesco, con el cual encuestadoras, consultorías y medios masivos generan ganancias récord.

    La narrativa de una elección cerrada genera una ansiedad que se traduce en ratings y clics, cuando en realidad un pequeño desvío en el margen de error podría traer una derrota abrumadora para cualquiera de los candidatos. También importa más, al final de la batalla, qué campaña ha tenido el mejor programa de movilización de votos, especialmente en los estados claves. En ese sentido, Harris cuenta con una pequeña ventaja, pues su maquinaria política es más experimentada y ella está mejor financiada, mientras que Trump le ha entregado esta tarea a grupos externos, incluyendo una rifa millonaria, y posiblemente ilegal, auspiciada por un PAC financiado por el plutócrata Elon Musk.

    Más allá de las encuestas, Harris tiene en contra dos problemas fundamentales: la misoginia endémica y estructural de la sociedad y la política norteamericanas, y la percepción de una mala economía basada sobre todo en los precios de productos de consumo, no importa que otros indicadores apunten a una economía robusta o que el presidente de turno tenga muy poca influencia sobre este asunto, mucho menos aún sobre los precios. A Harris también le ha afectado el corto tiempo que tuvo para preparar una campaña que la perfilara ante el electorado, debido a la decisión errada del presidente Biden de buscar una reelección.

    Esta suma de factores impidió que el entusiasmo de inicios de su campaña se convirtiera en votos. Es muy probable entonces que el miedo a la segunda presidencia de Trump se materialice.

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    1 COMENTARIO

    1. Lección de democracia para el resto del mundo y para los medios hegemónicos y manipuladores dentro de los Estados Unidos de América: el pueblo norteamericanos votó libre y soberanamente por sus dos candidatos y ganó democráticamente uno de ellos, ganando también su partido la Cámara de Representantes, el Senado, y muchos gobiernos estatales. Más democracia, no la hay. Gracias y perdone usted. Soy Orlando Luis Pardo Lazo y apruebo este mensaje.

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