Música de la postguerra

    Mientras lloraba, me preguntaba por qué.

    Los Haftime Show del Super Bowl NFL no son solamente el éxtasis recreativo del evento deportivo más visto y esperado de los Estados Unidos, son además el éxtasis recreativo de uno de los negocios más lucrativos del planeta. En la universidad, escuché a alguien decir que una publicidad en los listones LED que delimitan el perímetro del campo de football costaba tres millones de dólares. Obviamente en esas pantallas se han promocionado solamente los negocios más rentables en la historia del marketing. Tanta gente que muere soñando alcanzar algún día uno solo de esos millones y ciertas empresas financieras se pueden permitir gastar tres por unos pocos segundos de promoción. Esta sentencia verbal podría explicar buena parte del funcionamiento del mundo actual, pero eso es algo que ahora mismo no me interesa. Quiero hablar de música y de lágrimas de emoción.

    No podía parar de llorar, nadie me estaba viendo. Me sabía todas las canciones que interpretaron. No lo podía entender.

    Dr. Dre, Snoop Dogg, 50 Cent, Eminem y Mery J. Blige, lo quisiera yo o no, forman parte de la banda sonora de mi adolescencia. Kendrick Lamar llegó a mis oídos después. Mientras iba a fiestas y discotecas, vistiendo jeans de mezclilla ahuecados o acampanados, con botas negras de suela inmensa y camisetas de mujer, para que me quedaran ajustadas, ellos sonaban al ritmo de beats y melodías muy pegajosas. Yo escuchaba entonces, de modo general, música disco para aprender a bailar, incluido el incipiente reguetón de entonces. Techno, rock, salsa y Juan Luis Guerra para experimentar lo que eran en el momento mis mayores placeres estéticos, y también aquel Hip Hop, porque no me podía resistir a sus encantos.

    Kendrick Lamar

    En mi adolescencia, los repas —consumidores de lo que se consideraba hasta de manera oficial como «música cubana»—, los mikis  —consumidores de lo que se consideraba el pop más sofisticado— y los frikis —consumidores de rock and roll con aterradoras reputaciones de drogadictos y enfermos de sida— tenían un espacio común en esa música, con ritmo de beats y sub-bajas intensas. Todos podían tararear sus melodías de manera más o menos consciente. Era hermoso.

    A menos que fueras demasiado militante y la ortodoxia te comiera por una pata, participabas de la popularidad conciliadora de la Moña (uno de los modos en que llamábamos a la música de raíz hiphopera, con todo lo que implicaba en términos culturales). Además de que los jóvenes la consumíamos casi de manera inconsciente, era también la música que más ponían en Colorama: un programa televisivo de frecuencia semanal que intentaba resumir MTV con pinceladas de didactismo. Los noventa habían sido esenciales para que el hip hop comercial se anclara en el gusto promedio del consumo global, y a comienzos de los dos mil se convirtió en un movimiento que celebraba dos cosas: la obtención de sus mejores frutos y un traspaso generacional que puso a todos al borde del multiorgasmo sonoro.

    Eran los años en que el rapeo penetraba como nunca el sistema circulatorio de la sensibilidad rockera. Bandas como Papa Roach o Linkin Park eran las favoritas de muchos. Limp Bizkit colaboró con Snoop Dog; Fred Durst, vocal de la banda, aparecía en videoclips de otros raperos y popularizó, tal vez demasiado, el piercing centrado debajo del labio inferior, las gorras al revés con el logo de la MLB y los pantalones anchos. Una madrugada, de regreso a Santos Suárez, unos calvos limpbizqueros, fascistoides e infantiles le hacían bullying a una trigueña hermosa, fan de Marylin Manson y con una camiseta blanca, ancha y ripiada con el Che Guevara de Korda, que les ripostaba diciéndoles «malahojas» y «pichicortas». Mi Habana de entonces generaba estas imágenes kafkianas y lynchianas a la vez. Nada era tan divertido ni captaba mejor la sensibilidad musical de una época.

    Mery J. Blige

    Eso pasó, y me atrevería a decir que pasa, debido a que los movimientos orgánicos y coherentes de una sensibilidad auténtica se resisten al sectarismo y a la intolerancia. Aquellos chamacos cretinos, fans del Nu Metal, se burlaban de la muchacha rockera con los labios de negro porque el machismo es estructural en la sociedad cubana; aquella muchacha, con collar de pinchos metálicos en el cuello, portaba una camiseta del Che Guevara porque el marketing ideológico de izquierda supo vender a un político aventurero como si fuera un rockstar. Nada de eso niega la autenticidad que hay en la juventud que siente, con total seguridad, que la música que prefieres te va a salvar de ahogarte en la mierda, la hipocresía y la corrupción que emanan del status quo.

