Todo está en El Rastro

    Allí se vendía de todo lo imaginable; ropas usadas, cuadros, dentaduras postizas, 

    libros, medicinas, castañas, ruedas de coche, bragueros, zapatos. 

    Allí se encontraban tipos de toda España y fuera de ella: moros, judíos, 

    negros, charlatanes, ambulantes, domesticadores de ratas y de parajitos sabios.

    Pío Baroja

    I

    Cada paso parece describir un ritmo presumiblemente espontáneo, intuitivo. Aun así, la gente deambula alrededor de los estanquillos como quien ejecuta un baile, una suerte de coreografía del consumo que cada domingo vertebra la pulsión comercial del barrio de Embajadores. Todos merodean, escudriñan y señalan, descubriendo en tal o más cual esquina ese artefacto desconocido que le prometieron al primo o aquella pacotilla textil que a la novia le quedaría más que pintada. Siempre parece haber de todo cuando uno no busca nada en específico.

    El Rastro nace, se deja prever desde la Plaza de Cascorro. Este mercadillo o «pulguero» (vocablo mucho más latinoamericano que ibérico), levanta sus toldos a pocos minutos del centro de la ciudad, publicitándose a sí mismo mediante la sola circunstancia de su ubicación. Dicen que debe su nombre a cierto matadero que solía existir en la zona, cuyos empleados transportaban reses y otros animales recién sacrificados a través del lugar, dejando tras de sí el consecuente «rastro» de sangre. 

    Ya en las inmediaciones del sitio una estatua simula presidir la entrada, acarreando en sus brazos un fusil, una soga y una lata de petróleo que celebran desde el bronce la biografía de un personaje cuasi-mítico, mucho más popular de lo que hubiera imaginado.

    El Rastro de Madrid / Foto: Senén Alonso Alum

    En mis clases de Historia de Cuba nunca escuché hablar sobre Eloy Gonzalo García (1868-1897). No fue necesario, la verdad: para nosotros no significó mucho; para ellos, en cambio, su gesta representó el último espasmo de una dignidad imperial ya marchita, envejecida. Este joven recluta madrileño, enrolado en las filas del ejército peninsular que combatió a los mambises en la Guerra del 95, trascendió el ámbito puramente militar para sobrevivir en la memoria colectiva de la nación. Su figura encarna un patrimonio simbólico que se adhiere al discurso nostálgico del noventayochismo, testigo de aquella remota hispanidad que ya se diluía con las contiendas de fin de siglo. 

    El «héroe de Cascorro» escenificó su mayor hazaña en el pueblo de ese nombre, situado en la provincia de Camagüey. Allí, en septiembre de 1896, logró prenderle fuego al bohío donde se refugiaban varios «insurrectos» que mantenían bajo asedio una guarnición española. La influencia de esta epopeya —mucho más cercana a la leyenda que a la historicidad—, y la muerte de su protagonista tan solo un año después, motivaron este homenaje, erigido entre 1897 y 1901, por parte del Ayuntamiento de Madrid

    Así, a las espaldas de Eloy Gonzalo, El Rastro inaugura su fiesta sensorial y dinámica, desatando un hormigueo en el bolsillo que ratifica la transacción mercantil (derroche, gastadera) como norma del credo consumista. 

    Un murmullo políglota anima la calle de la Ribera de Curtidores, amplísima avenida que acoge en su recorrido los puestos de venta del mercadillo. Si te acercas desde la estación de metro La Latina, como yo, te descubres en la cima de una pendiente con la suficiente inclinación como para divisar el término de esta arteria, custodiada por árboles deshojados que aguardan la primavera. 

    El Rastro de Madrid / Foto: Senén Alonso Alum

    II

    Comienzo a descender. Mi propia catábasis quincallera y minorista.

    Detecto un McDonald’s en una de las aceras laterales, pero no me apetece. La influencia gastronómica y cultural de la fast food es, también, otro de mis campos de estudio. En Cuba era imposible investigar este fenómeno más allá de las películas, los datos de Wikipedia o la galería de Google. Era imposible, de hecho, siquiera disfrutarlo, a menos que pudieras colarte en la Base Naval de Guantánamo y fueras capaz de hacerte pasar por yuma o militar. Allá nada es «fast» y la «food» que va quedando, está cada vez más cerca de devenir en un lujazo cinco estrellas. 

    Aquí, en El Rastro, la gente vende ropa, lienzos, discos de vinilo, ropa, libros, juguetes, comida y más ropa. Ahora mismo, parece haber más piezas textiles en este kilómetro y medio español que en las pocas tiendas habaneras que aún sobreviven, sin haber sido transformadas en neo-bodegas, esa clase de quioscos estatales en los que se vende pollo, aceite o papel sanitario sin ninguna regularidad.

