Opinión

La risa patológica de los nietos de la Revolución

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No todas las autoridades son lícitas o deseables,

y por eso siempre fue la burla un recurso de los oprimidos. 

Al par que uno de los grandes padecimientos del cubano, 

la burla crónica ha sido una de sus grandes defensas.

Jorge Mañach

Ser cubano es agotador. Conformamos una nacionalidad frágil y avejentada que se define a sí misma por oposición. Somos todo lo que no podemos ser, aquello que se nos ha negado por décadas: los que no comen, los que no viajan, los que no eligen. Nuestro espíritu nacional, el volksgeist de los románticos alemanes, resulta un ajiaco de apetitos y ambiciones que ha sabido heredar la inmanencia del Período Especial junto a la voluntad migratoria de sus protagonistas. 

El cubano no aguanta muela. Hic et nunc es su divisa y cada día la honra en esos ademanes de subsistencia que sobrevienen en la guagua, el agro o la bodega. Siempre en la concreta; no hay de otra. La Habana no es Atenas ni tiene mucho de ágora el Mercado de Cuatro Caminos. En este país no se piensa; se resiste.

Al parecer, el conjunto de condiciones socioculturales y etnoclimáticas que desde (casi) siempre nos han individualizado sugieren, en época más reciente, un gravamen antes que un privilegio. Durante la primera mitad del siglo XX, Fernando Ortiz y Jorge Mañach señalaron algunas cualidades genéricas de la conducta criolla, trazando líneas intencionadamente tipificadoras que terminaron por moldear nuestra noción contemporánea de raza, pueblo y carácter cubanos. 

Así, ambos intelectuales coincidieron en atribuirnos la ligereza, la espontaneidad y el rechazo a las jerarquías como elementos reguladores de nuestro temperamento. Todo lo anterior, salpicado por una cierta tendencia a la exageración, favoreció el origen y la notoriedad del choteo como fenómeno social, instrumento desacralizador y válvula de escape frente al desconcierto político de turno. Ya en 1955 el propio Mañach aseveraba la considerable atenuación de esta actitud en favor de una madurez espiritual que, según él, se identificaba con el «advenimiento de una juventud enfrentada a una mayor experiencia colectiva». 

Solo cuatro años más tarde, el arribo al poder de las huestes fidelistas consumaba el imperativo histórico de expulsar a Batista de la isla, pero, a su vez, entorpecía la ruta de progreso que venía desandando la sociedad antillana desde principios de siglo. Mientras algunos rubros como la educación o la medicina recibían un impulso gubernamental que los ratificaba en la vanguardia del continente, otros como la economía y la democracia eran mutilados y sacudidos desde sus cimientos. 

El naciente castrismo no tardaría demasiado en institucionalizar un régimen totalitario, monárquico e incoherente, disolviendo entidades potencialmente opositoras y legitimando su postura procomunista al engancharse sin remilgo a la teta de la URSS. La censura, la represión y el triunfalismo propagandístico derivados de estos sucesos propiciaron un revival del choteo que perdura, incluso acrecentado, en la actualidad. Así, desde la picaresca susurrante que se ha gestado en las calles hasta la dinámica transmoderna del entorno digital, el cubano no ha cesado en su afán cuasi tóxico de «dar tremendo chucho».

Siempre he pensado que la llegada de Internet al país fue el veredicto irrevocable que sentenció al Sistema. Definitivo pero paulatino. La democratización (caótica, algorítmica) de la información, así como la oportunidad de generar discursos exentos del filtro censor de las instituciones son, a todas luces, dos facultades que el Comandante nunca nos hubiera consentido. En este contexto y como una suerte de catarsis en el ciberespacio, el meme cobra relevancia en la vertebración social de nuestra cotidianeidad. 

Incisivo, ingenioso y constantemente renovado, este acontecimiento cultural bien pudiera considerarse como la versión postmilenial del choteo clásico. A día de hoy, su abundancia es antológica y su empleo, transversal. Es aquí, de hecho, donde radica ese rasgo distintivo que lo vincula con la cubanidad más mordaz y descarnada. 

Para continuar en clave conceptual germana, nuestro zeitgeist o «espíritu de época» hegeliano admitió desde 1959 un patrón socioeconómico alternativo al asumido por la mayor parte del mundo medianamente desarrollado. Desde ese entonces y hasta el presente, el humor político en Cuba ha tenido que subsistir underground, mofándose a escondidas del fundamentalismo y la ineptitud del Estado. La ironía, la parodia y el doble sentido han resultado instrumentos imprescindibles en la exégesis de una realidad que acoge códigos de representación muy particulares. Todo esto, en estrecha comunión con el progresivo deterioro del nivel de vida en la isla, ha favorecido la proliferación de una incongruencia afectiva que parece trastocar la naturaleza de nuestras reacciones.

Reímos cuando se debe rabiar, pensar, callar. Una especie de rictus colectivo maquilla nuestra inconformidad y nos despoja de (casi) cualquier circunspección. Es la risa, tal vez, el único recurso verdaderamente democrático con el que contamos. En este momento, los memes no solo persiguen la burla a través de la caricatura de nuestros dirigentes más inútiles, sino que también invitan a la ridiculización de nuestro propio modus vivendi. El desabastecimiento crónico y la precariedad del transporte público, así como la performance rocambolesca de las termoeléctricas cubanas, estimulan el sarcasmo y la invectiva a lo largo de todo el país. 

Los memeros han hecho su agosto. Antes anónimos, ahora influencers de gran impacto en determinados sectores, estos generadores de contenido sondean las inquietudes del ciudadano medio y las exportan bajo la accesible silueta del humor. Son, digamos, los nuevos portavoces populares de la decadencia castro-canel. Y así será mientras no les caiga encima alguna de las arbitrarias disposiciones del Decreto-Ley 35, un maquiavélico remake de la Ley 88/99 que ya mantuvo detenido en febrero de este año al tuitero Carlos Alberto Pérez García, más conocido como @ElRuso4k.Hay cierto alcance patológico tras esta carcajada levemente masoquista. No lo dudo. Existe, asimismo, algún pacto tácito entre la miseria y la comicidad que aún no comprendemos del todo. Por ahora solo nos toca seguir esbozando esta sonrisa traidora, infiel a la que debería ser su causa primigenia: la alegría. Entonces, en lo que el palo va y viene, seguimos en el tráfico ilícito de chistes, protestas y libertad. Ya lo dijo Fernando Ortiz al referirse a la condición fraudulenta de la isla: «Sin el régimen comercial filibustero, más organizado y poderoso que el gubernativo, no puede ser explicada la historia de Cuba, toda ella contrabandeada».

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