Anoche la peste se llevó a Víctor Batista. Lo vio M. en el teléfono al abrir los ojos esta mañana. Me despertó y me lo dijo. Eran las siete y media y en Barcelona llovía.

No por dolorosamente anticipada -llevábamos una semana siguiendo a diario los partes públicos, aunque anónimos, y los partes privados de su enfermedad, y el feroz agravamiento de las últimas horas hacía presagiar lo peor-, la noticia me sacudió menos. El dolor de ver que a un hombre noble le ha sido arrancada la vida es siempre idénticamente devastador.

Es lo propio de la pandemia que uno sepa de los muertos, que las horas te los pongan en la mesa y las pantallas. Y es natural, obligado casi, que en algún momento entre esos muertos, esas decenas de miles de muertos, casi 125 mil a estas horas, uno sea tu amigo.

Con Víctor Batista, no obstante, la pandemia faltó a su naturaleza. Y en esa digamos anomalía hay algo que me estremeció doblemente. La peste, su proliferación obscena, presupone el caos y la descarga ciega, el golpe indiscriminado. Y por lo mismo, y por el carácter masivo de su saña, consigue el anonimato de la víctima, la anulación de su destino, la indistinción de su suerte.

Y yo no tengo otro consuelo, no tenemos otro consuelo nosotros, que pensar que Víctor se cobró una pequeña victoria sobre la muerte. No le ganó la batalla más grande, pero sí venció a sus ganas de privar a un hombre de la elegancia, la rotundidad y la perfección de su destino.

¿Está escrita la suerte de un hombre? ¿Está trazado el itinerario de su vida? No lo está antes de su cumplimiento, ciertamente. Pero sí lo estará después. Y Víctor, el suyo, lo ha cumplido con letra y trazo impecables.

Hacía sesenta años que Víctor Batista Falla abandonó Cuba. Lo hizo porque sintió amenazada su libertad, como le contó a Jesús Díaz. Sesenta años después -cuéntese ese número en una vida, una memoria, una acción: ¡sesenta!-, volvió a La Habana por primera vez desde su marcha.

En una tarde en el Hotel Palace de Madrid de hace un par de años, nos contó a M. y a mí que preparaba ese viaje: un viaje sin programa público alguno. Solo para estar sobre aquel suelo hollado tantas décadas atrás, antes de despedirse de todos los suelos. Curiosamente, comentamos entonces, en lo alto de ese mismo hotel, uno de los más elegantes de Madrid, se instaló su tío Eutimio Falla Bonet a su salida de Cuba y mientras esperaba volver. Y allí mismo, en la suite que ocupaba, cayó fulminado por un infarto el 23 de noviembre de 1965, unos minutos después de que su ayuda de cámara lo ayudara a desvestirse para meterse en la cama. Falla Bonet no volvió nunca a Cuba.

Víctor, sí. Sesenta años tardó en hacerlo.

El empeño que Víctor Batista puso durante décadas en encontrarse a sí mismo, mediante el pedagógico ejercicio de ayudar a explicar mejor unas cuantas ideas de Cuba y otras cuantas ideas en general dejan un legado tangible -las colecciones de las revistas Exilio (1965-74) y escandalar (1980-85), y la hilera de libros publicados por la editorial Colibrí (1998-2013)-, y el aún mayor, intangible, de los debates intelectuales que esos miles de páginas fomentaron y generaron.

Como editor y mecenas de la cultura cubana, interviniendo en mil proyectos aparte de los más conocidos, no tiene par. Tuve la suerte de publicar con él una antología de Tristán de Jesús Medina en la que dimos satisfacción a un lamento de Lezama, aquel de que no teníamos un solo sermón del apóstata bayamés, porque se habían perdido. Para llevarla a término, trabajábamos durante horas en su apartamento de Madrid o el mío, tanto más modesto, en Barcelona. A mí me daba vergüenza hacerlo subir las seis plantas sin ascensor donde vivía entonces. Él llegaba cada mañana allá arriba más fresco que si bajara a un semisótano. Más adelante, en los años de El Tono de la Voz, le pedí que se anunciara. Lo hizo durante años hasta el cierre de la editorial y Helen Díaz-Argüelles, su amiga y cómplice, me enviaba puntualmente las transferencias. Un día, sentados a una mesita de la plaza Santa Ana, le ofrecí a Víctor enviarle los datos de tráfico. Me miró como se mira a un alienado o a un desconocido.

Quitándole la vida en La Habana, en la ciudad donde creció y de la que faltó sesenta años en los que no dejó de hacer por ella, esta peste que asola el mundo ha cumplido, cruel y prematuramente, el destino de un hombre. Porque no hay mejor destino que el que te reúne con tu anhelo, tus desvelos, tu esencia más perdurable.

La pandemia es cruel y es estúpida. Es ancha, pero es enana.

A media mañana intenté hilvanar algunas frases sobre Víctor para una radio.

Después leí dos entrevistas, las que le hicieron Jesús Díaz y Carlos Espinosa. Recordé que fue precisamente Jesús quien me presentó a Víctor en su apartamento de Madrid, cerca de la sede de la revista Encuentro. Y que a Carlos Espinosa debemos el Índice de la revista Exilio, un trabajo espléndido de recuperación de la memoria.

M. me pidió que le seleccionara algunos libros de Colibrí para la fotografía. Los fui sacando y leyendo, leyendo y sacando. Recordando conversaciones con Víctor sobre libros en proyecto. Pedir opinión, contrastando la suya. La imperturbabilidad de Víctor ante el desasosiego habitual de los asuntos cubanos era proverbial. Era un caballero recorriendo un regimiento de soldados muchas veces enfrentados. Y recordé aquella tarde en que comíamos en El Glop, a cuatro calles de casa, con Ailyn y Rafael Rojas, de visita ellos tres en Barcelona, cuando hablábamos de los libros publicados y Víctor exclamó de repente: «¡El ensayo cubano es una ruina!» Todavía resuenan las carcajadas.

No volví a la mesa de trabajo hoy.

La pandemia trajo el dolor a mi casa. Un dolor real. Mató cerca.

Pero matando a Víctor Batista en La Habana a la que él volvió a despedirse, la peste demostró que no es más fuerte que un hombre que quiso cerrar su legado dando la cara. Esa manera tan tremenda de dar también la vida.