Obra reunida: Julio Llópiz Casal

    El estudio de Julio Llópiz Casal (La Habana, 1984) en el Vedado es el perfecto escenario de su obra. Hay dos reproductores de video tipo VHS. El más antiguo tiene enterrado a medias un casete donde se lee el nombre del artista conceptual norteamericano Vitto Aconcci con una tipografía hecha a mano, la misma letra que pone Chremaster (los filmes paranoicos e inclasificables de Mathew Barney) sobre otra de las cintas. El más moderno es la respuesta inteligente de Sony a la batalla tecnológica de las compañías electrónicas a finales de los 90; exhibe dos aberturas, una para VHS y la segunda para DVD. En lista se encuentran un casete de los Beastie Boys y un CD con el single del alter-ego femenino de Julio llamado Avi Sélavy, un manifiesto homenaje a Marcel Duchamp.

    El single tiene fecha en el 2017 y está compuesto por tres covers donde se escucha una voz de mujer, contrariamente a los originales I feel you de Depeche Mode, Would you fight for my love de Jack White, Down in a hole, en versión acústica, de Alice in Chain. No es difícil suponer el temperamento sentimental y dramático de Avi al componer este disco (quizá una broma, quizá un exorcismo), tampoco su afición por el rock. Lo que contrasta con la imagen de Julio con el pelo teñido de rojo y componiendo trap desde su laptop con el Fruity Loops, un programa de composición de música digital.

    Gaspard de la noche, still de video (2017) / Julio LLópiz Casal

    La primera aparición de Avi Sélavy, en 2016, fue de carácter conspirativo. Planeó una falsa conferencia promocionada por la revista Art Oncuba, el tabloide fantasma Noticias de arte cubano, volantes impresos, correos electrónicos y Facebook. La imagen publicitaria era un retrato seductor de Avi rematada con el tema de la supuesta conferencia: “Ruff rules: ¿La escuela de Düsseldorf colonizó el mercado de la fotografía o la salvó de la impronta excesiva de Robert Mappelthorpe?”. Bien leído, la pose y la mirada del retrato recuerdan las de la célebre adolescente lynchiana Laura Palmer, que aparecen en los créditos finales de cada capítulo de Twin Peaks. La referencia en primera instancia parece arbitraria, pero no lo es si tenemos en cuenta que “la identidad múltiple y ambigua ha sido una marca de David Lynch casi en la misma medida que los ruidos ambientales siniestros de sus bandas sonoras”.

    Julio Llópiz y Avi Sélavy son dos entidades y una sola persona, al mismo tiempo que el tema de la falsa conferencia presupone un cuerpo (el de la fotografía como medio) y dos tradiciones: la tradición puramente fotográfica que implica al fotógrafo, su cámara y el objeto de la fotografía, y aquella cuyas fotos son el resultado de más de medio siglo de arte contemporáneo. La primera corresponde a la referencia de Mappelthorpe (el fotógrafo), la segunda a la del “frío como el acero” Thomas Ruff (el artista) y sus coetáneos de la escuela de Düsseldorf. Avi surgió a propósito de una exposición de fotografía que intentaba, entre otras cosas, desentrañar estos tópicos. El público quedó esperando indefinidamente a la misteriosa conferencista, lo que nunca sucedió como hecho terminó como su mejor crítica.

    Hasta ahora mi experiencia en su estudio es increíblemente barroca, aunque este barroquismo no es formal (las formas que nos rodean son cuadradas, rectangulares o esféricas, más bien mínimas) sino de medios y de referentes. Empieza a hablar de trap, según Julio, la banda sonora actual de una parte importante de su corazón. Lo que está haciendo, que en efecto se parece al trap, lo califica sin dudas como conceptual. “Estoy conectado —dice— con Flatbush Zombies, una banda de rap neoyorquina que colgó un video en Youtube y se dispararon. Bad Bunny con Hear this music hace lo mismo, dejaron atrás a las compañías discográficas”. Heredero del conceptualismo, no es la primera vez que se interesa por diluir la obra dentro de los medios masivos. Del 2013 al 2015, en las páginas del ya casi desaparecido tabloide Noticias de arte cubano, vio la luz “La fracción”, un espacio para obras de arte que no constituían ilustraciones, aunque estaban pensadas para circular en un formato seriado e impreso, y donde colaboraron artistas como Reynier Leyva Novo, Yornel Martínez o Ezequiel Suárez.

