Madre España: sustancia española del origenismo

    Juan Ramón fue el maestro del que tuvieron que apartarse. «Aquello era un paraíso, no una influencia» escribirá Vitier, con frase rotunda, en su «Homenaje a Juan Ramón Jiménez», «y para serle fiel, incluso como influencia de raíz, tenía que salirme de ella hacia otras intemperies, con un lenguaje bárbaro y ávido, en que únicamente los ojos de la sed brillaran». Esto es, para cumplir el mandato de la poesía, la hercúlea misión de la que en algún momento se dio en llamar «generación espíritu», había que aventurarse por terrenos no marcados por aquel que había investigado en la poesía con tanta pasión como los teólogos españoles del siglo XVII investigaban a Dios. Derroteros no signados por la belleza y la conciencia. Que brillaran solo los ojos acechantes, no las palabras, porque estas no debían ser ídolos sino verbo encarnado. Juan Ramón, en suma, había caído en la tentación de la poesía pura.

    Pero se salvaba al final. O al comienzo mismo del camino, allá en su pueblecito onubense. El poeta y el borriquito le parecen a Vitier «la pareja ideal de la poesía», en tanto comporta la esencial dimensión de caridad, de pobreza, de «milagro cotidiano». He ahí la salida para el laberinto intelectual de Juan Ramón: no ya el «más» sino el «menos», no la trampa de la belleza, sino la salvación por la pobreza. No el dios que el poeta, en un arranque de prepotencia, se hace, sino el — «dios inocente», todo gracia y caridad, que lo ha hecho a él. Platero vendría así a encarnar lo que en Experiencia de la poesía, el primero de sus grandes ensayos de la década del 40, Vitier había llamado «sustancia española de la poesía». Si en el colmo de su decadentismo los franceses habían ido a parar, con Mallarmé, al angustioso esfuerzo de tratar de devolverle a la poesía su poder órfico, eso no había sido nunca un problema para una España que posee, por mor de su catolicismo raigal, «el secreto de Orfeo» . 

    Cintio Vitier / Foto tomada de Internet

    Mientras María Zambrano reconocía a Cuba como su «patria prenatal», Vitier descubría a España como el origen de todos los nacimientos: «madre poética España», la llama. En «La luz del imposible», a propósito de su primer viaje a la Península en 1949, apunta: «En España sabía que estaba la cura de muchos anhelos del americano, como en América están los bálsamos para muchas desesperaciones del español, y se me llenaron tanto los ojos de mirar las piedras que todavía no se me han desempedrado del todo». Y añade: «Tenía hambre de ver a España, porque sospechaba que mis imposibles salían de un trasfondo de irrealidad, y sabía que España es, como dice Ramón Gómez de la Serna, ‘rica de realidad’. Encontré que esto quiere decir que es rica de pobreza, y que la penuria de la luz española efectivamente pone a las cosas en el trance de no arrojar ninguna sombra, porque la sombra ya no sería una prolongación anhelante sino otra cosa más, como si la sombra de la piedra fuese otra piedra. […] El resguardo supremo de España, su castidad física y metafísica de madre sin voluptuosidad, de madre virgen, está en esa completez de su aceptación de las cosas y los actos».

    Décadas después, Fina García Marruz destacará, asimismo, «el españolísimo culto a la Virgen María», «la fiera, maternal castidad de España», en su gran ensayo «María Zambrano entre el alba y la aurora». Esa castidad tiene mucho que ver con el no saber España vivir en «el clima del capitalismo burgués», «haberse quedado a salvo de aquel exceso racionalizador que había llevado a Europa finalmente a un endiosamiento de la razón, a una ‘soberbia’ o ‘violencia’ olvidadiza de sus propios y nobles orígenes». Es justo esa España que «ha rechazado siempre la tentación de ponerse al servicio de las letras y las ciencias humanas» la que ya reivindicaba Vitier en 1944. La España del «¡que invente ellos!» de Unamuno, la misma que, según el poema de Alberti, perdió a Cuba por culpa del mercantilismo («La Habana ya se perdió. Tuvo la culpa el dinero… / Calló, cayó el cañonero. / Pero después, pero ¡ah! después… / fue cuando al SÍ lo hicieron YES»), de una modernidad extranjera que había hecho potentes los barcos norteamericanos como siglos atrás los barcos ingleses que hundieran la Armada Invencible. La España, en una palabra, de la Contrarreforma.

