Columnas

Louise Glück en el inframundo

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Murió el pasado viernes 13. La muchacha demasiado delgada que iba en el metro de Nueva York abrazada a un libro para protegerse del mundo. La mujer demasiado delgada que le pedía a la vela del pastel y a la estrella que se deshacía en la noche y a la mariposa de los deseos lo que siempre pidió: 

Otro poema. 

La mujer a la que el cuerpo se le «convirtió en un vestido demasiado grande para ella». Una anorexia con la que pretendía liberarse de su madre la llevó a pesar 43 kilos. La mujer que respondió al secretario de la Academia Sueca que le informó que había ganado el Premio Nobel de Literatura (el año en que el mundo estaba en vilo debido a la COVID-19) que ella no podía hablar de su obra y su vida por teléfono: ese era un tema muy largo y en América estaba amaneciendo. «Apenas son las siete», le dijo. Y ella necesitaba un café. 

La mujer que se cuestionó si era buena persona después de escribir: «No quería irme a Chicago contigo. / Quería casarme contigo, quería / que tu mujer sufriera. / Quería que su vida fuera como una obra de teatro / en la que todas las escenas son tristes». 

La mujer que escribía como un aliento en tu nuca. Un aliento de mujer, claro. Suave y tibio y feroz… 

La mujer que enseñaba en Yale y leía los poemas de los jóvenes escritores para ayudarlos, para editarlos, y que también les aclaraba: Soy Drácula. Me estoy bebiendo tu sangre. 

La mujer que confesó a The New York Times: desde que tenía diez años estoy escribiendo sobre la muerte. 

II

Louise Glück (1943-2023), poeta estadounidense / Foto: Katherine Wolkoff/ Vía ‘The New York Times’

Se llega a creer, incluso con facilidad, que un verso debajo de un verso debajo de un verso hacen un poema, pero… ¿hacía así los poemas Louise Glück? ¿O su poesía tenía una confección diferente? En las voces que utiliza para conformarlos se intuye que fueron muy pensados, pero no antes de escribirlos. No ahí. Se siente que tuvieron que pasar muchos años entre el dolor, la desolación o el amor que los originó y el poema definitivo, para que pudiera hacerse. Entonces ella había captado esa forma con claridad y la escribía tal cual, en uno de sus periodos creativos, porque solía pasar meses sin escribir. No tenía, según ella, eso que se llama disciplina. 

Al leer a Glück uno siente que está frente a una poeta que logró lo que pocos: comprender su vida. Los divorcios, la soledad, esa forma en que el sol cae sobre una cosecha y esta rapidez con la que pueden morir las flores, porque son tan frágiles. Y cómo la casa de la familia puede ser una tumba y el amor algo que se cree capaz de ignorar la tristeza. 

III

Los cuentos para dormir a Louise Glück en su niñez fueron los mitos griegos. Dido, Perséfone, Eurídice y Odiseo, quienes la conducían al sueño; luego fueron sus máscaras. Sus padres le leían los mitos noche tras noche, confiriéndole una sensibilidad distinta a la del resto de los niños de su cuadra en Long Island y un conocimiento del mundo clásico y las figuras literarias que no se separó de su obra, ni de ella, durante el resto de su vida. Los dioses griegos llegaron a ser tan cercanos que aparecen en sus poemas como la luna en el cielo, de esa forma natural, casi esperada. Le atraía particularmente el mito de Perséfone, «la de blancos brazos», reina del inframundo, hija de Zeus y Deméter, raptada por Hades para hacerla su esposa mientras recogía flores en un campo de Enna. Le atraía tanto que estuvo escribiendo sobre Perséfone, de forma intermitente, durante 50 años. Casi haciéndola su alter ego: «Cuándo escribía en lugar de quejarme de mi madre, podía quejarme de Deméter». 

IV

En 2020, cuando la Academia Sueca le entregó el Nobel a Louise Glück por «su inconfundible voz poética, caracterizada por una austera belleza», mucha gente se preguntó en redes sociales (no podían hacerlo en encuentros físicos) quién era esa mujer «desconocida» a quien habían otorgado el máximo premio. ¿Quién? ¿Quién era esa? Incluso intelectuales de renombre estamparon en sus perfiles la duda. Una duda que evidentemente se acentuaba porque no era un hombre desconocido, sino una mujer desconocida (aunque tenía en su país el Pulitzer, el National Book Award y otros premios legendarios). Fue así. Luego, sus lectores, quienes la habían descubierto por azar, o explorando la poesía anglosajona ya hacía años, dijeron a toda voz que la Academia tenía razón, que Louise Glück era una poeta descomunal, oracular, mítica…

Quizá ninguna de las personas que se quejaban de su condición de «desconocida» había leído «El iris salvaje», poema que da nombre al libro con que Glück había ganado el Premio Pulitzer de Poesía en 1993. Ese poema sirve para cerrar todas las bocas.  

El iris salvaje

Al final del sufrimiento

me esperaba una puerta.

Escúchame bien: lo que llamas muerte

lo recuerdo.

Allá arriba, ruidos, ramas de un pino vacilante.

Y luego nada. El débil sol

temblando sobre la seca superficie.

Terrible sobrevivir

como conciencia,

sepultada en tierra oscura.

Luego todo se acaba: aquello que temías,

ser un alma y no poder hablar,

termina abruptamente. La tierra rígida

se inclina un poco, y lo que tomé por aves

se hunde como flechas en bajos arbustos.

Tú que no recuerdas

el paso de otro mundo, te digo

podría volver a hablar: lo que vuelve

del olvido vuelve

para encontrar una voz:

del centro de mi vida brotó

un fresco manantial, sombras azules

y profundas en celeste aguamarina.

Louise Glück (1943-2023), Premio Nobel de Literatura

V

Raptada por Hades a los 80 años en Cambridge, Louise Glück, la niña de Long Island. La muchacha que abrazaba los libros. La que tuvo una relación difícil con su madre que la llevó casi a extinguirse, y le sobrevivió. Y escribió 15 libros extraordinarios que hablan de la soledad y la pérdida y la familia con una belleza sutil y voluptuosa que le permitió guardarse en el bolsillo la cabeza de Alfred Nobel acuñada en oro, se ha ido al lugar donde van los pocos poetas que logran hacer una obra que les sobreviva. Louise, la de blancos brazos, se ha ido al inframundo. Ha ido a reunirse con sus dioses.

Katherine Perzant

Ha sido funambulista y chainsmoker. Como el Paterson de Jarmusch, escribe poemas que nunca publica. Posee una debilidad alarmante por los puentes y las boyas. La toman, tan a menudo por extranjera, que se siente así en todas partes. Quisiera creerle a Issa, que le sobrevive, le sobrevive a todo, la frialdad.

Ver comentarios

  • ¡Qué manera de escribir la de Katherine Perzant! Soy afortunada de haber conocido a una grandiosa, y magnífica ensayista y poeta, dándome a conocer a otra ídem. Mis respetos, gracias.