    “La fracción” se estableció con toda claridad como un espacio de experimentación dentro de la medianía institucional de las publicaciones oficiales cubanas sobre arte. Por un momento pareció capaz de propiciar la unión de estas dos realidades tan opuestas, abriendo el tabloide (encerrado en un lenguaje artificial y corrupto, resultado de la mezcla entre crítica de arte a sueldo de los propios artistas y censura política) a una parte de la excentricidad y el vigor de la vanguardia.

    Además de música, fotografía y artes gráficas, Julio ha exhibido pintura, objetos e instalaciones donde se conjugan el diseño, la precariedad y la historia del arte. Ha producido video-arte ficcional de corte muy raro. Sus obras pueden tener la forma de un rumor o de una charla, no hay nadie como él, desde Poveda, que se haya obsesionado tanto con el apócrifo. Ha fundado junto a Santiago M. Díaz la Revista de la vagancia en Cuba, publicación interesada tanto por las artes como por los “buquenques”. Sus intenciones son claras desde la primera cubierta: el rostro esperpéntico de uno de los personajes más canallas pintados por Velázquez para El triunfo de Baco, en 1629; y algunos de sus títulos también son muy elocuentes: “El trovador de los suspiritos protesta” o “Historias de puercos”. Ha curado exposiciones, ha escrito textos y hasta ha hecho grafiti con la imagen de Julián del Casal, que a su vez ha convertido en un helado vectorial y anguloso que más que a Casal se asemeja a un autorretrato, esto último en colaboración con un chef. Su rutina cotidiana por La Habana describe un performance; recientemente ha comenzado a diseñar su propia ropa y su presencia constituye por sí sola un hecho artístico.

    Los casetes y los dispositivos de almacenamiento están por todo el estudio; en alguna ocasión le he escuchado decir que un “objeto producido en serie no es necesariamente una mercancía, también son archivos programados para ser desechables”. A veces esos archivos regresan como un boomerang, aunque sea en la mente de Julio, y “destapan un chorro de mierda o una poesía”. A esta lógica responde Archivo 1, un disquete de cinco pulgadas de los años 80 (cuando la Seguridad del Estado isleña estaba tutorada por la KGB y la Stasi) con una etiqueta que clasifica lo siguiente: “Félix González Torres: cartas a su familia en Cuba (1979-1982)”.

    Se supone casi con certeza que Félix, el más famoso de los artistas contemporáneos nacidos en Cuba, se haya intentado comunicar vanamente desde los Estados Unidos con su familia. Las misivas no resultan del todo inimaginables. Tal vez haya querido felicitar a una de sus tías por su cumpleaños, presentarse como un primo distante pero nostálgico, perseguir esa extraña sensación de familiaridad superficial que ofrecen los parientes lejanos, o conseguir un confesor para sus aventuras sexuales desde la ciudad de la bolsa, los vicios y los grafitis. Para los censores cualquier cosa resulta peligroso, hasta una receta de cocina donde creen descubrir un mensaje encriptado contra el gobierno llamando a la sublevación de los artistas. Quién sabe si por esta razón se apresuran a retenerlas, sus argumentos, claro está, son disparatados e implacables, encarnan la máxima expresión de la paranoia hermenéutica, pues intentan agotar todos los sentidos posibles. Las cartas nunca llegan. El disquete es el epítome de la vigilancia, un fragmento de un perfil de espionaje devenido diario.

    Este objeto pasa desapercibido ante el gran público, su recepción se limita a unos cuantos amigos y a una entusiasta curadora norteamericana que finalmente no se decide a exponerlo. Aunque ante la mediocridad de la crítica y la academia Julio vuelve al ataque. En el Séptimo Salón de Arte Cubano Contemporáneo (2017) presenta una obra tan sencilla como la trayectoria de un sablazo, Atrás al casete. Nuevamente vuelve sobre las cintas de video, las cuales dispuestas en línea exhiben descripciones enigmáticas que parecen sacadas del guion de un filme de Lynch con tintes gore cuyas víctimas son piezas de arte: “Pérez Monzón cuelga un hombrecito de la escalera”; “Tomás Sánchez con un preservativo inflado entre sus manos”; “José Bedia con plumas en la cabeza mirando un títere”; “Marcia Leiseca sacando las armas del castillo”; “J. A. Toirac quemando la copia de un Mendive”.

    No hay delicadeza en la factura, es idea en estado puro. Pero lo que en un principio no se diferencia mucho de la estantería de un antiguo banco de películas de culto, se convierte con el paso del tiempo en una avalancha.  Porque la línea compuesta por cintas de video no es Atrás al casete, únicamente es la punta del iceberg y el relato omitido es el conjunto de la relación exótica que Julio establece con la cultura. Una relación lo suficiente universalizada como para llamarle “vanguardia” y afortunadamente particularizada como para bautizarla de “local”.

