Viaje al corazón del Mundial

    Para Jhonah Díaz, un hermano

    Este es el primer Mundial de Fútbol que veo desde un país que participa en el Mundial. Había dos posibilidades de que tal cosa sucediera. La primera era que la selección cubana clasificara al evento. La segunda era salir de Cuba. Se ha cumplido la segunda, algo que no está a la vuelta de la esquina. No es como patear un penal, sino más bien como detenerlo, así de complicado, pero a los cubanos les es incluso más fácil conseguir una visa para cualquier parte, un refugio en cualquier ciudad, que meter un gol y tener luego con quién celebrarlo.

    De hecho, en los pocos casos en los que el gol ha sido para los cubanos un modo de vida, el gol ha servido como pasaporte, que es para lo que le ha servido a tantos bailar salsa, estudiar medicina, aprender a navegar, tener la piel morena, especializarse en Lezama Lima, mascullar el inglés. Uno espera que, cualquier cosa que uno aprenda a hacer en Cuba, esa cosa lo saque de Cuba, incluso hasta las cosas que en Cuba se aprenden mal, como jugar al fútbol.

    En octubre de 2015 cinco jugadores de la selección nacional se fugaban durante la celebración en Kansas City del preolímpico de la Confederación de Norteamérica, Centroamérica y el Caribe (CONCACAF). Justo en ese mes estaba yo llegando a México, disfrazado de periodista. El paralelismo se impone. El periodismo es el fútbol de las profesiones cubanas. En el ranking actual de la FIFA, Cuba ocupa el lugar 181 entre 200 equipos, y el puesto 172 entre 180 naciones en la Clasificación Mundial de la Libertad de Prensa.

    En los países implicados, la Copa del Mundo adquiere primeramente un carácter nacional. En México todo ha sido México. Se venden álbumes y postales de sus jugadores en los frascos de Coca-Cola. Se venden camisetas del Tri en los super mercados y en los puestos ambulantes. A uno de los candidatos presidenciales le preguntan en un debate televisivo sobre la brecha salarial entre hombres y mujeres y aprovecha para enviarle saludos a la selección.

    La prensa especializada sigue pronosticando, y hace par de semanas los jugadores contrataron treinta escorts de lujo y luego de un amistoso con Escocia organizaron en un barrio lujoso del ex DF una fiesta de despedida que no habría por qué condenar del todo, puesto que partían hacia Moscú para debutar contra Alemania, y la mezcla de esos dos portentos en una misma oración, Moscú y Alemania, sonaba como que iban a enfrentar la muerte.

    La verdadera magnitud de un evento se mide por el grado de implicación de las personas que no están directamente relacionadas con él. Sin álbum alguno que vendieran ni dinero para obtenerlo, sin ninguna Coca-Cola que comprar, durante los Mundiales de 2002 y 2006 yo recortaba noticias de periódicos en blanco y negro y anotaba en una libreta de apuntes –primero con un lápiz de punta afilada y luego con una caligrafía roma; el trazo que a lo largo de un mes va del entusiasmo al cansancio– los resultados de los sesenta y cuatro partidos, los minutos de cada uno de los goles y los nombres de cada uno de los goleadores por rocambolescos o fugaces que fueran. No solo Ronaldo o Michael Owen, sino también Bouba Diop o Hasan Sas.

    En Cuba transmitían, y todavía transmiten, el evento en vivo (en 2006 la fase de grupos fue diferida, lo que me costó una pelea en el preuniversitario porque un colega me sopló el resultado de Brasil-Japón). Yo era la expresión concreta de una idea, la idea magnífica pero feroz de la universalidad del fútbol. Alguien, presente en ese entonces en los estadios de Corea-Japón y Alemania, debía imaginarme de forma abstracta, como el improbable adolescente que desde algún lugar cualquiera que no merece nombrarse estaba siguiendo a duras penas cada detalle o filigrana del Mundial. Al menos yo tengo ese tipo de fabulaciones todo el tiempo. Quién está haciendo qué en cuál lugar. Por tanto, hace dieciséis años, en las gradas del Estadio Internacional de Yokohama, un europeo medio tarado de clase media, con un garrafón de cerveza en la mano y un gorro con los colores de su bandera en la cabeza, seguramente le estaba diciendo a otro: “Fíjate lo que es el fútbol que lo siguen hasta en… no sé… hasta en el país de Fidel Castro”.

    Mi condición de espectador ha perdido cualquier posible dosis de singularidad, cualquier grado de exotismo, porque ahora me doy cuenta de que en los últimos cuatros años también emprendí, entre muchos otros viajes, un viaje que va desde la periferia de las Copas del Mundo, desde el páramo seco de los alrededores, hasta su corazón. Vivo en la ciudad donde se anotó hace treinta y dos años el gol más sublime de estas competiciones. El Estadio Azteca queda a escasos 12,4 kilómetros de mi casa, diecisiete minutos en Uber.