    La oferta va in crescendo, se enriquece. Avanzo un poco más, miro a todas partes e intento retener este sitio o aquel otro en la cámara de mi teléfono. No puedo, al menos no como quisiera.

    «Storage space running out. Some system functions may not work».

    Borro capturas de pantalla, aplicaciones subutilizadas y archivos MP3. Apenas escucho música fuera de Spotify. Los algoritmos me han ganado la partida. A veces, incluso, me siento cool por descubrir tantos grupos «nuevos» en tan poco tiempo. Es supercómodo que todo esté en la Red, en la Nube o en cualquier otro espacio que no sea la memoria interna de mi Xiaomi, la verdad. Tal vez debería almacenar algunas fotos en el Drive de Google. «Na’, no estoy pa’ eso». Eso sí, tengo que comprarme una tarjeta SD, una de bastante capacidad. ¿También venderán eso en El Rastro?

    III

    Un tumulto se aglomera muy cerca de mí. Acudo, movido por el chisme antes que por la curiosidad; dos conceptos que para un cubano nunca implican lo mismo. 

    Un par poetas causa sensación, detiene por un instante la algarabía de los transeúntes que desandan esta zona de la Ribera de Curtidores. Llevan boina y gorro, respectivamente, así como amplios suéteres, pantalones ajustados y medias de color entero que muestran algún logotipo referido a la cultura pop. Una talla ‘Uropa; una movida citadina y bohemia. Asimismo, exhiben sus cuentas de Instagram en pequeñas pizarras que los acompañan y publicitan in situ algunos de sus libros, cuyas ediciones también están a la venta. Acomodados sobre discretas sillas de metal y frente a sendas máquinas de escribir, teclean los encargos poéticos que la gente, como retándolos, les sugieren.

    El exotismo del work in progress, la ficción de la originalidad.

    El Rastro de Madrid / Foto: Senén Alonso Alum

    Yo no pudiera redactar así. Me fatiga enviar un mensaje por Whatsapp cuando sé que alguien me mira fijamente o espera una respuesta inmediata. Con textos que requieren cierta elaboración literaria, pues, mucho peor. Concluida la composición, los poetas redondean la performance recitando sus versos en voz alta. Aplaudimos. La clienta (asumo que francesa, por su acento) agradece ruborizada mientras sonríe.

    Sigo mi rumbo. Más adelante, me topo con un puesto en que se comercializan artículos de madera, figuras desmontables de barcos, dragones o dinosaurios que pretenden conjugar las cualidades ornamentales de la ebanistería con la condición interactiva que propone el principio LEGO. Poco a poco comienzan a asomarse las mesas de souvenirs. Abanicos, imanes y ceniceros remedan algunos íconos madrileño-españoles como las puertas de Toledo o Alcalá, el universo visual de la tauromaquia o la efigie del Osa y el Madroño, cuya estatua original de más de cuatro metros descansa en la plaza de Puerta del Sol. Casi al final, varios libreros despliegan sus ofertas, entre las que destacan algunas novedades editoriales y un montón de revistas, diarios y tebeos del siglo pasado.

    IV

    El Rastro de Madrid / Foto: Senén Alonso Alum

    Este Rastro no es, de seguro, el mismo que visitó Pío Baroja. Tampoco me recuerda a la imagen (preconcebida, recreada) que guardo de aquel sitio en que surgió la tribu urbana más relevante de la contracultura española. Quizás, los sectores underground contemporáneos se parecen más a IKEA o Carrefour de lo que están dispuestos a admitir. Tal vez, la Movida Madrileña de hoy es otra, más apegada a la estandarización socio-comercial que dispone la Unión Europea para sus estados miembros. 

    A finales de los ochenta, un grupo de artistas concentraron sus fuerzas creativas en despojar cuanto antes a España de la rémora moralista y restrictiva heredada del Franquismo. Durante la primera década de la Transición, autores tan diversos como Alaska, Alberto García-Alix o el propio Pedro Almodóvar se sumergieron de lleno en la Movida, asumiendo una estética anti-mainstream que buscaba inocularle modernidad al país. Este último, de hecho, es considerado como uno de los fundadores del llamado «cine quinqui», subgénero que narra las vivencias cotidianas de familias con bajos ingresos y escasa educación, apelando a la sátira, la ironía y el humor negro.

    Así, superada esta euforia contracultural, algunas instituciones se propusieron «depurar» el panorama de las clases media y baja de la capital. Básicamente, mercantilizaron la marginalidad y se la ofrecieron al turista como regalo de bienvenida.

    Por mi parte, habiendo atravesado en su totalidad la Ribera de Curtidores, sentí en todo su esplendor la lógica detrás de la disposición urbanística de Madrid. Como intentando consumar una suerte de ciclo citadino del consumo, un enorme Burger King se levantaba en el remate de la calle. Esta vez, ciertamente, sí me apetecía.

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