Opinión

Ladas: un objeto apolíneo en el Trópico es un desafecto en el submundo local

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Les cuento que los Ladas son los autos que más olor a gasolina dejan impregnado en mi ropa y en mi piel. Prefiero los Moskvitch, decía. Tal es así que, aun desesperada por cazar un carro en la calle Línea, los dejaba pasar sin hacer señas. Mientras para la mayoría un Lada era sinónimo de progreso y status, mi mente hacía un bucle de asociaciones que iban de la gasolina al azufre, y de este al infierno. Lo mío ni siquiera era una aversión política. A causa de esa invasión de gases pestíferos, y en contra del imaginario social, estimaba que montar en un Lada era un atentado al buen gusto. 

Hablando de ir a contracorriente. Hay una pauta en casi toda la proyección editorial de inCubadora, coordinada por el escritor Carlos A. Aguilera, y la serie Fluxus, elaborada en contubernio con Rialta Ediciones, que consiste en publicar aquello que usualmente desagrada por inusual y desconcertante; por escatológico y albañal. El cuerpo que no encaja. Eso que limita con lo outsider al no entrar por la raya de lo que se supone. Una de sus últimas entregas se titula Ladas (joven negro con mentón), de Ezequiel O. Suárez. Se trata de una serie homónima de collages realizados por ese artista cubano, quien ensambla un libro encontrado en la basura, que contenía nombres y retratos de miembros del Partido Comunista en La Habana, y todo un stockde autos Lada fotografiados durante años (2004-2015).  

En efecto, más de una década fotografiando estos carros. Si algo tipifica (mala mía por usar esa forma verbal) la carrera de Ezequiel es la ausencia de ansiedad por un telos, por poner a circular lo creado. En la nota de contraportada, Daleysi Moya escribe: «Nadie sabe por qué lo hace y él mismo [Ezequiel O. Suárez] no tiene una idea definida de hasta dónde quiere llegar. Los Ladas comprados en Cuba, como todo lo demás, pertenecían al Estado revolucionario, de manera que fue el Estado quien se encargó no solo de distribuirlos dentro del sector público —organismos estatales, centrales de taxis, Seguridad del Estado— sino también de determinar, a fuerza de dedo como quien dice, qué personas cumplían con los requisitos para su tenencia». 

‘Ladas (joven negro con mentón)’ (Rialta Ediciones, 2022)’, de Ezequiel O. Suárez / Imagen: Cortesía de Rialta Ediciones

Como sucede con el collage llevado a la hoja impresa, en este libro la peste a gasolina se evapora, la textura del montaje desaparece, la calidez de la manufactura y la paciencia se reducen a pulcra imagen. Esto es absolutamente inevitable. Aparece entonces otro producto, una suerte de archivo del archivo. Un registro del registro. Exquisito, debo decir. 

Kudos para Ladas (joven negro con mentón), esa entrega de inCubadora y Rialta Ediciones en su proyecto Fluxus. Hay mucho que elogiar aquí: la serie de Ezequiel O. Suárez, la entrega editorial, y el brillante prólogo de Daleysi Moya. Con el título «El Lada soviético, instrucciones de uso», Moya desmonta el árbol genealógico-ideológico de este artefacto enchapado en nuestro horizonte del deseo, desplegando así toda una erótica sobre la ascensión y caída de un objeto fetiche en el blando siglo XXI. 

La serie de Ezequiel O. Suárez es suficiente para desplegar tesis y especular sobre el registro postconceptual, el neocolonialismo y el postcolonialismo soviéticos, las claves estéticas del totalitarismo, la fetichización del mito ideológico, y la cultura material del «socialismo real», o sobre la naturaleza performática de esa maravilla llamada collage, de cómo este desestabiliza la integridad de la imagen, arruinando su pretensión totalitaria; sobre la antimodernidad del autor, y de cómo su proceso creativo pudiera entenderse en esas nociones del errante-cuerpo tumbo-andarino,[1] más un largo etcétera. Aun así el prólogo de Daleysi Moya es clave en esta historia.  No es un complemento y tampoco compite con la serie de Ezequiel O. Suárez. Es, intelectualmente hablando, parte de ella. Y lo es de una manera casi entrañable, sin afectaciones neoilustradas. Su entrada es también el libro. 

¡Enhorabuena!

La gentileza de Carlos A. Aguilera ha permitido que pudiera disfrutar de esta excelencia editorial y además enterarme por carambola de que en Colombia también circulan y son famosillos los Ladas. Encontrar las conexiones entre esas redes sería un plus que este libro no imaginó, pero ahí está. A mí es que ya me dio, otra vez, el olor a azufre.


[1] Hay un texto de Raquel Cruz imprescindible para aquel interesado en la obra de Ezequiel O. Suárez: «Errar: están un perro, una farmacéutica y un patético». En: I don’t Speak with Photographers (catálogo de Ezequiel O. Suárez), primera edición del Premio INSTAR, La Habana, 2022, p. 210. Cruz desarrolla para la obra de este artista la noción del flâneur (errante) en Baudelaire. 

El ensayo de Raquel me llegó hace apenas unos días (de hecho, gracias a una cita de Daleysi Moya), justo cuando pensaba enfocar esta reseña desde la revolucionaria y precisa idea del «cuerpo-tumbo», desarrollada por María Mercedes Ruíz y que he explicado en mi texto sobre Luis Manuel Otero, «Contra Byung-Chul Han. Luisma entre Demócrito y Epicuro (entre la agenda y el libre arbitrio)», publicado en El Estornudo. Entre ella y la imagen de la figura jitanjáfora, cuya deriva estructural se asemeja al collage, y es un tema que tengo en punta, se fundaría esta reseña. 

Pero entonces ya no sería una reseña sino un ensayo, que lleva su tiempo, y el libro Ladas (joven negro con mentón) necesita de nuestro feedback más que de nuestras vanidades mentales. Para colmo, veo una directa en que Edgar Ariel ha reciclado la noción del «cuerpo-tumbo», mediante la imagen del «andarinaje», pero bajo el mismo precepto conceptual. Sufrí la angustia de las referencias y me dije que esto no era sobre Ezequiel O. Suárez, sino sobre un libro maravilloso que lo contiene, sobre una red de colaboración editorial creativa e intelectual, y respiré otra vez.