    Fue justo Maradona quien moldeó tempranamente el barro de mi afición. En Cuba, desterrada la posibilidad del regazo de la Patria, contamos en el fútbol con la facultad de decidir. Uno escoge por quién va a llorar, y yo escogí Argentina después de leerme unas doce o treces veces, entre mis doce y mis trece, la biografía Yo soy el Diego de la gente, el relato de un cocainómano de cuarenta que lo había ganado todo, que se había peleado con todos, que en ese entonces estaba empezando a tomar la senda que luego lo llevaría a soltar estupideces un día sí y otro también, y que por esas fechas, a comienzos de los dos mil, había ido a rehabilitarse a Cuba, el feudo abstemio de Fidel Castro; territorio libre de futbolistas y de drogas.

    Pero la puerta por la que uno entra a un lugar –la puerta Maradona para entrar a Argentina, por ejemplo– no puede ser nunca la puerta por la que uno sale. Eso no habla bien de nosotros. Entrar a Colombia por la puerta García Márquez y quedarse ahí. Entrar a Cuba por la puerta Fidel Castro y quedarse ahí. Las puertas de entrada luego tienden a cerrarse, es decir, te aburren o te decepcionan o directamente se convierten en tu enemigo.

    Se cree que la posibilidad de elección en el deporte, sin embargo, es un defecto congénito que habría que corregir en el trayecto. Uno debe borrar de los afectos cualquier traza racional, entregarse sin resistencia a la pulpa carnosa de la emoción, disimular la mínima cosa que nos recuerde que el equipo por el que hinchamos fue una opción y no una condena, una decisión consciente y no una carga hereditaria, un país ajeno y no una bandera.

    La afición precede al ser, es anterior a la conciencia. Quien se haya entregado a esta ideología conservadora puede decir que no hay como espectador un pico de placer más alto. El Real Madrid y el Barcelona –el Burger King y el McDonald del deporte mundial, el catolicismo y el protestantismo del fútbol judeocristiano– también han desembarcado en Cuba, arrasándolo todo, llenando las calles del país de camisetas, estolas y bufandas merengues y culés, enredando a la gente en discusiones bizarras y reclamos de abolengos, y colocando a la final de la Champions League en el meridiano de sus vidas.

    El vulgo juvenil cubano ha asumido el fútbol como suyo, el éxito ajeno como propio y ha incorporado el lenguaje llano de la primera persona del plural. “Te metimos tres goles en la ida”, dice un ciudadano de La Habana. O esta: “Tenemos cuatro Champions en cinco años”. Se la pasan bien, francamente. Se la pasan divino. Yo no he cometido esos nobles excesos, que recuerde. No he dicho, por simpatizar con Argentina, que tengo dos Copas del Mundo, pero sí me eché a llorar cuando Alemania le metió cuatro en los cuartos de 2010, y le caí a golpes a un amigo en la final de 2014 durante la celebración anticipada del gol que Higuaín había marcado en off side, como si en un partido definitorio de su selección Higuaín pudiese marcar algún gol que no fuese en off side.

    Ahora veo el Mundial con mis amigos mexicanos. Ya están entregados de cuerpo entero a su ritual íntimo. Los envidio. Cuando México salte de nuevo a la cancha, ellos van a desconectar todo, van a trasladarse en grupo a un lugar al que yo no los puedo seguir, y la máquina absurda de mi cabeza va a continuar en marcha hacia ningún parte.

    En Cuba los códigos son distintos. No hay una selección nacional potente y no hay, por fuerza, una energía colectiva alrededor de nada. Hace cuatro años, muchos amigos recién graduados de la universidad veíamos el Mundial de Brasil en mi apartamento de La Habana, tirados como quiera frente a un televisor de doce pulgadas, bebiendo cerveza a granel, rompiendo al descuido vasos y floreros debidamente rotos, piezas que hasta ese momento descansaban sobre una repisa o un mueble con el pretexto del adorno, pero cuya única finalidad consistía en hacerse pedazos en manos de la alegría general o el enojo de unos cuantos. En aquel apartamento algunos le iban a la sede, otros a España, otros a Alemania o a Italia o a Uruguay. A veces uno sale al mundo para llegar a una Patria, cuando tenía el mundo en la sala de su casa.

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    Carlos Manuel Álvarez
    Carlos Manuel Álvarez
    Bebedor de absenta. Grafitero del Word. Nada encuentra más exquisito que los manjares de la carestía: los caramelos de la bodega, los espaguetis recalentados, la pizza de cinco pesos. Leyó un Hamlet apócrifo más impactante que el original de Shakeaspeare, con frases como esta, que repite como un mantra: «la hora de la sangre ha de llegar, o yo no valgo nada». Cree solo en dos cosas: la audacia de los primeros bates y la soledad del center field.

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