    No es otra la España que celebraba Lezama el 13 de octubre de 1949, a propósito del día del Descubrimiento, en las páginas del Diario de la Marina, cuando escribía que La Habana, aunque «zarandeada, estirada, desmembrada por piernas y brazos, muestra todavía un ritmo. Ritmo que entre la diversidad rodeante es el predominante azafrán hispánico». Si el reverso de aquel décalage técnico-militar que propiciara la decadencia del Imperio bajo los últimos Austrias es justamente el esplendor del arte barroco, aquí tenemos, resistiendo hidalgamente la razón y el progreso, ese ritmo «de pasos lentos» originalmente hispánico. «Ciudad no surgida en una semana de planos y ecuaciones», La Habana conserva, a pesar de la inevitable proliferación, ese «ritmo de crecimiento vivo». Tiene «un destino», que es como decir que tiene a Dios, que aún conserva fundamento. No es, en una palabra, «neobarroca», sino propiamente barroca. La ciudad de Lezama, aunque no desde luego naturaleza, sigue siendo orgánica: no hay en ella espacio para un fast-food como aquel donde Auxilio y Socorro buscan infructuosamente al Ser. Las patéticas jimaguas de Sarduy están condenadas a no encontrar nada; han convertido la Pasión en deseo, y la naturaleza insaciable del mismo hace que su peregrinación, esa que une de nuevo Andalucía y Cuba, no tenga término, más desembocadura que el delirio y la irrealidad. Siempre cambiando de apariencias, siempre otras, Auxilio y Socorro serían la expresión de la España perdida, la pobre madre desnaturalizada, que ha extraviado su propio tesoro, su secreto.

    La antítesis de semejante extravío es el cuaderno «La tierra amarilla», escrito por Fina García Marruz tras un viaje a España realizado en 1967, pero que bien habría podido ser en 1947. Si María Zambrano había encontrado, por debajo de la superficie, una Cuba profunda destinada a renacer, García Marruz buscaba, más allá de la España visible —esa España del tardofranquismo que, abriéndose al turismo europeo y a las seducciones del consumismo, se preparaba ya para la transición—, la España eterna. La que perdura en la sencillez de los nombres, el agua del bautismo, el recio espíritu de la santa de Ávila. Cuando baja rumbo al Sur, pasando por Aranjuez hasta llegar al Generalife, García Marruz percibe con desagrado un cierto alejamiento de esas esencias, como un artificio que no acaba de gustarle. El poema «El castillo y el agua», situado en el centro mismo del cuaderno, es revelador. El castillo, en Ávila, es la pobreza. «Casta, Castilla, virgen madre / te pareces al agua». Es el agua llana, imagen de la esperanza. Los «jardines magos» ofrecen, en cambio, una proliferación retórica, juegos de agua que García Marruz contrasta con la simpleza del agua castellana. 

    He aquí que el agua

    se enlaberinta, piérdese en arcadas,

    jardincillos de mirtos y arrayanes,

    vegetales palacios de mullidas

    ventanas, habitaciones de verdor profundo,

    he aquí que el agua

    cae de distintos modos […]

    No es aquí la delicia

    la flor sellada, el anterior paraíso

    que en el carmelitano huerto enjuga

    de Cristo las mortales agonías,

    aquí no se halla

    la extraña santidad de la medida

    recordándonos en cada forma el límite

    que nos funda sobre el sacrificio

    desde el origen. Es la avidez

    infinitud, no eternidad, puro arabesco […]

    La dicotomía es manifiesta. Esa que reivindica García Marruz no es la España de «manjares frívolos», sino la de los sacramentos. Unos sacramentos que garantizan, por así decir, la realidad del mundo, seguridad siempre amenazada por las infinitas variaciones del pagano pesimismo. El propio idioma español le parece, en su reciedumbre, «capaz de arremeter contra la misma nada / como se echa a un extranjero invasor». España de la Reconquista, que como antes a los infieles, expulsa a ese demonio contemporáneo ante el que García Marruz quiso levantar una ciudad amurallada: no extraña que sea la España del castillo, no la de los juegos de agua; la de la seca meseta castellana, no la del embrujo morisco, aquella que la sobrecoge e inspira. Otros poemas de La tierra amarilla insisten en el mismo tema: en el poema dedicado a Juan Ramón Jiménez ella destaca, por ejemplo, «el sol de lo real», que es la «riqueza única de la pobre España». Y en el extenso poema dedicado a Teresa de Ávila y a Teresita de Lisieux, la autora de la reforma carmelitana es la «mujer fuerte que nos amuralló lo real para que no entraran las legiones infernales del vano escrupulillo y la apariencia turbadora». 