    No es ni ha sido fácil ser joven en Cuba y asumir las consecuencias de tener un gusto musical determinado. Todas las filias y tribus urbanas tienen algún tipo de apostilla, incluso las más convencionales. Al menos cuando yo era joven, los repas conformaban una mayoría, pero, a los ojos de muchos, eran o delincuentes o vulgares o «negros payasos», o todo eso a la vez. Los mikis, sofisticados, y también «maricones» y «tortilleras», o al menos se vestían como tal. Los frikis estaban locos, eran drogadictos o seropositivos. La gente de la Trova no tenía dinero, patéticos alcohólicos (cosa de viejos). Los rastas, cochinos y acosadores del turismo. Así, siempre la sociedad y el poder tenían algún «pero» para absolutamente todo. Hoy, esto se echa a ver muchísimo menos, pero no quiere decir que los prejuicios no sigan ahí.

    Yo, y la gente como yo, la tuvimos particularmente difícil. Nunca he necesitado que algo me deje de gustar para incorporar un nuevo gusto. A los más raros se les teme más.

    Mientras crecía, consideraba el sonido distorsionado de la guitarra eléctrica y los arreglos vocales que alternan lo gutural y lo melódico como lo más sublime en música. Más de treinta años después sigo pensando lo mismo. La diferencia es que por el camino sumé músicas folclóricas de muchos tipos y latitudes: me enseñaron que mantener una tradición es un acto hermoso de resistencia. He sumado a Bach o los cantos gregorianos: me enseñaron que la supremacía no tiene que ser por fuerza un acto de violencia y sometimiento cultural. El Tri Hop, Prodigy, Björk, Alice in Chain, Jack Withe y Skunk Anansie me enseñaron que toda la música está más relacionada y se retroalimenta mucho más de lo que parece.

    Por ese camino comprendí que el reguetón es, para bien y entre otras cosas, una atrofia severa de la glándula secretora de autoestima, porque tenemos derecho a resistir, como sea, cuando intentan eliminar nuestro amor propio. También sé, gracias a lo mismo y hace ya bastante, que el hip hop y sus variantes nos han dado una herramienta muy poderosa: la poesía, lo político y lo atractivo, todo entrelazado más allá de cualquier contradicción maniquea. Por eso lloré emocionado con el Haftime Show del Super Bowl NFL de 2022.

    Cada uno de los temas que sonaron esa noche podrían ser timbres de celular y a la vez declaraciones de principios. Dr. Dre y Snoop Dogg estaban radiantes y potentes, como si no hubiera pasado un minuto desde algún punto ubicado en la primera mitad de los noventa. Mery J. Blige hizo babear a todos, muchos años después y a pesar de sus masitas y salvavidas de temba irresistible. 50 Cent me recordó con su camiseta cómo, muchos años antes, me puse una parecida y en el barrio algunos me preguntaban que de dónde había sacado esos ajustadores. «In da Club» sigue sonando en mi cabeza mezclado con la voz de Leyne Staley, y siento que ya me puedo morir. Kendrick Lamar sonó perfecto —as always— y me dejó mudo de nuevo. Eminem interpretó uno de sus mejores temas —El Tema— y puso su rodilla en el suelo para recordar a Colin Kaepernick y la lucha contra el racismo.

    Eminem

    Lloré porque recordé mi adolescencia, algunos de los momentos más felices que he tenido, y porque yo y los míos venimos de un país donde se sangra por ser auténtico. Recordé que ha sido para mí tan importante habar escuchado la música de Maykel Xtremo como haber leído a Cioran. Recordé el momento exacto en que sentí que Bad Bunny lo estaba cambiando todo. Recordé que estoy orgulloso de los pulóveres que he diseñado y de la gente que los viste con gusto.

    A quien no pueda entender esto, le mando un beso y le pido, con respeto, que se aparte, que tengo un disparo que recibir u otra batalla que ganar, ojalá sea lo segundo. En la fiesta de postguerra vamos a poner a todo volumen a Dr. Dre, Snoop Dogg, 50 Cent, Eminem y Mery J. Blige, Kendrick Lamar, Alice in Chain, XXXTENTACION y un bulto de cosas más.

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    Julio Llópiz-Casal
    Julio Llópiz-Casal
    Se rumora que vive orgulloso de haber nacido en la misma ciudad que José Lezama Lima y Elvis Manuel. Escribe por vocación testimonial, hace diseño gráfico por necesidad poética y las artes visuales le salvaron de no convertirse en un intelectual orgánico más de su generación. Según algunos amigos, su mayor talento es el de encontrar la relación que existe entre la noche habanera de los 50, Marcel Duchamp, el Trap Music, Alice in Chain y todo lo demás.
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