    Las tres primeras líneas corresponden a una exposición del año 1978, única en su tipo, organizada por iniciativa de los propios artistas en una casa privada del barrio de la Víbora, que se llamó Pintura fresca. El anfitrión fue el artista José Manuel Fors, el resto de los nombres que aparecen en los textos, hoy reconocidos, también integraron la expo.

    Las últimas dos líneas están relacionadas con un hecho que se encuentra en las antípodas de Pintura fresca. Once años más tarde (era el momento de la Perestroika), desde la institución Marcia Leiseca despejó las armas del Castillo de la Real Fuerza para la última oleada creativa de los años 80. El proyecto duró lo que un suspiro, exposición tras exposición fue censurada. Homenaje a Hans Haacke (1989) del colectivo ABTV fue una de ellas. La muestra sería de crítica institucional, arte puro inspirado en el revisionismo histórico de Hans Haacke (el más importante de los artistas políticos de hace tres décadas) que hacía coincidir sobre el presente democrático de Alemania el pasado totalitario nazi. Algunas de las obras, por supuesto, eran muy problemáticas. Una de ellas recuperaba dos piezas de un pintor de la corte llamado Orlando Yanes (el equivalente en pintura del arquitecto Antonio Quintana), quien además de retratar edificantemente a Batista, también contribuyó a la propaganda con un retrato del mismísimo Fidel Castro. Otra pretendía mediante un performance quemar una obra de Manuel Mendive (el artista preferido por las tiendas del Fondo de Bienes Culturales durante esa época) como protesta ante la manipulación del arte por parte del mercado.

    Re-encuadre / Julio LLópiz Casal

    La memoria de estos dos eventos se limita a algunas fotos, catálogos no distribuidos y testimonios para tesis de licenciaturas de intrépidos estudiantes que se convierten en comentarios de pasillo o viceversa. Julio no se hace esperar y convoca a los protagonistas a dos conferencias, muestra las fotos, construye una maqueta de la improvisada galería en el primer caso y circula el catálogo entre amigos en el segundo, narra sus insólitos videos, los cuales nunca llegamos a saber si son ciertos. Entre el público hay opiniones divididas, unos reaccionan con excitación y otros se irritan; algunos, ambas cosas. Los más osados hablan de censura, de la tensión existente entre los artistas y la Seguridad del Estado, pero los funcionarios ripostan con citas incongruentes del “Comandante”. El debate es pequeño, aunque más que un debate parece una conversación inconexa entre varios actores que no se ponen de acuerdo para coordinar un ensayo. Una cosa está clara, los eventos han sido revividos y sus historias ahora existen como posibilidad de futuro, los pilares locales de una tradición de vanguardia.

    Es fácil percibir la similitud de los hechos con los de estos tiempos: las nuevas galerías privadas nacionales e internacionales, la Bienal #00, la crisis de las instituciones y sus intentos desesperados por controlar la cultura, el Instituto Hannah Arendt de Tania Bruguera, los estudios de artista y el mercado. Pintura fresca fue una de las exposiciones que anticipó el movimiento artístico cubano de los 80 y no vino del Ministerio de Cultura, sino de la capacidad de autogestión de un grupo de artistas. Homenaje a Hans Haacke fue organizada gracias a una iniciativa fallida del gobierno (el último de los cartuchazos para restablecer la confianza de la comunidad creativa que abandonó el país a principios de los años 90), y nunca pudo abrir sus puertas.

    Puede tomarse esta línea arqueológica del trabajo de Julio y desarrollarla durante una carrera, pero es difícil emular con su creatividad inespecífica. Es una especie de quarterback del arte cubano, está en todas las movidas. Cuando vuelvo sobre su laptop, me enseña un video de lo más extravagante que me deja con una sonrisa extática, pero sin comentarios. No tardo en comprender que es lo más cercano a una broma maestra. Su título es bastante culterano: Gaspard de la noche (2017), como el poema en prosa (1836) de Aloysius Bertrand rebosado de imágenes fantásticas sobre la noche parisina.