    Fia García Marruz / Foto tomada de Internet

    Como para Vitier, España es para García Marruz una madre virgen. Al misterio de la Encarnación, que tanto informa la poética de los origenistas católicos, se suma ese otro misterio fundamental del cristianismo que es la Inmaculada Concepción. Esta imagen de España viene a iluminarnos, por cierto, la particular visión de Cuba que García Marruz ofrece en su bello cuaderno «Azules», escrito en los años cincuenta. «Ay, no serás nunca madre nuestra sino hija, Cuba, Cuba, loca mía, desvarío suave?»: en las antípodas de la Cuba medio gótica de Martí —la «viuda triste» de «Dos patrias», la femme fatal de El presidio político en Cuba—, esta de García Marruz es una Cuba desdramatizada, en tono menor. Desdramatizada e infantilizada, con algo de la Aguedilla de Juan Ramón Jiménez y algo, bastante, de Teresita del Niño Jesús, la santa de la petite voie, que quería volverse tan pequeña como pequeño se había vuelto su Dios para salvarla. 

    «Abeja», «sinsonte», «jilguerillo», «cefirillo», «zunzún»: la Cuba de García Marruz es mínima, inapresable como una gota de mercurio, pero a la vez impresionable cual una adolescente pueblerina, y ella quiere salvarla de la amenaza que se sobreentiende viene del Norte mentándole su esencia y cantándole sus viejos entrañables sones. Allí mismo, en ese poema titulado «Ay Cuba, Cuba…», la poeta se dirige a la nación, madre misteriosamente devenida hija, en modo imperativo: «Escapa, escapa, pelota, pez, colibrí». Para que Cuba, muchacha provinciana y un poco alocada, no se vaya «detrás de esos extraños que cuando abra los ojos ya [le] han secado el alma», ella le recuerda su «pulcro vestidito de tarde» y «la portada azul con lomerío atrás lejano». Si en ¡Ecue-Yamba-O! Carpentier había contrapuesto al orange-crush y el avión de Lindbergh la magia de los negros, García Marruz da una suerte de salto atrás: lejos del exotismo negrista, sus estampas son casi decimonónicas, altorrepublicanas: «Cae suave luz huraña / en el portal de azules columnas de los pueblos».  El «antídoto de Wall Street» era, en ese afectado manifiesto negrista que es la primera novela de Carpentier, el bongó; para García Marruz son los danzones y los sones, las «canciones que nos sabemos todos». Nada de primitivismo; todo «sonrisa y evaporación».

    En otro poema, titulado «Su ligereza de colibrí, su tornasol, su mimbre», ella habla de su «ingravidez de papalote en lo azul», a propósito de Plácido pero también, por extensión, de Cuba. Si España es el castillo, la mujer fuerte, la solidez de las piedras fundacionales, Cuba es el papalote empinado y veleidoso, mas el límite necesario, la pita que lo sujeta para que no se vaya a bolina («Que te vas ‘lejos, pero no muy lejos’, aquí en el allí»), es justamente esa herencia materna, a la que la hija nunca debe renunciar: madre España siempre pura a pesar de las máculas de la historia; no la España palaciega de la princesa de Éboli sino la España mística de San Juan de la Cruz y Santa Teresa; no la España de la colonia, la zafia y cruel de Cánovas y Weyler, sino la de las utopías y las profecías, la España del Descubrimiento. «Una monja oyó cantar pájaros a una hora del todo desusada», leemos en «Teresa y Teresita», refiriéndose, de nuevo, a la doctora de Ávila.

    Si Juan Ramón fue, al decir de Vitier y García Marruz, el primer adolescente español en mirar de nuevo a América con ojos de amor y deseo, los origenistas fueron los primeros escritores cubanos que miraron el Descubrimiento con ojos encantados. (No es casual, por cierto, que fuera otro del grupo, Lorenzo García Vega, el autor del prólogo al Diario de navegación de Cristóbal Colón que la Comisión Nacional Cubana de la UNESCO reeditó en 1960. En este ensayo, escrito todavía bajo el influjo de Lezama, García Vega habla de la «posibilidad gravitante» del Diario, para ver en el Almirante un antecedente del «barroco americano». Destaca «lo que rinde Colón desde sus yuxtapuestas comparaciones» como «punto esencial para una comprensión de la expresión cubana») De todos ellos, ninguno escribió más que Gastón Baquero sobre ese acontecimiento inaugural. «América no puede prescindir de lo hispánico, por la misma razón que el hombre no puede pasarse sobre la tierra sin rosas»: he ahí una velada crítica al indigenismo y el negrismo, frente al cual el núcleo origenista reivindicó siempre el fondo católico de Cuba.

