Crónicas

Varsovia

Compartir

Me dicen que aquel lugar ruinoso de la esquina de 12 y 17, en El Vedado habanero, que antes fue una fonda para miserables y, mucho más atrás, un restaurantillo estatal con relativo éxito, es ahora un lugar limpio y «decente». Me cuentan que está climatizado, que pintaron su fachada y sus paredes interiores. Que ya no es un nido de ratones ni el hogar ocasional de deambulantes y gatos callejeros.

Me dicen que lo convirtieron en un pequeño mercado, propiedad de una pequeña empresa privada, y que dentro hay lo mismo carnes que aceite de oliva extravirgen, útiles del hogar y confituras varias para las miradas de todos y los bolsillos de unos pocos. Es un buen sitio, aseguran, para entrar como quien no quiere la cosa, simulando ser un cliente, y escapar por unos minutos del calor asfixiante de la calle.

Me dicen que el Varsovia, hoy por hoy, no tiene nombre, que le están buscando uno mejor, más acorde a estos tiempos. Me dicen también, a modo de broma, que le llegó su perestroika.

***

Frecuenté el Varsovia entre los 16 y los 17 años gracias a Polo, un octogenario silencioso y solitario a quien, creo, nunca le agradé mucho. Polo no tenía dinero ni familia. Su único bien era un amplio pero deteriorado apartamento frente a la avenida 17. Junto a él vivían L, una señora oriunda de un barrio muy pobre de Santiago de Cuba, y la hija de esta, D, mi pareja de entonces. Varios años antes, Polo y L habían establecido un acuerdo: ella y su hija vivirían en La Habana a cambio de cuidarlo a él durante su vejez.

En aquel hogar el dinero escaseaba. D cursaba el preuniversitario, L revendía lo que cayera en sus manos y Polo solo contaba con la mísera jubilación que les corresponde a los viejos en Cuba. El apartamento en sí tampoco ofrecía mucho más que unos cuantos muebles antiguos y rotos, y muchos libros de ingeniería y arquitectura. Uno de ellos, con varias copias regadas por toda la casa, era de la autoría de Polo, quien, al parecer, alguna vez fue un ingeniero importante. El Varsovia era, pues, el lugar al que acudía él —y después aquella familia y yo, casi de polizón— a matar el hambre.

A razón de ocho pesos por cabeza comíamos una ración de arroz blanco, otra de agua de picadillo de soya y otra de caldo de frijoles negros sin sazonar. La poca cantidad de alimentos sólidos hacía de aquellos almuerzos una suerte de dieta homeopática que, sin embargo, servía para mantenernos en pie.

La relación sentimental terminó, pero continué visitando el Varsovia, ahora solo. Durante ese tiempo, compartí mesa con muchos comensales que, la verdad, pertenecían casi siempre a uno de estos tres grupos: los viejos harapientos de caras largas y tristes, los locos deambulantes que a cada tanto iniciaban discusiones sin sentido ni interlocutor, como si les hablaran a fantasmas que habitaban dentro de ellos mismos, y los borrachines callejeros, con sus canecas de aguardiente en un bolsillo del pantalón, quienes después de saciar su hambre se iban a echar la siesta en algún parque o portal.

***

No he podido averiguar qué era aquel lugar antes de ser bautizado como la capital de Polonia. Solo sé que el Varsovia nació del romance de Fidel Castro con el llamado Campo Socialista, y también que tuvo algún que otro hermano en La Habana, como el restaurante Moscú, demolido el pasado año tras pasar casi tres décadas en ruinas.

El Varsovia fue creado para que los cubanos aprendieran incluso a saborear el socialismo real. Y es que, cuentan mis mayores, hubo un tiempo en que todo lo que allí se consumía era importado de los países de Europa del Este y la República Democrática Alemana. La doctrina, quién quita, también puede entrar en el cuerpo a cucharadas.

El Varsovia en ruinas / Imagen: Cibercuba

Aquel restaurante evocaba a un bar mleczny [literalmente, «bar de leche»], un tipo de establecimiento creado a finales del siglo XIX por el agricultor Stanisław Dłużewski para alimentar por cuotas muy bajas a los habitantes más pobres de la capital polaca. Con su menú de lácteos y verduras, el restaurante ganó popularidad y clientela al punto de que muchos otros pequeños negociantes reprodujeron su modelo por todo el país. Mientras los ricos disfrutaban de banquetes en los sitios más exclusivos de Polonia, los pobres conseguían sobrevivir el hambre invernal en cualquier bar mleczny por unas pocas monedas. Mucho después, con el nacimiento de la República Popular de Polonia, los comunistas decidieron que no era buena idea mantener aquellos antros que tan mala imagen daban del socialismo polaco. Pero no tardaron en retractarse. Los obreros exigieron tener donde comer y al Estado no le quedó de otra que subvencionar estos establecimientos si no quería echarse de enemiga a una masa considerable de trabajadores con el estómago vacío. El hambre, se sabe, es el disparador primero de la ira popular.