    El video, que no se resiente en comparaciones, transcurre en una sucesión de planos donde una Parca con careta de Iron Man y removedor de tragos de Havana Club entre los dientes se pasea por la noche del Vedado. La iluminación es una mezcla entre el expresionismo y el cine negro, y la música (otra vez la referencia lynchiana) tiene la delicadeza inquietante de las composiciones de Angelo Badalamenti. El personaje, más melancólico que amenazante, ve una serie de escenas sin sentido: un gato negro con ojos incandescentes, un limón que rueda por una avenida, una persona a lo lejos reparando un auto bajo una luz amarilla, una giraldilla (metáfora de la ciudad) incrustada en un banco, un vehículo que pasa a una velocidad sospechosa y una botella de cerveza puesta boca abajo deliberadamente. Luego, con aires de cansancio, decide exponerse a la vida y alejarse de las penumbras. Se le ve caminar hacia el centro del cruce de caminos de 23 y Paseo, mientras los autos lo flanquean desconcertados. Al final, decide descansar en los muros de una panadería de diez pesos, donde un grupo de personas vestidas de reguetoneros, posando junto a la Parca, atraviesan la película en una fracción de segundo.

    En realidad, descubro cuanto antes, se trata de un performance donde Julio es la Parca con cabeza de Iron Man y removedor de tragos entre los dientes que, armado de una cámara y unos cuantos amigos, salió “con la intención de hacer cambiar de aire a la noche”, que, como muchas de las noches habaneras, lo mataba lentamente de aburrimiento.

    Entonces confiesa lo que da sentido a su trabajo, que no es un programa ni un discurso perfectamente organizado y formulado (asunto que bien pudiera resolver sin esfuerzo aparente), sino más bien los derroteros que le impone su estado de ánimo, que para Julio es su propio Mississippi, y está a dispuesto a explorar cada uno de sus afluentes. Me enseña una serie de fotos que documentan acciones idóneas para ser narradas. La primera se llama Melodrama (2014) y consiste en convertirse en un camello que vende pétalos de rosa, deshidratados y empaquetados en pedacitos de nylon, en lugar de marihuana. La segunda, Sobre cómo me hice creer a mí mismo que había expulsado al rey Midas de mi reino (2016), un comentario alegórico acerca de la avaricia y el dinero, consistía en caminar por la ciudad con la punta de un zapato de color negro pintado rigurosamente de dorado. La tercera, cuyo nombre es bastante explícito, Dedo del medio embarrado de IKB (2015) —el azul que patentizó Yves Klein en sus célebres monocromías—, puede significar, junto a la segunda, la posición que Julio asume ante el “cuerpo imperecedero” de la pintura.

    Melodrama (2014) / Julio LLópiz Casal

    En Japón, un IPhone de último modelo puede caer del bolsillo de un monje sintoísta mientras recrea un ritual sagrado. Tokyo, la ciudad de los rascacielos, tiene promedio de un templo por barrio, incluido su propio cementerio. Al mismo tiempo Julio hace confluir en él muchas realidades, su obra condensa la textura de lo que significa estar vivo. Va de la “baja” a la “alta” cultura como un electrocardiograma, puede hablar del Chacal (uno de sus músicos favoritos) y del Tristam Shandy en una sola línea. Puede asistir en “trap modus” a la más sofisticada de las inauguraciones de arte contemporáneo. Al preguntarle por el sentido del término, responde que eso no implica que se vaya a convertir en trapero, pero que le interesa “vivir ese pedacito”.

    Lo que resulta una orgánica respuesta vital a veces se convierte en una batalla. Algunos juzgan como dispersión su brillante capacidad creativa, lo cual se debe a que gran parte de su trabajo les resulta intelectualmente desafiante e incomprensible. La predilección del arte cubano por la confección de artículos de lujo tampoco ayuda. Julio no se graduó del ISA, sino de la Facultad de Historia del Arte, lo que al parecer veta su derecho a ser considerado oficialmente un artista. No importa que alguien pueda creer que es de buena o mala calidad (lo que dicho de ese modo es un galimatías del tamaño de una montaña). Para empezar, no hay duda de que incluso la palabra “artista” es una noción estrecha para definir lo que él hace. En todo caso es un autor en el sentido foucaultiano del término (para Foucault la autoría comienza en la medida en que alguien pueda ser castigado por su obra). Debo admitir que hay una pieza específica que motivó estas líneas: La muerte del autor se paga con el nacimiento del lector (2012), una Biblia encuadernada y sellada cuya autoría, a través de una tipografía dorada y perfectamente estampada sobre la cubierta, se le atribuye a Julio Llópiz Casal.   

    La muerte del autor se paga con el nacimiento del lector (2012) / Julio LLópiz Casal
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