    En Memorial de un testigo hay un tremendo poema que podemos leer en este mismo sentido: «Negros y gitanos vuelan por el cielo de Sevilla». El poeta empieza admirando el fascinante espectáculo del baile, pero con la amargura del que está fuera del círculo mágico: 

    Gitanos y negros tienen lenguaje en el tacón,

    lenguaje de hablar con sus dioses secretos, con sus bisabuelos

    transformados en piel de tambor o en media luna de castañuelas.

    Pero nosotros, los espectadores, los que fuimos invitados a la fuerza a sentarnos

    aquí, en este incómodo teatro tan redondo, para ver esta representadísima representación

    por la que tan caro se nos cobra la entrada a lo largo del tiempo,

    ¿qué culpa tenemos?

    Mas la perspectiva cambia, de manera casi imperceptible: lo que parecía el lamento de un sujeto incapaz de participar en el baile se convierte en una crítica de ese baile. La carencia no está ya en el observador, sino en el baile mismo, que ofrece «dedalitos de alegría», pero al cabo no logra llenar el vacío. «Viene la noche», y negros y gitanos «lloran deshechos contra el sombrío imperio de la noche, taconeando / taconeando tacatac inútil por hacer un alba donde hay un abismo». Ellos ponen volando, inútilmente, un sol artificial, allí donde reina, invencible, la noche. 

    Estos negros y estos gitanos, ¿no son los negros de Guillén y los gitanos de Lorca? Los negros graciosos, descarados, de Motivos de son, el sonido irresistible de la «Canción del bongó» —«el que por fuera no es noche, por dentro ya oscureció»—; los gitanos pintureros del romancero lorquiano, que recuerdan a ciertos guajiros telúricos de Carlos Enríquez; ese novedoso folclore que se produjo en el mundo hispánico en el contexto del vanguardismo, cuando el penchant surrealista por todo lo primitivo propició un redescubrimiento de los viejos tipos de las crónicas costumbristas, librándolos de la censura que sobre sus voces y fachas ejercía la cosmovisión civilizatoria del siglo XIX. El origenismo no implica, desde luego, un regreso a esa perspectiva fundamentalmente letrada, positivista o naturalista, sino más bien una trascendencia de la dicotomía misma, su desplazamiento por otra: en vez de civilización contra barbarie, ahora es poesía contra literatura, encarnación contra metamorfosis, misterio contra espejismo.

    Dentro del mismo libro —ese gran poemario donde Baquero consigue reinventarse en su exilio español, dejando atrás la retórica por momentos facilona de sus célebres poemas de los años cuarenta— la «Fanfarria en honor del Escorial» se deja leer en este sentido. «¡Vencida es la sombra y la muerte está vencida!» El espectáculo de la alegría, de la armonía detrás de los muros, del órgano jubiloso que eleva las almas, es la antítesis del triste final de los negros y gitanos sandungueros. En aquel poema, ellos vuelan por el cielo de Sevilla, como vacas o amantes de Chagall, en una estampa surrealista, onírica, psicodélica; acá, lo que ocupa el cielo es solo Dios. «¡Arriba está el señor! ¡Todo es júbilo!». Solo Cristo ha subido, y quien participa de esa misteriosa alegría no necesita volar por los aires. En este punto fundamental, Baquero coincide de nuevo con su amiga de juventud Fina García Marruz, cuyo reciente fallecimiento en La Habana cierra la aventura de aquel grupo de escritores que en la Cuba de los años cuarenta, mientras Daniel Santos galvanizaba los solares, leían con fervor a Leon Bloy y a Vladimir Weidlé. No es en los juegos de agua de Aranjuez, en los arabescos de La Alhambra ni en el cielo luminoso de Sevilla, sino en la muralla románica, en Ávila, y en la fortaleza-convento, por Madrid, donde vive el Espíritu. La luz estará en el Sur, pero el misterio reside en la «noche oscura». Como había visto Lezama cuando en «Sierpe de don Luis de Góngora» señalara la «dolorosa incompletez» del «rayo metafórico» del gran cordobés: al faltarle la «noche oscura» de San Juan, Góngora no podía «penetrar en la ciudad». ¿No es esta la misma incompletez de los negros y gitanos de Baquero, quienes tras la alharaca del baile no logran vencer la tiniebla, quedándose taconeando y taconeando inútilmente, como, según Lezama, «don Luis enfurruñado y recomido por las sierras de Córdoba?» Derrotados por la noche, su risa vuelta mueca postiza, sol artificial, porque ella, la noche, solo puede ser vencida por la «noche oscura», la gracia que desciende sobre El Escorial. Ni tambor ni castañuela; órgano y arpa: «El Infante Gabriel besa las manos de su maestro, y éste le dice: / La luz es la sombra de Dios, y su cuerpo está en la música reposado».

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