Con el Campo Socialista desaparecieron también, aunque gradualmente, los bar mleczny. Hace poco más de diez años volvieron a abrir y hasta podría decirse que gozan de cierta popularidad. Ahora, cambiaron su menú de lácteos y verduras por cosas un tanto más sofisticadas que alimentan por igual a pensionados, obreros, estudiantes y turistas.

La historia de los bar mleczny, que he intentado resumir aquí brevemente, es, en cierto modo, la historia de Polonia desde la década de 1890 —incluido este último revival que tanto dice de la socialdemocracia europea. De igual forma, creo, la historia del Varsovia es también un poco la de Cuba desde 1959: de restaurantillo de poca monta, pero funcional, a fonda maloliente; de antro a espacio desolado; de ruina a mercado privado.

***

No conocí el Varsovia en que se servía de postre un pozuelito con peras rumanas en almíbar, pero del que preparaba infusiones de soya y frijoles puedo asegurar que regalaba un banquete para los sentidos menos exquisitos.

El Varsovia tenía unas particulares cortinas que, se supone, alguna vez fueron rojas, aunque para entonces la polución y la grasa de los sudores añejos habían vuelto de un color más bien coágulo de sangre. Pero siempre estaban abiertas, igual que sus ventanas, de manera que la calle se colaba entera en su interior. Por el suelo polvoriento transitaba una variada fauna de alimañas y, a veces, gatos callejeros pedigüeños que los comensales alimentaban con alguna migaja. La losa, los vasos y los cubiertos, está de más decir, presentaban manchas y sarros.

Es justo decir que apenas se escuchaban ruidos en su interior y que todos los sonidos llegaban de la calle. Bocinas de autos, pregones de vendedores ambulantes, el murmullo de la gente que por allí pasaba. Los comensales, excepto aquellos que hablaban consigo mismo, asumían el acto de comer en total y absoluta soledad, concentrado cada uno en su plato. Quizás llevaran años viéndose casi todos los días ahí, compartiendo incluso la misma mesa, pero la norma era tragar en disciplinado silencio, tal vez con un poco de prisa, y luego marcharse.

El Varsovia olía a rancio, a viejo, a ropa sucia de invierno en un país tropical. Pero cuando encendía sus cocinas, aquel aroma se mezclaba con el de un seminternado infantil. Bastaba olfatear la comida para adivinar la ausencia de sal y de cualquier otra especia. No obstante, la posibilidad de comer por tan poco dinero hacía que lo insípido cobrara buen sabor en algún punto del cuerpo que no era el paladar.

***

Me dicen que no queda ni rastro de aquellas cortinas sucias. Sus nuevas ventanas, siempre cerradas para no dejar escapar el aire frío, cuentan, están hechas de cristales polarizados que no dejan ver desde afuera hacia adentro. La calle ya no se cuela entera en su interior. El Varsovia, o como quiera que se llame ahora, ha establecido barreras muy claras con el vulgo. Ya no es para cualquiera.

Su nueva vida es un retrato de estos tiempos de emprendimiento en que —sin que la miseria haya desaparecido— se desnuda sin tapujos la desigualdad. Antes, cuando era solo una fonda de mala muerte, persistía cierta armonía en el deterioro. La falta de pintura y las grietas de las paredes subían por el Varsovia hasta las dos plantas superiores de la edificación, donde se ubican unos apartamentos de viejos y alargados ventanales. Ahora contrastan el local de los bajos y los apartamentos de encima. La edificación completa es un termómetro del supuesto progreso de estos días —uno que, para medirlo, exige ser individualizado—, y el remozado frontis del Varsovia define una línea de mercurio que ubica la bonanza, a todas luces optimistamente, en apenas un tercio.

Sería injusto decir que hay algo malo en la nueva vida del Varsovia. De hecho, me aventuro a decir que lo sucedido era, hasta cierto punto, esperable, y para nada exclusivo de este lugar: ante la ineficiencia y el abandono del Estado, la iniciativa privada ha podido tomar cartas en el asunto y convertido un montón de ruinas en un espacio lucrativo. Sin embargo, no dejo de preguntarme: ¿dónde comen ahora los borrachines irremediables, los viejos harapientos, los deambulantes que conversan con fantasmas, las madres solteras venidas de Oriente, los ingenieros olvidados, los estudiantes de preuniversitario sin dinero?

Darío Alejandro Alemán

Nació en La Habana en 1994. Periodista y editor. Ha colaborado en varios medios nacionales e internacionales.