Chile vivió este domingo 25 de octubre una jornada verdaderamente trascendental. Lo sabemos porque mientras la prensa de todo el mundo arriesgaba una vez más el adjetivo «histórico», una amiga chilena de El Estornudo prefirió decirnos por Whatsapp: «Ha sido hermoso».
El 78 por ciento de la ciudadanía votó «Apruebo» para cambiar una Constitución que ha estado vigente desde 1980, cuando la dictadura del Augusto Pinochet pastoreaba sin demasiados contratiempos las sombras de un país famoso por sus poetas en medio de un páramo escalofriante de torturas, muerte… y éxito neoliberal.

Las imágenes de este fotorreportaje muestran a la gente de Santiago de Chile ejerciendo, primero, su derecho al voto en favor o en contra de una nueva carta magna, y festejando luego un resultado tan elocuente como esperanzador.
El gobierno chileno de Sebastián Piñera ha reconocido el «triunfo» democrático de los ciudadanos. Uno de los elementos más estimulante parece ser el hecho de que la próxima Constitución chilena nacerá, no del Congreso actual y del dictum de los políticos tradicionales, sino de una Convención Constituyente —hombres y mujeres a partes iguales— elegida por voto directo.

Se trata de un desenlace ganado en las calles durante más de un año de protestas masivas que a menudo fueron duramente reprimidas (en algún punto a muchos les pareció —y nada desmiente que en algún punto efectivamente lo fuera— un revival de la violencia estatal practicada por el régimen pinochetista hace más de tres décadas).

Más de 30 muertos en las calles de Santiago y otras ciudades, miles de lesionados (incluidos centenares de personas con daños oculares debido a los perdigones empleados por las fuerzas del orden), numerosas denuncias por violaciones de derechos humanos, es parte del saldo en el reverso de este plebiscito dominical, inicialmente programado para abril último y aplazado a causa de la emergencia del coronavirus.

Desde el estallido social en octubre de 2019 —a partir de una subida en el precio del pasaje en metro; a todas luces, la gota que colmó la copa de la desigualdad y el descontento generalizado—, las movilizaciones se repitieron cada semana, y muchos jóvenes se trasladaron desde los márgenes de la sociedad para guardar el fuego de la protesta —tan cívica como díscola, tan rabiosa como irónica— en el nodo urbano santiaguino de la Plaza Baquedano o Italia, rebautizada como Plaza de la Dignidad.

Durante el último año los muros del centro de Santiago han sido, infinitamente más que nunca antes, una jungla de voces airadas contra las estructuras heredadas de la dictadura y usufructuadas largamente por la clase empresarial y las castas políticas y militares «en democracia».
Esas voces inarticuladas y violentas se han convertido hermosamente en votos este domingo.
(Fotografías autorizadas por Lázaro Roilán).